Tal vez fue que el camino era cuesta
abajo o que veían la ciudad más cercana, pero el viaje del día siguiente
pareció ligero. Como Estrâik ya lo esperaba, Koríntur estuvo a punto de
dormirse durante su guardia, así que despertó un par de horas antes del alba
para que el hechicero descansara los ojos.
Con las primeras
luces de la mañana, bajaron la colina en la que acamparon, siempre con la
imagen de Líbermond en lontananza. El humor de Telperion había mejorado, la
ciudad era un símbolo de esperanza para él y se sentía satisfecho de saber que
su misión estaba siendo cumplida.
A diferencia de
Estrâik, a Hínodel le fascinaba la visión de Líbermond. Aunque era sólo una
mancha más pequeña que su mano, las luces que había visto en la noche,
abundantes y de distintos colores, presagiaban una ciudad llena de vida y
variedad. Mientras seguían caminando, podían ver que la ciudad soltaba
destellos en distintas direcciones cuando la tocaban los rayos del sol.
Skrath voló poco en
esa parte del viaje, decidió ir en el hombro de Koríntur mientras que Baltho ya
no se adelantaba, el camino era bastante claro pues no había nada en el valle
que pudiera estorbarles la jornada.
Cuando el cielo
empezaba a enrojecer, tenían la ciudad a unos minutos de distancia.
Líbermond era una metrópolis agitada y
llena de riquezas. La rodeaba una alta muralla de piedra blanca lisa, decorada
con relieves que recorrían toda la mitad de ésta y cuyas almenas estaban hechas
de mármol; la muralla iba a enterrarse en las faldas de un cerro que estaba al
norte de la ciudad, sobre el cual una serie de puestos de avanzada con
banderolas oro y plata marcaban los límites de la ciudad.
Todo el perímetro
era vigilado por torres y guardias en cada una de ellas, pero ni las torres, ni
las murallas ni los guardias estaban ahí para evitar alguna invasión, sino que
eran un sistema de vigilancia constante en la ciudad. Con tanto lujo a la
vista, era obvio que Líbermond atrajera cofradías enteras de ladrones.
Aquello que
destellaba con el sol era la puerta principal de la ciudad, un portón alto como
tres hombres uno sobre otro, hecho enteramente de oro y decorado en sus partes
más altas con miles de piedras preciosas pequeñas. Tal riqueza era custodiada
por un escuadrón entero de guardias apostados a ambos lados de ella; aunque la
pereza con que cumplían esta misión hacía dudar de si realmente podían
defenderla.
Estrâik sabía que
los druidas hablaban de Líbermond como una ciudad de excesos y superficialidad,
pero la visión de un montón de holgazanes en armadura a las afueras de una
magnífica puerta de oro era más de lo que había esperado.
Cuando estuvieron
cerca de la entrada, iban más cerca unos de otros y Telperion se puso a la
cabeza. No sabía si tenía que presentarse o pedir permiso; la visión de tener
que adaptar su comportamiento a una nueva ciudad lo ponía realmente nervioso.
Sin embargo los
guardias apenas y reaccionaron cuando los vieron acercarse a la puerta de la
ciudad. Interrumpieron sus diversas pláticas y guardaron un extraño silencio,
mientras escudriñaban a los elfos. Varias de las miradas siguieron
particularmente a Hínodel, quien entornó los ojos y siguió caminando cerca de
Telperion.
La puerta de oro
estaba entreabierta, de manera que cómodamente podían pasar dos hombres, uno al
lado del otro. Al llegar a ese punto, los elfos bajaron un poco la velocidad.
Uno de los guardias cercanos, con una sombra de barba grisácea y vientre
prominente les sonrió.
—Adelante, adelante
—dijo amablemente agitando el tarro que tenía en la mano, indicándoles la
entrada—. Bienvenidos.
Esa pequeña muestra
de cortesía fue la bienvenida a la majestuosa ciudad de Líbermond. Lo que había
tras el portón los paralizó.
Ninguno de ellos
había visto tanta gente en un solo poblado. Docenas de personas de razas
distintas cruzaban las amplias calles adoquinadas de piedra oscura. El rumor de
una multitud variada inundaba cada soplo del viento, a ambos lados de la calle
principal varios negocios atraían a los visitantes con letreros pintados
vistosamente y sus mercancías iban desde objetos de uso diario hasta réplicas
excéntricas y costosas de éstos. Una larga fila de tiendas de semillas y
hierbas de olor terminaba en un edificio grande y púrpura, en el que se vendían
túnicas y ropas de uso diario, donde ninguna era igual a la otra.
Las calles que
recorrían paralelamente la muralla estaban abarrotadas de armerías y establos.
Amplias caballerizas despedían su particular olor a heno y excremento, mientras
los relinches y los golpes de las forjas aumentaban el barullo general y unas
gruesas columnas de vapor, seguidas de un par de exhalaciones de humo de madera
se esparcían por las calles.
Cerca de la puerta
había otro puesto de vigilancia, lleno de guardias que se entretenían jugando a
los dados sobre una mesa improvisada con tablones y bebían entre risas y bromas
vulgares.
—Aquí estamos —dijo
Estrâik, irritado por la cantidad de gente—. ¿A dónde hay que ir?
—Primero, a un lugar
donde podamos hablar tranquilamente —dijo Telperion, subiendo la voz y echando
a andar por la calle—. No te separes, Hínodel.
Ella y Koríntur, por
el contrario, estaban encantados por la ciudad. Aunque siempre se agradecía la
quietud del bosque y el silencio de los pueblos pequeños, la cantidad de vida
ahí reunida despertaba la emoción de los hechiceros. El sol estaba a punto de
ocultarse y nadie en Líbermond se veía preocupado por tener que volver a casa.
Telperion contó la
cantidad de calles que avanzaron y midió sus pasos, el sólo llegar a la primera
plaza que encontraron había sido camino suficiente para recorrer todo lo largo
de Farbonta, y estaba seguro de que aquello no era ni una cuarta parte de
Líbermond.
—Esto es todo lo que
esperaba —dijo Koríntur contento y se encaminó hacia una taberna en las orillas
de la plaza de forma circular.
—Tenemos que elegir
bien —dijo Telperion sujetándole la capa—. No tenemos mucho dinero y nada de
aquí parece barato.
En el centro de la
plazuela había una fuente donde los ciudadanos se sentaban a hablar y descansar
de su paseo por el lugar. Baltho y Skrath aprovecharon para calmar su sed y
Hínodel para mojar sus manos.
—Hay que ir al
Distrito Arcano —dijo Telperion apoyándose en su bastón y contemplando su
alrededor—. El mago que buscamos se llama Mirdin, es un Archimago de la Escuela de Nigromancia, en
la Academia Rólegard.
—¿Hay una escuela de
magia aquí? —dijo Koríntur mientras echaba agua sobre Skrath, tratando de
hacerlo caer.
—Según Mirdin,
Líbermond tiene una antigua tradición de enseñanza mágica. También me ha
descrito la torre Rólegard, así que no será difícil encontrarla. Pero me temo
que hay que recorrer el resto de la ciudad, la torre se encuentra en el
noreste.
—Podríamos llegar
ahí antes de que anochezca, si seguimos caminando —dijo Estrâik, que parecía
querer terminar los asuntos en Líbermond lo más rápido posible.
—¿No podemos comer
antes? —insistió Koríntur—. Caminamos todo el día sin detenernos.
—Además hay tanto
que ver —dijo Hínodel con la mirada fija en un aparador que vendía distintas
esculturas hechas de cristal.
—Me temo que nuestra
misión es demasiado urgente como para detenernos a mirar —dijo Telperion viendo
cómo el cielo se oscurecía. La cantidad de edificios y de gente acrecentaban
las sombras en el lugar. Con la luz que había, el clérigo recordó que aún se
podía caminar por las callejuelas de Farbonta, pero en la ciudad todo se veía
extrañamente oscurecido.
—Andando, entonces
—dijo Estrâik y Baltho dejó el agua de la fuente para reunirse con él. Koríntur
se retrasó al llamara a Skrath, que se revolcaba en el agua intentando mojarlo.
La gente en
Líbermond era demasiado variada como para centrar su atención en la comitiva de
elfos. Humanos, medianos y otros elfos formaban el grueso de la población,
aunque vieron salir de una taberna a un numeroso grupo de enanos que cantaban
alegremente con las caras enrojecidas.
Ni siquiera Baltho
llamaba la atención, pues los animales desfilaban en los mercados y las calles.
Caballos, cerdos y cabras, incluso vacas y un par de osos con cadenas al
cuello; todos mansos y domesticados. Y aunque Baltho, por el contrario, lucía
salvaje y agresivo, pasaba desapercibido por la tranquilidad con que iba al
lado de su amo.
Avanzaron por la
calle hacia el norte y cuando parecía que la ciudad quedaría en penumbras,
surgieron unas luces frente a ellos. A ambos lados de la calle caminaban unas
personas pequeñas que a cualquiera de los elfos le hubieran llegado a la altura
del estómago; su piel oscura y con peinados tan extraños como el brillo de sus
ojos los delataron como gnomos que vestían chalecos amarillos. Se paraban al
lado de unos postes altos, coronados con una bola de cristal rodeada de
varillas de hierro negro, los trepaban y luego tocaban con la palma abierta las
bolas de cristal. Súbitamente un brillo de color amarillo, blanco o azul claro
iluminaba la calle. El gnomo bajaba satisfecho y continuaba su camino
encendiendo farolas, mientras bromeaba con su amigo al otro lado de la calle.
Pero el espectáculo
de faroleros no era nada comparado al que les esperaba unas calles más arriba.
La multitud apenas y disminuía, una gran variedad de tabernas se empezaban a
llenar de barullo y música alegre de cítaras y flautas salía por las ventanas,
mezclándose con la calle en un revoloteo de notas. Se acercaban a la plaza
principal de Líbermond.
Ahí, en el
horizonte, una estructura brillaba frente al cielo oscurecido. Un edificio que
lentamente aparecía como un monte que se acerca, cuyas paredes de piedra color
hueso eran golpeadas por distintas luces de farola y reflejaban todo el
esplendor de la ciudad contra los transeúntes y los comercios cercanos.
Mientras más se
acercaban, la sorpresa crecía. Los altos muros estaban decorados con varios
niveles de arcos y estatuas diversas posaban en el interior de cada arco. Al
llegar a la plaza principal se encontraron de lleno con el edificio de forma
circular rodeado de jardines y fuentes, varias farolas que apuntaban hacia sus
muros proyectaban sombras imponentes contra las nubes.
Sin embargo, no
parecía haber actividad en su interior, nadie entraba ni salía del magnífico
edificio, ni tampoco le encontraban una utilidad aparente. Pensaron que tal vez
era algún tipo de monumento y eso, para Estrâik, fue el colmo.
—No puede ser tan
enorme y a la vez tan inservible —decía mientras lo rodeaban.
—No es algo que
parezca importar en esta ciudad —dijo Koríntur revisando los comercios de
alrededor.
—A mí me parece un
gran lugar —dijo Hínodel, quien contemplaba maravillada la perfección de la
arquitectura—. Deberíamos pensar en volver en cuanto terminemos el problema con
los incendios.
Esa última frase
sumió al grupo en un nuevo silencio contemplativo. Telperion había acelerado la
marcha, ahora no sólo preocupado por su bosque, sino irritado. No podía evitar
ver a Líbermond como una ciudad frívola y egoísta que, sin embargo, vivía con
relativa paz, mientras que Faunera era devastada por un fuego que no merecía.
En otras
circunstancias, hubieran buscado un lugar para descansar, pero la ciudad
mantenía su actividad aún por la noche.
—Me alegra que la
ciudad se ilumine —dijo Koríntur con sarcasmo—, sino, estaríamos en la penosa
necesidad de dormir.
—Al menos esta noche
descansaremos en una cama —dijo Hínodel.
Estrâik hizo una
seña a Baltho para que se quedara al lado de Telperion y él se rezagó para
cerrar la marcha. El resto del camino no quitó la mano de la empuñadura de la
cimitarra. Aunque hasta el momento habían pasado desapercibidos, alguien podía
adivinar que eran extranjeros. Sentía que eran blanco fácil para los ladrones.
La plaza principal quedó atrás y las
farolas alumbraron calles cada vez más desiertas.
—Ya no me gusta
tanto el lugar —dijo Koríntur entre el silencio. Las calles se hacían estrechas
y, aún con las farolas, una oscuridad solitaria les enfrió la vista. En cada
esquina les asaltaba un pequeño segundo de temor de lo que podía haber a la
vuelta.
—Sigan caminando
—dijo Telperion—. No importa lo que vean, sigan caminando. No queremos llamar
la atención de nadie.
—Nadie se atrevería
—dijo Hínodel, como si quisiera convencerse a sí misma—, es claro que estamos
armados.
—Mientras no sean
más que nosotros —dijo gravemente Estrâik.
Pero una serie de
luces adelante les apartó la mente de los ladrones. Las farolas empezaban a
adoptar colores cada vez más extraños: verdes intensos, violetas que formaban
sombras rosas y rojas que parecían incendiar lo que tocaban.
Además, los
edificios cambiaban en esa parte de la ciudad; dejaban atrás las pequeñas casas
cuadradas de madera, los edificios delgados de dos o tres plantas y los
comercios perfectamente alineados. Ahora eran construcciones perfectamente
redondas o en forma piramidal; aquellos que parecían al principio más normales,
tenían techos como conos torcidos, o grandes domos de cristal blanco. Y sus
entradas eran igual de extrañas: puertas en forma de triángulo invertido, otras
redondas y amplias; unas más estaban enterradas en la tierra y había que bajar
varios escalones.
Aunque todos los
edificios estaban cerrados y no daban señales de que sus propietarios siguieran
despiertos, por las ventanas se filtraban luces de extraños colores o pequeños
aparatos de plata que brillaban en los aparadores. Eran los comercios más
extraños que jamás hubieran visto.
—Llegamos al
Distrito Arcano —dijo Telperion satisfecho—. La Torre de Rólegard no debe de
estar lejos.
—Ve a investigar
—dijo Koríntur sacudiendo a Skrath de su hombro. El cuervo levantó el vuelo de
mala gana, dio una vuelta en el aire y volvió a bajar.
—Ninguna torre —dijo
el cuervo con su vocecita aguda—. Pero hay un terreno cercado. Enorme. Y algo
brilla en el centro.
Sólo eran un par de
calles más hacia el norte, en la dirección que Skrath les indicó, pero a Telperion
le preocupó que no veían sobre los techos ninguna torre.
Dejaron los
edificios irregulares atrás. Cerca de una de las murallas que rodeaban
Líbermond, una enorme explanada era bordeada por una apretada hilera de
barrotes de hierro terminados en punta y sostenidos sobre una pequeña barda de
piedra, cada una de las agujas tenía una luz diminuta y roja en la punta. Justo
como Skrath lo había dicho, no había ninguna torre, sólo unos destellos
plateados flotaban en el aire al centro de la explanada.
Pero nadie en los
alrededores.
—¡Perfecto! —dijo
Koríntur con falsa alegría—. Y yo que temía que no encontráramos la torre.
—No molestes
—Telperion recorrió la reja para encontrar la puerta—. ¡Hola! ¡Alguien! ¡Hola!
—¿Qué vamos a
hacer? —preguntó Hínodel—. No hay nadie.
—Tal vez no es aquí
—dijo Estrâik.
Un cosquilleo
incómodo apareció en la boca del estómago de Telperion. Estaba de noche en una
ciudad desconocida sin saber la ubicación del lugar que buscaba. Cuando todos
guardaban silencio pensando qué hacer, una sombra se movió en la reja.
—¿Quién va? —dijo
una voz ronca y fuerte, aunque hablaba en un susurro. La sombra tomó por
sorpresa a los elfos, quienes no respondieron—. ¿Quién va?
—Buscamos a alguien
—titubeó Telperion.
—Los aprendices no
reciben visitas de noche —dijo la voz en un tono que parecía querer dejar la
situación por la paz.
—Buscamos a un
Maestro —dijo el clérigo de prisa—. Venimos por el Archimago Nigromante.
—Lárguense —dijo sin
elevar la voz—. Vuelvan mañana.
—Es urgente —reclamó
el clérigo aferrándose a la reja, pero en el instante un calor intenso le quemó
las manos. Ahogó un grito de dolor y se soltó, Estrâik lo atrapó a tiempo antes
de que cayera de bruces.
—Si está ebrio es
mejor que se aleje —dijo la sombra—, no me haga llamar a los demás guardias.
—Espere, por favor
—dijo Telperion incorporándose con dificultad—. Soy un viejo amigo del Maestro
Mirdin. Es urgente, necesito su ayuda.
La sombra guardó
silencio un momento.
—¿Tiene pruebas?
—Muéstrele esto
—Telperion se quitó de la mano un anillo con un sello de unicornio—. En cuanto
lo vea, él sabrá quién soy.
De las sombras
surgió una mano cubierta con un guante de cuero, al lado de la punta de una
lanza. Para el guardia, ninguna precaución era excesiva.
—Démelo. Despacio
—Telperion entregó el anillo con cautela—. Más le vale que diga la verdad. Si
el Maestro Mirdin no lo conoce, es mejor que no estén aquí cuando vuelva.
Con un movimiento
fugaz la mano desapareció y algo les hizo sentir que la sombra se había alejado
a gran velocidad.
Sólo pasó un minuto
antes de que oyeran que el guardia volvía a acercarse a la reja.
—El Maestro Mirdin
los recibirá ahora.
Y dio un golpe en el
suelo con su lanza. Pudieron escuchar cómo un numeroso grupo de guardias
encapuchados se acercaban mientras que los barrotes de hierro de la cerca
frente a ellos apagaban el pequeño resplandor de sus puntas y luego se hundían
en la barda que los sujetaba. Para terminar, la pequeña sección de barda que
había quedado sin barrotes se separó por los bordes de los ladrillos, haciendo
una portezuela irregular.
Cuando los elfos
entraron, los guardias se acercaron a ellos y los rodearon. La lanza del que
les hablaba comenzó a brillar e iluminó sus caras. Varios rostros con las caras
cubiertas con pasamontañas los escudriñaron apuntándoles con las lanzas.
—Las manos donde
pueda verlas. No intenten nada y estaremos bien —dijo un poco más relajado el
guardia y caminó hacia la explanada, con el ruido de la barrera
reconstruyéndose tras ellos—. Síganme y no hagan ninguna tontería. Por lo
demás, bienvenidos a la Torre
de la Academia
Rólegard.