Primera Historia - El Palacio del Fuego

"El Tirano Mestizo" es una narración dividida en varias novelas, o 'historias'.
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Y así será mientras el castillo se vea en el fondo de pantalla.

lunes, 20 de febrero de 2012

I. 4.- Líbermond

Tal vez fue que el camino era cuesta abajo o que veían la ciudad más cercana, pero el viaje del día siguiente pareció ligero. Como Estrâik ya lo esperaba, Koríntur estuvo a punto de dormirse durante su guardia, así que despertó un par de horas antes del alba para que el hechicero descansara los ojos.
Con las primeras luces de la mañana, bajaron la colina en la que acamparon, siempre con la imagen de Líbermond en lontananza. El humor de Telperion había mejorado, la ciudad era un símbolo de esperanza para él y se sentía satisfecho de saber que su misión estaba siendo cumplida.
A diferencia de Estrâik, a Hínodel le fascinaba la visión de Líbermond. Aunque era sólo una mancha más pequeña que su mano, las luces que había visto en la noche, abundantes y de distintos colores, presagiaban una ciudad llena de vida y variedad. Mientras seguían caminando, podían ver que la ciudad soltaba destellos en distintas direcciones cuando la tocaban los rayos del sol.
Skrath voló poco en esa parte del viaje, decidió ir en el hombro de Koríntur mientras que Baltho ya no se adelantaba, el camino era bastante claro pues no había nada en el valle que pudiera estorbarles la jornada.
Cuando el cielo empezaba a enrojecer, tenían la ciudad a unos minutos de distancia.

Líbermond era una metrópolis agitada y llena de riquezas. La rodeaba una alta muralla de piedra blanca lisa, decorada con relieves que recorrían toda la mitad de ésta y cuyas almenas estaban hechas de mármol; la muralla iba a enterrarse en las faldas de un cerro que estaba al norte de la ciudad, sobre el cual una serie de puestos de avanzada con banderolas oro y plata marcaban los límites de la ciudad.
Todo el perímetro era vigilado por torres y guardias en cada una de ellas, pero ni las torres, ni las murallas ni los guardias estaban ahí para evitar alguna invasión, sino que eran un sistema de vigilancia constante en la ciudad. Con tanto lujo a la vista, era obvio que Líbermond atrajera cofradías enteras de ladrones.
Aquello que destellaba con el sol era la puerta principal de la ciudad, un portón alto como tres hombres uno sobre otro, hecho enteramente de oro y decorado en sus partes más altas con miles de piedras preciosas pequeñas. Tal riqueza era custodiada por un escuadrón entero de guardias apostados a ambos lados de ella; aunque la pereza con que cumplían esta misión hacía dudar de si realmente podían defenderla.
Estrâik sabía que los druidas hablaban de Líbermond como una ciudad de excesos y superficialidad, pero la visión de un montón de holgazanes en armadura a las afueras de una magnífica puerta de oro era más de lo que había esperado.
Cuando estuvieron cerca de la entrada, iban más cerca unos de otros y Telperion se puso a la cabeza. No sabía si tenía que presentarse o pedir permiso; la visión de tener que adaptar su comportamiento a una nueva ciudad lo ponía realmente nervioso.
Sin embargo los guardias apenas y reaccionaron cuando los vieron acercarse a la puerta de la ciudad. Interrumpieron sus diversas pláticas y guardaron un extraño silencio, mientras escudriñaban a los elfos. Varias de las miradas siguieron particularmente a Hínodel, quien entornó los ojos y siguió caminando cerca de Telperion.
La puerta de oro estaba entreabierta, de manera que cómodamente podían pasar dos hombres, uno al lado del otro. Al llegar a ese punto, los elfos bajaron un poco la velocidad. Uno de los guardias cercanos, con una sombra de barba grisácea y vientre prominente les sonrió.
—Adelante, adelante —dijo amablemente agitando el tarro que tenía en la mano, indicándoles la entrada—. Bienvenidos.
Esa pequeña muestra de cortesía fue la bienvenida a la majestuosa ciudad de Líbermond. Lo que había tras el portón los paralizó.
Ninguno de ellos había visto tanta gente en un solo poblado. Docenas de personas de razas distintas cruzaban las amplias calles adoquinadas de piedra oscura. El rumor de una multitud variada inundaba cada soplo del viento, a ambos lados de la calle principal varios negocios atraían a los visitantes con letreros pintados vistosamente y sus mercancías iban desde objetos de uso diario hasta réplicas excéntricas y costosas de éstos. Una larga fila de tiendas de semillas y hierbas de olor terminaba en un edificio grande y púrpura, en el que se vendían túnicas y ropas de uso diario, donde ninguna era igual a la otra.
Las calles que recorrían paralelamente la muralla estaban abarrotadas de armerías y establos. Amplias caballerizas despedían su particular olor a heno y excremento, mientras los relinches y los golpes de las forjas aumentaban el barullo general y unas gruesas columnas de vapor, seguidas de un par de exhalaciones de humo de madera se esparcían por las calles.
Cerca de la puerta había otro puesto de vigilancia, lleno de guardias que se entretenían jugando a los dados sobre una mesa improvisada con tablones y bebían entre risas y bromas vulgares.
—Aquí estamos —dijo Estrâik, irritado por la cantidad de gente—. ¿A dónde hay que ir?
—Primero, a un lugar donde podamos hablar tranquilamente —dijo Telperion, subiendo la voz y echando a andar por la calle—. No te separes, Hínodel.
Ella y Koríntur, por el contrario, estaban encantados por la ciudad. Aunque siempre se agradecía la quietud del bosque y el silencio de los pueblos pequeños, la cantidad de vida ahí reunida despertaba la emoción de los hechiceros. El sol estaba a punto de ocultarse y nadie en Líbermond se veía preocupado por tener que volver a casa.
Telperion contó la cantidad de calles que avanzaron y midió sus pasos, el sólo llegar a la primera plaza que encontraron había sido camino suficiente para recorrer todo lo largo de Farbonta, y estaba seguro de que aquello no era ni una cuarta parte de Líbermond.
—Esto es todo lo que esperaba —dijo Koríntur contento y se encaminó hacia una taberna en las orillas de la plaza de forma circular.
—Tenemos que elegir bien —dijo Telperion sujetándole la capa—. No tenemos mucho dinero y nada de aquí parece barato.
En el centro de la plazuela había una fuente donde los ciudadanos se sentaban a hablar y descansar de su paseo por el lugar. Baltho y Skrath aprovecharon para calmar su sed y Hínodel para mojar sus manos.
—Hay que ir al Distrito Arcano —dijo Telperion apoyándose en su bastón y contemplando su alrededor—. El mago que buscamos se llama Mirdin, es un Archimago de la Escuela de Nigromancia, en la Academia Rólegard.
—¿Hay una escuela de magia aquí? —dijo Koríntur mientras echaba agua sobre Skrath, tratando de hacerlo caer.
—Según Mirdin, Líbermond tiene una antigua tradición de enseñanza mágica. También me ha descrito la torre Rólegard, así que no será difícil encontrarla. Pero me temo que hay que recorrer el resto de la ciudad, la torre se encuentra en el noreste.
—Podríamos llegar ahí antes de que anochezca, si seguimos caminando —dijo Estrâik, que parecía querer terminar los asuntos en Líbermond lo más rápido posible.
—¿No podemos comer antes? —insistió Koríntur—. Caminamos todo el día sin detenernos.
—Además hay tanto que ver —dijo Hínodel con la mirada fija en un aparador que vendía distintas esculturas hechas de cristal.
—Me temo que nuestra misión es demasiado urgente como para detenernos a mirar —dijo Telperion viendo cómo el cielo se oscurecía. La cantidad de edificios y de gente acrecentaban las sombras en el lugar. Con la luz que había, el clérigo recordó que aún se podía caminar por las callejuelas de Farbonta, pero en la ciudad todo se veía extrañamente oscurecido.
—Andando, entonces —dijo Estrâik y Baltho dejó el agua de la fuente para reunirse con él. Koríntur se retrasó al llamara a Skrath, que se revolcaba en el agua intentando mojarlo.
La gente en Líbermond era demasiado variada como para centrar su atención en la comitiva de elfos. Humanos, medianos y otros elfos formaban el grueso de la población, aunque vieron salir de una taberna a un numeroso grupo de enanos que cantaban alegremente con las caras enrojecidas.
Ni siquiera Baltho llamaba la atención, pues los animales desfilaban en los mercados y las calles. Caballos, cerdos y cabras, incluso vacas y un par de osos con cadenas al cuello; todos mansos y domesticados. Y aunque Baltho, por el contrario, lucía salvaje y agresivo, pasaba desapercibido por la tranquilidad con que iba al lado de su amo.
Avanzaron por la calle hacia el norte y cuando parecía que la ciudad quedaría en penumbras, surgieron unas luces frente a ellos. A ambos lados de la calle caminaban unas personas pequeñas que a cualquiera de los elfos le hubieran llegado a la altura del estómago; su piel oscura y con peinados tan extraños como el brillo de sus ojos los delataron como gnomos que vestían chalecos amarillos. Se paraban al lado de unos postes altos, coronados con una bola de cristal rodeada de varillas de hierro negro, los trepaban y luego tocaban con la palma abierta las bolas de cristal. Súbitamente un brillo de color amarillo, blanco o azul claro iluminaba la calle. El gnomo bajaba satisfecho y continuaba su camino encendiendo farolas, mientras bromeaba con su amigo al otro lado de la calle.
Pero el espectáculo de faroleros no era nada comparado al que les esperaba unas calles más arriba. La multitud apenas y disminuía, una gran variedad de tabernas se empezaban a llenar de barullo y música alegre de cítaras y flautas salía por las ventanas, mezclándose con la calle en un revoloteo de notas. Se acercaban a la plaza principal de Líbermond.
Ahí, en el horizonte, una estructura brillaba frente al cielo oscurecido. Un edificio que lentamente aparecía como un monte que se acerca, cuyas paredes de piedra color hueso eran golpeadas por distintas luces de farola y reflejaban todo el esplendor de la ciudad contra los transeúntes y los comercios cercanos.
Mientras más se acercaban, la sorpresa crecía. Los altos muros estaban decorados con varios niveles de arcos y estatuas diversas posaban en el interior de cada arco. Al llegar a la plaza principal se encontraron de lleno con el edificio de forma circular rodeado de jardines y fuentes, varias farolas que apuntaban hacia sus muros proyectaban sombras imponentes contra las nubes.
Sin embargo, no parecía haber actividad en su interior, nadie entraba ni salía del magnífico edificio, ni tampoco le encontraban una utilidad aparente. Pensaron que tal vez era algún tipo de monumento y eso, para Estrâik, fue el colmo.
—No puede ser tan enorme y a la vez tan inservible —decía mientras lo rodeaban.
—No es algo que parezca importar en esta ciudad —dijo Koríntur revisando los comercios de alrededor.
—A mí me parece un gran lugar —dijo Hínodel, quien contemplaba maravillada la perfección de la arquitectura—. Deberíamos pensar en volver en cuanto terminemos el problema con los incendios.
Esa última frase sumió al grupo en un nuevo silencio contemplativo. Telperion había acelerado la marcha, ahora no sólo preocupado por su bosque, sino irritado. No podía evitar ver a Líbermond como una ciudad frívola y egoísta que, sin embargo, vivía con relativa paz, mientras que Faunera era devastada por un fuego que no merecía.
En otras circunstancias, hubieran buscado un lugar para descansar, pero la ciudad mantenía su actividad aún por la noche.
—Me alegra que la ciudad se ilumine —dijo Koríntur con sarcasmo—, sino, estaríamos en la penosa necesidad de dormir.
—Al menos esta noche descansaremos en una cama —dijo Hínodel.
Estrâik hizo una seña a Baltho para que se quedara al lado de Telperion y él se rezagó para cerrar la marcha. El resto del camino no quitó la mano de la empuñadura de la cimitarra. Aunque hasta el momento habían pasado desapercibidos, alguien podía adivinar que eran extranjeros. Sentía que eran blanco fácil para los ladrones.

La plaza principal quedó atrás y las farolas alumbraron calles cada vez más desiertas.
—Ya no me gusta tanto el lugar —dijo Koríntur entre el silencio. Las calles se hacían estrechas y, aún con las farolas, una oscuridad solitaria les enfrió la vista. En cada esquina les asaltaba un pequeño segundo de temor de lo que podía haber a la vuelta.
—Sigan caminando —dijo Telperion—. No importa lo que vean, sigan caminando. No queremos llamar la atención de nadie.
—Nadie se atrevería —dijo Hínodel, como si quisiera convencerse a sí misma—, es claro que estamos armados.
—Mientras no sean más que nosotros —dijo gravemente Estrâik.
Pero una serie de luces adelante les apartó la mente de los ladrones. Las farolas empezaban a adoptar colores cada vez más extraños: verdes intensos, violetas que formaban sombras rosas y rojas que parecían incendiar lo que tocaban.
Además, los edificios cambiaban en esa parte de la ciudad; dejaban atrás las pequeñas casas cuadradas de madera, los edificios delgados de dos o tres plantas y los comercios perfectamente alineados. Ahora eran construcciones perfectamente redondas o en forma piramidal; aquellos que parecían al principio más normales, tenían techos como conos torcidos, o grandes domos de cristal blanco. Y sus entradas eran igual de extrañas: puertas en forma de triángulo invertido, otras redondas y amplias; unas más estaban enterradas en la tierra y había que bajar varios escalones.
Aunque todos los edificios estaban cerrados y no daban señales de que sus propietarios siguieran despiertos, por las ventanas se filtraban luces de extraños colores o pequeños aparatos de plata que brillaban en los aparadores. Eran los comercios más extraños que jamás hubieran visto.
—Llegamos al Distrito Arcano —dijo Telperion satisfecho—. La Torre de Rólegard no debe de estar lejos.
—Ve a investigar —dijo Koríntur sacudiendo a Skrath de su hombro. El cuervo levantó el vuelo de mala gana, dio una vuelta en el aire y volvió a bajar.
—Ninguna torre —dijo el cuervo con su vocecita aguda—. Pero hay un terreno cercado. Enorme. Y algo brilla en el centro.
Sólo eran un par de calles más hacia el norte, en la dirección que Skrath les indicó, pero a Telperion le preocupó que no veían sobre los techos ninguna torre.
Dejaron los edificios irregulares atrás. Cerca de una de las murallas que rodeaban Líbermond, una enorme explanada era bordeada por una apretada hilera de barrotes de hierro terminados en punta y sostenidos sobre una pequeña barda de piedra, cada una de las agujas tenía una luz diminuta y roja en la punta. Justo como Skrath lo había dicho, no había ninguna torre, sólo unos destellos plateados flotaban en el aire al centro de la explanada.
Pero nadie en los alrededores.
—¡Perfecto! —dijo Koríntur con falsa alegría—. Y yo que temía que no encontráramos la torre.
—No molestes —Telperion recorrió la reja para encontrar la puerta—. ¡Hola! ¡Alguien! ¡Hola!
­—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Hínodel—. No hay nadie.
—Tal vez no es aquí —dijo Estrâik.
Un cosquilleo incómodo apareció en la boca del estómago de Telperion. Estaba de noche en una ciudad desconocida sin saber la ubicación del lugar que buscaba. Cuando todos guardaban silencio pensando qué hacer, una sombra se movió en la reja.
—¿Quién va? —dijo una voz ronca y fuerte, aunque hablaba en un susurro. La sombra tomó por sorpresa a los elfos, quienes no respondieron—. ¿Quién va?
—Buscamos a alguien —titubeó Telperion.
—Los aprendices no reciben visitas de noche —dijo la voz en un tono que parecía querer dejar la situación por la paz.
—Buscamos a un Maestro —dijo el clérigo de prisa—. Venimos por el Archimago Nigromante.
—Lárguense —dijo sin elevar la voz—. Vuelvan mañana.
—Es urgente —reclamó el clérigo aferrándose a la reja, pero en el instante un calor intenso le quemó las manos. Ahogó un grito de dolor y se soltó, Estrâik lo atrapó a tiempo antes de que cayera de bruces.
—Si está ebrio es mejor que se aleje —dijo la sombra—, no me haga llamar a los demás guardias.
—Espere, por favor —dijo Telperion incorporándose con dificultad—. Soy un viejo amigo del Maestro Mirdin. Es urgente, necesito su ayuda.
La sombra guardó silencio un momento.
—¿Tiene pruebas?
—Muéstrele esto —Telperion se quitó de la mano un anillo con un sello de unicornio—. En cuanto lo vea, él sabrá quién soy.
De las sombras surgió una mano cubierta con un guante de cuero, al lado de la punta de una lanza. Para el guardia, ninguna precaución era excesiva.
—Démelo. Despacio —Telperion entregó el anillo con cautela—. Más le vale que diga la verdad. Si el Maestro Mirdin no lo conoce, es mejor que no estén aquí cuando vuelva.
Con un movimiento fugaz la mano desapareció y algo les hizo sentir que la sombra se había alejado a gran velocidad.
Sólo pasó un minuto antes de que oyeran que el guardia volvía a acercarse a la reja.
—El Maestro Mirdin los recibirá ahora.
Y dio un golpe en el suelo con su lanza. Pudieron escuchar cómo un numeroso grupo de guardias encapuchados se acercaban mientras que los barrotes de hierro de la cerca frente a ellos apagaban el pequeño resplandor de sus puntas y luego se hundían en la barda que los sujetaba. Para terminar, la pequeña sección de barda que había quedado sin barrotes se separó por los bordes de los ladrillos, haciendo una portezuela irregular.
Cuando los elfos entraron, los guardias se acercaron a ellos y los rodearon. La lanza del que les hablaba comenzó a brillar e iluminó sus caras. Varios rostros con las caras cubiertas con pasamontañas los escudriñaron apuntándoles con las lanzas.
—Las manos donde pueda verlas. No intenten nada y estaremos bien —dijo un poco más relajado el guardia y caminó hacia la explanada, con el ruido de la barrera reconstruyéndose tras ellos—. Síganme y no hagan ninguna tontería. Por lo demás, bienvenidos a la Torre de la Academia Rólegard.