Primera Historia - El Palacio del Fuego

"El Tirano Mestizo" es una narración dividida en varias novelas, o 'historias'.
Actualmente estás leyendo la Segunda Historia: el Reino de la Guerra.
Y así será mientras el castillo se vea en el fondo de pantalla.

jueves, 15 de noviembre de 2012

I. 8.- De un peligro a otro


La plaza principal estaba aún lejana y las calles que la noche anterior habían visto tan llenas de gente estaban extrañamente solitarias. Bélial se puso a la retaguardia y miró por el rabillo del ojo los tejados que dejaban atrás.
—¡Adelante! —gritó Koríntur y Skrath elevó el vuelo para mezclarse con la oscuridad de la noche. Estrâik desenvainó la cimitarra, recordaba haber visto en la mesa al menos a una docena de ladrones y sospechaba que afuera debía haber más. La luz del Coliseo se acercaba y en la calle aparecieron algunos pobladores que se apartaban del camino asustados. Bélial echó un vistazo al frente.
—¡Alto! —gritó frenando en seco. Los demás elfos apenas y pudieron detenerse—. ¡Regresen!
Antes de que pudiera preguntar el por qué, Telperion era empujado en dirección opuesta por Hínodel. Frente a ellos, apenas a una calle de distancia de la plaza principal, dos siluetas emergían de las esquinas, pero no fueron tras ellos.
Algo pasó zumbando cerca de la oreja de Hínodel.
—¡Nos están disparando!
Bélial observó los tejados, corrían hacia el grupo de ladrones, tenían que llegar a la esquina antes que ellos. Skrath descendió del cielo y voló cerca de Koríntur.
—¿A dónde van? —graznó alarmado—. ¡Es para el otro lado!
Otro par de saetas pasó zumbando sobre ellos. Una de ellas se clavó en la casa que marcaba la siguiente esquina, Bélial la arrancó de un jalón y corrió más lento.
—¡Por aquí, deprisa! —dijo señalando una de las calles. Dio un silbido largo y levantó la saeta. Cuando los elfos llegaron para dar vuelta a la esquina, pudieron ver cómo un par de hombres saltaban desde el tejado y otros más llegaban hasta el borde de éste. Hínodel se volvió para ver el por qué del retraso de Bélial.
Todo ocurrió en un segundo. Bélial se hundió en una oscuridad repentina. Los ladrones del tejado saltaron y los que estaban en la calle desaparecieron. Tan pronto como se esfumó, Bélial apareció corriendo por la calle y un estruendo de hombres chocando se escuchó detrás de él.
—¡Sigan! —le gritó a los elfos que habían bajado la velocidad. Corrieron paralelos a la plaza principal unos segundos cuando escucharon de nuevo las saetas zumbar tras ellos.
—¡Son muchos! ¡Muchos! —graznaba sin parar Skrath.
—¡Busca una calle libre! —le gritó desesperado Koríntur. El cuervo aceleró atropelladamente elevándose sobre las casas. Más personas aparecían en las calles y se apartaban extrañadas del grupo que huía, aunque la presencia de más gente hacía que los ladrones dejaran de dispararles.
Skrath salió súbitamente de una esquina, asustando a los elfos.
—¡Por aquí! —con algunos traspiés dieron la vuelta y volvieron a correr entre las presiones del cuervo—. ¡Rápido, rápido!
—¡Druida, tú conmigo! —gritó Bélial desenvainando la espada y corrió por el lado izquierdo de la calle. Estrâik corrió a su lado mientras se acercaban a la última esquina antes de la plaza central—. ¡Ya!
Cuando llegaron a la esquina, Bélial lanzó un tajo de espada a la calle que doblaba a la izquierda, y un grito ahogado de dolor resonó en la oscuridad. Al mismo tiempo, Estrâik soltaba un golpe de cimitarra que detuvo a otro de los hombres. Cuando pasaron al lado de sus compañeros, el resto de los elfos vio a la media docena de hombres que los alcanzaba por esa calle. Con un jalón, Bélial le indicó a Estrâik que siguieran corriendo. Los ladrones les pisaban los talones cuando estaban ya cerca de la Plaza Central. Koríntur se detuvo un momento y con toda la agilidad que el cansancio le permitió, agitó las manos en el aire.
¡Jactum magicus! —un intenso destello azul se desprendió de su mano y cruzó la calle, yendo a explotar a unos centímetros detrás de Estrâik y Bélial. Un hombre cayó de bruces y los elfos pudieron salir a la Plaza.
Siguieron su huída hasta que llegaron al cúmulo de comercios alrededor del Coliseo, donde sentían que la afluencia de gente les daría protección. Skrath descendió y caminaba nervioso en el suelo al lado de Koríntur.
—Siguen ahí… siguen ahí…
—Cállate. ¿Y ahora qué? —Koríntur se volvía nervioso a todos lados, esperando un ataque en cualquier momento.
—A planear el escape —dijo Bélial—. No es su costumbre atacar con tanta gente viendo. Pero no podemos quedarnos aquí, la plaza se vaciará tarde o temprano.
—Nunca me gustó esta ciudad —dijo Telperion.
—Será peligroso tratar de llegar a la puerta principal —siguió Bélial, bebiendo agua de una fuente—. Lo mejor será correr por la avenida del sur, no hay tanta gente, pero tampoco está vacía. Debemos arriesgarnos. Ahora mismo deben estar rodeando la plaza para saber por dónde nos iremos.
—¿Todo esto por dos flechas de plata? —dijo Hínodel, más preocupada que molesta.
—La plata de unicornio tiene fuertes poderes curativos, hermana —dijo Estrâik—. Puede limpiar el veneno de cualquier líquido o comida con sólo tocarlo un momento, basta sostenerlo en la mano para evitar la insolación y puede relajar el dolor de cualquier herida causada por el fuego, por eso los unicornios se han estado curando unos a otros.
—Los aristócratas pagan fortunas por llevar plata de unicornio entre sus joyas —dijo Bélial—. Con un solo pendiente de plata de unicornio pude pagarle mi deuda a Garulf, comprar todos sus cerdos e invitar cerveza a los que ahí estaban hasta que se acabara. Haz cuentas de cuántos pendientes hay en esas dos flechas, linda.
Hínodel estaba a punto de replicar cuando Baltho comenzó a gruñir, pero no en la dirección en la que habían llegado, sino cerca de ellos, en la misma plaza.
—¿Qué pasa, amigo? —Estrâik se arrodilló a su lado—. ¿Puedes olerlos?
—Hormigas —Bélial sonrió nervioso—. Ladrones entre las multitudes. No son buenos peleando, pero nos van a obligar a salir.
—¿Qué hacemos ahora? —Telperion buscó entre la multitud a los ladrones.
—Caminen —dijo Bélial—. Y cuando les diga, corran.
Los elfos se encaminaron hacia la avenida del sur, el primer camino que habían recorrido al llegar a la ciudad. Baltho se movía inquieto al lado de Estrâik y Skrath se había escondido en la mochila de Koríntur. Hínodel miró sobre su hombro, podía sentir que un grupo los seguía de cerca con calma. En una vista fugaz hacia la avenida, vio siluetas moverse por el techo.
—Bélial…
—¡Corran! —gritó Bélial. Al entrar en la avenida, pudieron oír claramente los pasos en los techos de las casas. La gente se apartaba de su camino, algunos insultos se oían a lo lejos, pero mientras hubiera gente en la avenida estarían a salvo.
—¡La calle está bloqueada! —gritó Estrâik con frustración.
El resto de los elfos tardó un momento en ver lo que los ojos del druida ya habían alcanzado. Un par de calles al frente, un carruaje se había volcado y la gente y el cargamento ocupaban todo el ancho de la avenida.
—¡Por acá! —gritó Bélial, llevándolos por una calle hacia el oeste. Una calle larga y oscura, perfecta para una emboscada.
—Lo han hecho a propósito —dijo Telperion, respirando con dificultad. Y en ese momento dejaron de correr. Varias sombras cerraban el paso al final de la calle. Unos pasos sobre ellos les hicieron saber que otros cuantos aún los seguían desde el techo.
—¿Ahora qué, Bélial? —murmuró Koríntur. Los hombres al final de la calle los veían sin moverse—. ¿Bélial?
—Estoy pensando…
—No se preocupen —dijo tranquilamente uno de los hombres entre las sombras—. Sólo dejen sus pertenencias en el suelo y pueden irse. Con calma.
Los elfos se removieron nerviosos. Un par de golpes secos detrás de ellos les indicaron que algunos de los ladrones habían bajado del techo. Hínodel los vio por el rabillo del ojo y contó cuatro.
—Tengo una idea —murmuró.
—¿Es segura? —preguntó Telperion.
—No.
—¿Es buena?
—Tampoco.
—Suficiente para mí —dijo Bélial—. Adelante.
Hínodel tomó aire. Se dio la vuelta y soltó un grito de terror, un grito largo y agudo. Los ladrones se sobresaltaron. En un segundo, pudieron verse a algunas de las personas que atendían el carruaje asomarse por la esquina de la calle. Estrâik desenvainó y echó a correr hacia los ladrones. Por la conmoción, éstos apenas tuvieron tiempo de reaccionar con sus dagas. Los demás también arremetieron, haciendo el amago de un ataque, no pretendían enfrentarse a los ladrones.
—¡Que no escapen! —gritó el primer ladrón. Varias saetas volaron hacia ellos. Telperion, que siempre quedaba en la retaguardia por el peso de la armadura, se valió de esta y del escudo para detener algunas de ellas.
Al final de la calle la gente se había movilizado e iluminaban el camino con antorchas. Hínodel volvió a gritar y algunos hombres entraron en la calle.
—¡Justicia! ¡Justicia! —gritaban los pobladores, llamando a los guardias de la ciudad. Cuando oyeron estos gritos, los ladrones dejaron de disparar. Telperion, que corría volteando a los lados, vio que las sombras se quedaban atrás y se perdían en la noche.
Al llegar al final de la calle, Hínodel fingió un último sollozo. De inmediato, varios pobladores la recibieron y la rodearon.
Cuando los elfos llegaron corriendo, varios brazos los sujetaron y algunas lanzas apuntaban hacia ellos. Los guardias de la ciudad habían llegado a tiempo.
—¿Qué pretendían hacer? —gritó feroz uno de ellos.
—¿Qué quiere decir? —dijo confundido Koríntur.
—¡Qué suerte que estábamos aquí! Pobre mujer.
—¡Cárcel! ¡Justicia! —gritaban los pobladores.
—¡Somos sus amigos! —dijo desesperado Telperion.
—¡Es verdad! —gritó Hínodel—. Vienen conmigo.
—¿Y por qué los gritos?
—Ladrones… nos atacaron… —dijo Hínodel, con voz inofensiva. Ninguno de los elfos la había visto así, en una delicadeza tan exagerada.
Los pobladores murmuraban preocupados.
—¿A dónde se dirigían? —volvió a preguntar el guardia.
—A la puerta principal —dijo Bélial—. Extranjeros que iban de salida.
—Los escoltaremos hasta la puerta —dijo el guardia y dio la orden de que soltaran a los elfos.
El resto del camino lo hicieron con algunos guardias alrededor, mientras oían al primero gruñir en contra de los ladrones y de los mismos elfos.
—¿Cómo se les ocurre? —decía—. Ésta puede ser una ciudad muy peligrosa, no debieron salir de noche si no la conocen. Mucho menos si vienen con una mujer indefensa.
Hínodel se tapaba la cara con las manos, sollozando. Al verla, los guardias se juntaban más entre ellos e hinchaban el pecho, orgullosos de cumplir con su deber.
Al cabo de unos minutos la muralla de Líbermond apareció ante ellos, al igual que la enorme puerta de oro. En el umbral de ésta más guardias comían algo que se calentaba en una fogata. Al ver a Hínodel llorando, el que debía ser el capitán se acercó preocupado.
—Fueron atacados por ladrones —informó el guardia—. Hay que avisar a las torres de vigilancia, son extranjeros que dejarán la ciudad; asegúrense de que los vigías no dejen pasar a nadie más de éste lado del muro.
—¡Gracias! —dijo Hínodel, tomando una de las manos del guardia—. ¡No sé qué hubiéramos hecho sin ustedes! Tal vez… tal vez…
Y volvió a llorar.
—Yo… nosotros, sólo… cumplíamos nuestro deber —dijo el guardia con semblante heroico. Y a una orden, él y su comitiva de soldados desaparecieron. Koríntur sonrió y rodeó a Hínodel con un brazo, mientras ésta aún se cubría la cara. Justo cuando iban a cruzar la puerta, otro de los guardias los detuvo.
—Tú no eres un extranjero —dijo. Era pequeño, rollizo y tenía la cara perlada de sudor y cebo—. Sierva negra.
Bélial se detuvo. Ninguno de sus compañeros vio cuándo se había echado la capucha a la cabeza.
—Sierpe. Es Sierpenegra, Gruto.
Bélial se encaró con el guardia, el cual le llegaba hasta el pecho.
—Esto no le va a gustar a Garulf —dijo con una sonrisa desagradable.
—No, no. He comprado mi libertad —dijo Bélial—. Garulf ha consentido. Puedo irme.
—Ajá, Garulf… ¿y nosotros? —dijo Gruto y otro grupo de guardias se acercó—. ¿Ya tienes nuestro dinero?
—Eso… —Bélial se volvió incómodo hacia los elfos. Telperion resopló enojado—. Soy un hombre de palabra, juré pagarte…
—Y yo te creo, si no sales de la ciudad —dijo Gruto—. Te cubrí la espalda un montón de veces, tal vez sean crímenes de los que nadie se acuerde, pero aún son cosas por las que te puedo meter a un calabozo en este momento…
—Gruto…
—¿Te seguían los ladrones? Haz de traer algo muy valioso —el guardia escupió y se limpió la boca con el dorso de la mano—. Yo les puedo decir a dónde fuiste… o le doy la orden a los vigías de que nadie salga de aquí. Como tú quieras.
Los elfos se acercaron a Bélial. Telperion dio un paso adelante.
—Estoy seguro de que hay algún modo…
—No, no, está bien —dijo Bélial levantando la mano, luego se volvió a Gruto y sonrió—. Contigo no se puede jugar, Gruto. Por eso podemos llevarnos bien —Bélial abrió su mochila y sacó un costalito lleno de monedas—. Cuéntalas. Son cerca de sesenta monedas de platino. El equivalente a seiscientas piezas de oro. ¿Con eso basta?
Gruto recibió el saco con sorpresa y los elfos se volvieron extrañados a Bélial, éste les guiñó un ojo. Gruto examinó el contenido del saco, tomó una moneda y la lamió.
—¡No es falsa! —volvió a escupir—. ¿De dónde la sacaste?
—¿Cómo que de dónde? Ahorros, trabajo, amistades.
—Me suena a que es dinero sucio.
—Pero ahora es tú dinero sucio, ¿no? —dijo Bélial sonriéndole. Gruto pensó un momento antes de sonreírle.
—Que tengan un buen viaje. Caballeros. Señorita.
—Eso pensé. Ten una buena noche, Gruto —dijo Bélial echándose la capucha en la cabeza.
—¡Eh! ¡Selva negra! —gritó el guardia mientras se alejaba de la puerta—. Acuérdate que me debes más que esto. Más te vale regresar a pagarme.
—¡Tienes mi palabra! —le gritó el bardo. Después de algunos pasos, cuando el rumor de la ciudad quedó atrás, Hínodel se detuvo y encaró a Bélial.
—¡Todo este tiempo tuviste dinero y nos hiciste gastarlo a nosotros!
—Tú no eres la única capaz de engañar a la gente, linda —Bélial le sonrió amistosamente—. Debo reconocer que llorar es un truco que nunca se me hubiera ocurrido.
—Tú vas a llorar si no nos pagas ya mismo —dijo la elfa llevando las manos a la ballesta.
—¡Calma, calma! De acuerdo, aquí está —Bélial sacó de la mochila cuatro bolsas más de monedas, era todo lo que quedaba dentro de ella—. Aquí están… en total deben ser unas setecientas piezas de oro. El doble que dieron por mí. Gracias, les dije que les pagaría.
Y dio las bolsas de oro a Telperion.
—Pe… pero, ¿cómo? ¿De dónde? —balbuceó el clérigo.
—Garulf sigue siendo un semiorco —dijo Bélial—. Son fuertes pero estúpidos. ¡No le iba a dejar mi lira sin recibir algo a cambio! Cometió el error de confiarme dónde guardaba su dinero. Para cuando se entere de lo que pasó, estaremos muy lejos —Telperion no sabía si agradecer el dinero o lanzárselo a Bélial a la cara—. No te preocupes. Es dinero limpio. Esa lira valía más de lo que crees. Andando, lo mejor será empezar a alejarnos. No quiero imaginar la cara de Garulf cuando se entere que cambió su fortuna por un par de cuerdas.
El músico sonrió hacia el campo abierto y se desperezó estirando los brazos. Estrâik acarició a Baltho y se puso a la cabeza del grupo, al lado del bardo, rumbo al sur. Telperion y Hínodel intercambiaron una mirada severa antes de echar a andar con los demás, preguntándose aún si había sido una buena idea llevarlo.
—Y yo que te iba a preguntar por qué tenías problemas con la ley —dijo Koríntur emparejando a Bélial en el camino—. Pero veo que sería una historia muy larga y por ahora no tengo ganas de escuchar.

Los clérigos oraban en silencio. Cuando terminó de repartir las bendiciones, Valrya decidió dar una última vuelta por el jardín trasero del Gran Roble. Bajó las escaleras de piedra, hasta el túmulo que días antes habían consagrado al unicornio quemado. Cerca del lugar, en un ligero resplandor plateado, Halvaradian le hacía guardia recostado sobre la hierba.
­—¿Cómo se sienten las heridas? —preguntó Valrya.
—Como deberían después de algunos días: secas —dijo el unicornio—. Molestan más de lo que duelen.
Valrya levantó su símbolo sagrado en señal de bendición y volvió a subir las escaleras. Se detuvo en el último escalón para aspirar la brisa nocturna, pero no había nada de tranquilidad en el joven. Ningún unicornio había sido atacado las últimas noches —al menos, no se había enterado—, sin embargo, no era la proximidad de un ataque lo único que le inquietaba, sino la ausencia de Telperion hacia una ciudad desconocida. Los pobladores de Farbonta se encontraban bastante desmoralizados con los incendios, si algo llegaba a ocurrirle al clérigo en jefe del templo…
Una ráfaga de aire interrumpió sus pensamientos. No era fuerte, era una corriente que soplaba desde el este. Una corriente que olía a humo.
Los cascos de Halvaradian chocaron con la piedra de las escaleras. El unicornio resoplaba preocupado.
—¿Lo has olido?
—No puede ser —dijo el joven clérigo, invadido por el miedo.
Entre las sombras del bosque, detrás de las siluetas de los árboles, podía verse un brillo rojo e intenso. Halvaradian se alborotó presa del miedo; Valrya, en cambio, no podía moverse. La luz oscilante era todo lo que se veía en el bosque, lejana y sin embargo temible. A la distancia podía escucharse el crepitar de las llamas, como una bestia herida y furiosa gritando desde las profundidades de la oscuridad.
El joven clérigo corrió de vuelta al Gran Roble, mientras una inmensa columna de humo negro se elevaba en el cielo nocturno. Tan amenazante que el manto celeste parecía haber palidecido.

jueves, 8 de noviembre de 2012

I. 7.- Plata de unicornio



El ruido metálico de la reja al abrirse les previno del guardia que se había acercado sin llamar la atención.
—El maestro Mirdin los espera —dijo y la luz de la lanza brilló en sus lentes. Los terrenos de la Academia se habían llenado de guardias tan rápido como ésta se había unido con las sombras. Varias siluetas marchaban haciendo ronda a su alrededor.
—Después de esto, buscaremos tu anillo —dijo Hínodel al lado de Telperion, mientras caminaban detrás del guardia.
—Eso es lo que quiere que hagamos —dijo el clérigo con la voz tensa.
—Entonces… ¿que se lo quedé?
—No puedo dejar ese anillo en manos de cualquiera. Es un sello distintivo del clero de Ehlonna.
—Será un problema dar con él —dijo Estrâik—. En una ciudad tan grande.
—No —aseguró Telperion—, estará justo donde lo encontramos. Esperándonos.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Hínodel. Por respuesta Telperion se volvió a ella y le sonrió con pena. La elfa entendió e hizo una mueca de desagrado.
El zumbido se crecía conforme se acercaban a la torre, una imagen como de cristal muy pulido era el único indicio de las escaleras. Pero Mirdin no estaba en ellas esta vez, el guardia avanzó frente a ellos y abrió la puerta invisible, revelando el majestuoso recibidor en penumbras, donde el zumbido exterior y el viento de la noche guardaban un silencio sustituido por el calor de las esferas lumínicas en el techo.
—Aguardaremos un minuto —dijo el guardia.
Los elfos esperaron en silencio conteniéndose incluso para respirar. En la solemnidad de la sala flotaba un aire distinto al de la noche anterior, una opresión o una densidad extraña. Koríntur pensó que debía ser que tenía un mejor recuerdo del lugar, o que la última vez no había pasado tanto tiempo sin moverse.
Telperion tuvo un mal presentimiento cuando una sombra alargada apareció en el rellano de la escalera. No era Mirdin. Era otro mago, un poco más alto y de piel morena, con una barba pequeña de perilla y la cabeza rapada excepto por una pequeña porción en la parte trasera de la coronilla, donde el cabello estaba amarrado en una coleta, todo de un brillante color negro. El mago se envolvía en una túnica igual a la de Mirdin pero en lugar de detalles púrpuras, éstos eran rojos e intensos y el broche de la capa era un ópalo de fuego que centelleaba con cada paso de su portador.
—¿Ustedes qué hacen aquí? —su voz era grave y segura—. ¿Por qué ha dejado entrar a estos desconocidos?
—Órdenes del maestro Mirdin, señor —dijo el guardia con respeto.
—Pues hay que recordarle a Mirdin que está prohibido que los extraños entren en la Academia. Sobre todo a estas horas.
—Le aseguro que no hay de qué preocuparse —Telperion intentó sonar tranquilo—. Somos amigos de Mirdin y no tenemos ninguna mala intención.
—No puedo asegurar eso —dijo el mago con gesto despectivo.
—Pero yo sí —la amable voz de Mirdin bajo desde las escaleras. El mago caminaba lentamente sonriendo con calma al grupo. Entre las manos sostenía un paquete alargado envuelto en lo que parecía ser seda. A pesar de su carácter risueño, los ojos de Mirdin dejaban ver el cansancio de una larga jornada de trabajo.
—¿Entonces le parece correcto pasar por alto las reglas de la Academia sólo por sus amistades, maestro? —dijo el mago con una solemnidad que rayaba en la amenaza.
—De ningún modo, Vortigern, de ningún modo. Tampoco me parece correcto dejarlos esperando afuera cuando las calles se vuelven inseguras. Sólo han venido a hacerme una consulta.
Los dos magos se sostuvieron la mirada un segundo. El mago al que Mirdin había llamado Vortigern cruzó los brazos arremolinando su túnica y dijo con una calma aún más amenazante.
—Confío en su buen juicio, maestro Mirdin. Por eso sé que dada la inseguridad, no dejará que nadie ajeno a la Academia se hospede aquí. Habiendo tantas tabernas en la ciudad. La noche aún es joven y además —agregó con una desagradable sonrisa y mirando de soslayo las armas de los elfos—, dudo que sus amigos estén indefensos. Lamento las molestias.
Hizo una breve reverencia al Nigromante y se fue ondeando su capa escaleras arriba.
—Gracias por traerlos, Céfirus —Mirdin hizo una inclinación de cabeza hacia el guardia—. Por favor, espera afuera.
El guardia asintió y salió del recibidor.
—Si causamos algún problema… —comenzó Telperion con pena, pero Mirdin lo interrumpió con un gesto despreocupado de la mano.
—Ustedes no son ningún problema, amigo mío. Sin embargo, me temo que esta noche no podrán quedarse aquí. Aunque sea desagradable, Vortigern tiene razón, las reglas son las reglas y ustedes no deberían estar aquí.
—Entendemos —dijo Telperion y le sonrió a su amigo—, y agradecemos el riesgo que ha corrido.
—Por mí lo correría toda la semana —dijo devolviéndole la sonrisa—, pero ustedes tienen un asunto más importante y será mejor que se apresuren a volver a tu tierra.
Desenvolvió el paquete que tenía entre las manos. Dos flechas brillaron con la luz de las velas, sólo que a diferencia de las flechas normales no había madera en ellas, todo era de un metal que brillaba con fuerza, y aún así lucían frágiles y claras como el cristal.
—Fue difícil, pero de un solo cuerno he podido sacar suficiente materia para hacer dos flechas. Es plata de unicornio. Si las tocan verán que están tan frías como el hielo, y ésa justamente es su fuerza.
Telperion tomó con cuidado las flechas y las examinó. Eran perfectamente rectas y los filos eran tan agudos como los mismos cuernos de los unicornios.
—Los huesos guardan la memoria de la criatura que alguna vez fueron —continuó el mago—. El cuerno que trajeron tenía la esencia de su dueño, la cual me comunicó lo que hay en tu bosque, amigo Telperion. El fuego camina y se mueve como si viviera, pero no es un fuego tranquilo como el del hogar, sino flamas con sed de crecer, de consumir y reducir lo que puedan a cenizas. Es un fuego malicioso que sin lugar a dudas salió del Plano Elemental del Fuego. Para que ese plano se conecte con el nuestro, debe haber un portal abierto en pleno bosque. Ese portal es tu enemigo primario. Si quieres terminar con los incendios debes encontrar el portal y cerrarlo. Las flechas son lo suficientemente frías como para dañar el portal de Fuego, pero úsalas con cuidado, porque en cuanto la punta se estrella con algo liberan toda su energía.
“El bosque es ahora territorio de los invasores, por lo que tratarán de evitar que lleguen al portal, por eso es que los unicornios son atacados, cuando están demasiado cerca el fuego los aleja. Mientras más cerca estén, el fuego se hará más agresivo, no desesperes y guarda las flechas para el último momento porque cuando llegues al portal lo más seguro es que también tengas que enfrentarte a quienquiera que lo haya abierto, y te aseguro que es una poderosa criatura elemental.
—No tengo cómo pagar este favor —dijo Telperion—, sólo dándote mi palabra de que te lo devolveré y que no dudes en pedir ayuda en todos los momentos de necesidad que tengas.
—Siempre es agradable hacer algo por los amigos —dijo el nigromante sonriendo—. Me hace sentirme útil. Muy bien, ahora… de verdad, lamento mucho que no puedan quedarse aquí otra noche.
—Ya has hecho suficiente por nosotros, Mirdin —dijo Telperion y agregó con cierto recelo en la voz—, además, hay un pequeño asunto que de verdad quiero resolver esta misma noche.
—Muy bien. Los acompañaré a la puerta. Cuando estés de vuelta en Farbonta, házmelo saber, por favor.
—Lo haré, Mirdin —se detuvieron en el umbral de la puerta de la Torre Rólegard, el guardia los esperaba unos metros más abajo, al pie de las escaleras invisibles. De nuevo sintieron el viento frío que soplaba con un poco de fuerza.
—Buen viaje, amigo mío —dijo el nigromante dándole un abrazo a Telperion.
—Gracias por todo —respondió el clérigo.
Mirdin se despidió de cada uno de los elfos antes de volver a entrar a la Torre. Los elfos siguieron al guardia a través del patio de la Academia, en un silencio que era sólo interrumpido por el zumbido de las esferas.
—Supongo que volveremos con el ladrón —dijo Estrâik rompiendo el silencio una vez que abandonaron los terrenos de la torre.
—No dejaré que se salga con la suya —Telperion mientras metía con cuidado las flechas en su mochila—. Ya sabía yo que no era alguien de confiar.
—Pues yo no sé qué pensar —dijo Koríntur mirando el cielo junto con Skrath—. Tal vez sí sea un ladrón, pero tenía razón. Sin usar ni un conjuro supo el origen del fuego.
Hínodel sonrió resignada.

La calle se llenaba del ruido de multitudes embriagándose en tabernas lejanas. Las farolas parpadeaban con colores extraños alargando las sombras de los elfos sobre los adoquines.
—¿Alguien recuerda cómo llegar? —preguntó Koríntur.
—“El bicho” estaba por ese camino —dijo Hínodel señalando una callejuela frente a ellos.
—Hay que darnos prisa —dijo Estrâik—, ya quiero salir de esta ciudad.
Estrâik se puso a la cabeza del grupo y Koríntur cerraba la marcha mientras Baltho y Skrath rondaban alrededor. Cada vez que llegaban a un cruce de caminos escuchaban el bullicio lejano del centro de la ciudad, mientras que en su camino apenas y veían algún caminante solitario o un pequeño grupo de faroleros que se hacían bromas pesadas.
Cuando llegaron a la calle de “El bicho” la noche había sumido el lugar en unas sombras tan profundas que no podían ver por dónde andaban en la estrecha callejuela.
Se guiaron por las luces en las ventanas de “El bicho” para rodearlo hasta que entre las sombras resaltaba el letrero de “El ojo de Gruumsh”. La suciedad en las ventanas apenas y dejaba salir una tímida luz que sólo era visible vista de cerca; de lo contrario, “El ojo de Gruumsh” parecía un lugar abandonado.
Koríntur se paró frente a la puerta viendo a sus compañeros y Skrath bajó a posarse en su hombro. El hechicero fue el primero en entrar.
Si “El ojo de Gruumsh” era perturbador durante el día, de noche era deprimente. La quietud nocturna permitía poner más atención a los chillidos y olor de los cerdos y las pocas velas del lugar sólo conseguían acentuar más las sombras. Aún así, el establecimiento estaba lleno. Un numeroso grupo, conformado en su mayoría por medianos, jugaban a los dados y bebían en una esquina; en otra mesa los enanos apostaban a quién podría beber más; un guardia de la ciudad pequeño y rechoncho bebía en la barra y un grupo de exploradores fumaban en sus pipas mientras soltaban carcajadas obscenas. Además, por todas las mesas rondaban mujeres humanas y gnomas, insinuándose a los comensales y ocultando la coquetería de sus ojos entre las volutas de tabaco.
Al sentir la mirada de los exploradores cercanos, Telperion se acercó a Hínodel, pero ésta se limitó a quitar el seguro de la ballesta en su cinto y, de manera muy discreta, jugaba con una saeta en su mano.
Koríntur se acercó a la barra. Garulf el tabernero seguía con su habitual gesto de mal humor y apenas movió la cabeza cuando vio a los elfos acercarse.
—Cerveza —dijo Koríntur con rudeza. Cuando Garulf se volvió para servirla, sonrió ante el gesto de reprobación de Telperion.
—¿Lo ves por algún lado? —preguntó el clérigo a Estrâik.
—No creo que nos lo ponga tan sencillo —dijo el druida sin perder detalle del lugar. Estaba seguro de que el grupo de medianos murmuraba y los señalaba, aunque la luz no le dejara ver sus caras con claridad.
­Una mujer de cabello rizado se acercó a la barra. Garulf sirvió la cerveza de Koríntur y le tomó la orden.
—Disculpa —dijo Hínodel a la mujer—. ¿Conoces a Bélial?
La mujer recorrió rápidamente a Hínodel con la mirada y le sonrió.
—¿Te debe dinero? Si es así, debió desaparecer en cuanto te vio.
—No me… ¡no es por dinero! —dijo Hínodel sin ocultar su ofensa.
—¿Estaba aquí? —preguntó Telperion.
—Claro que estaba aquí, no se le permite salir por la noche.
—¿Quién no se lo permite? —preguntó el clérigo. Garulf dejó un tarro de cerveza frente a la mujer al mismo tiempo que soltaba un resoplido tan fuerte que levantaba el polvo de la barra.
—Garulf es de los pocos que se han cobrado lo que Bélial les debe.
—¿Lo conoces bien? —preguntó Hínodel.
—¿Tú no? —respondió la mujer con una sonrisa insinuante y Hínodel estuvo a punto de romper la saeta que llevaba en la mano.
—Si no puede salir, ¿dónde está? —preguntó Telperion.
—Escondido, seguramente.
—Era de esperarse —dijo el clérigo.
—Sí, le desagradan los exploradores de la ciudad —dijo la mujer riendo antes de dar un trago a su cerveza.
—¿Les debe dinero? —preguntó Hínodel con sorna. Y antes de que la mujer pudiera dejar de beber para responderle, de la mesa de los exploradores se elevó una voz.
—¡Música, Garulf! ¡Queremos música!
Los enanos negaron con la cabeza, pero el grupo de medianos apoyó la petición de los exploradores. Garulf hizo una mueca grotesca, que podía entenderse como una sonrisa. Tomó una escoba de detrás de la barra y golpeó el techo con el mango.
—¡Sierpenegra! ¡Trae tu lira para acá!
—Es por eso —le dijo la mujer a los elfos—. Lo han tomado como su bufón personal.
—Me extraña que no haya intentado escapar —dijo Koríntur burlón, la mujer se le acercó, sonriéndole con amabilidad.
—Lo ha intentado, guapo. Pero Garulf es… más influyente de lo que parece —y luego giró sus ojos hacia la mesa de los medianos. Estrâik, que los vigilaba desde que habían llegado ya había notado que cada uno llevaba varias dagas y algunos pequeñas ballestas—. Las cofradías de ladrones lo tienen en alta estima y Sierpenegra no es tan tonto como para poner a una cofradía entera en su contra.
—Esto va a ser divertido —dijo Koríntur al oído del druida, señalando el fondo de la taberna. Bélial se acercaba desde detrás con una sonrisa claramente fingida, saludando con pena a los exploradores. Entre las manos traía lo único en su aspecto que se mantenía brillante y bien cuidado: una lira negra con cuerdas blancas y brillantes. Bélial se volvió hacia Garulf para dirigirle una mirada de rencor, pero sus ojos se detuvieron en los elfos. Un gracioso gesto de sorpresa apareció en su cara.
—¡Música! —repitió uno de los exploradores— ¡Música para esa hermosa mujer que ha llegado! ¡Yo pago!
—Ten cuidado —le dijo la mujer a Hínodel—. Se vuelven tercos cuando beben.
Bélial apartó con el pié una de las sillas cercanas a él y subió a ella. Algunos aplausos se escucharon en el lugar, mientras que los enanos abucheaban y le empezaron a escupir cerveza entre grandes risotadas. Bélial sólo podía sonreír resignado. Sin embargo, cuando empezó a hablar, no necesitaba hacer mucho esfuerzo para hacerse oír entre la multitud.
—¡A la cortés y hermosa extranjera pasajera, que esta noche ha bendecido éste lugar tan perdido, se le han dedicado versos, música y esfuerzos! ¡Atención, atención! ¡Atención a la canción que amerita la ocasión!
Rasgó una vez las cuerdas y Garulf dio un golpe en la barra. Todos guardaron silencio y Bélial se volvió rápidamente hacia el semiorco.
—Solo música —dijo Garulf amenazadoramente—. Sin trucos, sin magia. Solo música.
Bélial asintió con una sonrisa tímida. Luego saludo con cinismo a Telperion y terminó poniendo los ojos en Hínodel. De un golpe, la elfa clavó la saeta en la barra.
Entonces Bélial empezó a tocar.
Era como si la música suavizara el aire y lo aligerara; unos arpegios rápidos que eran casi golpes sobre las cuerdas hicieron que algunos medianos aplaudieran al compás. A pesar de su velocidad, las notas eran amables y alegres, y bien oídas podían relajar el humor. Bélial se pasó la lengua por los labios y comenzó a silbar una melodía antes de empezar a cantar.

Si de los campos tomamos
mañanas y atardeceres
para volverlas mujeres,
sólo veremos que erramos.
No hay flores, soles o días,
noches, estrellas o vientos
que igualen los sentimientos
que siento en su compañía.
Porque pienso que cantar
para igualarte es tan poco
que si me atrevo es por ver
si sólo así te provoco.
Pues si bajo las estrellas,
llamo ninfas, corto flores,
y otras bellezas mayores
serán, por ti, menos bellas;
si son para convencerte
de que sonrías y lo haces,
¡que con tus ojos me abraces
sólo para engrandecerte!
Porque pienso que cantar
para igualarte es tan poco
que si me atrevo es por ver
si sólo así te provoco.
Y si las mujeres son
una creación ejemplar,
a todos reto a dudar
sólo de tu perfección,
pues ángeles en los cielos,
o sirenas en el mar,
o ninfas para encantar,
frente a ti, que ardan de celos.
Porque pienso que cantar
para igualarte es tan poco
que si me atrevo es por ver
si sólo así te provoco,
pues la belleza no sirve
si no hay nadie que la vea,
yo tengo ojos para ver
y un alma que te desea.

Bélial terminó con dos golpes de bota en la silla y saltando para bajar de ella. La gente de la taberna aplaudía y brindaba mientras reían. Bélial se volvió hacia los elfos y les hizo una profunda reverencia, mientras Koríntur devolvía la sonrisa levantando su tarro de cerveza hacia él. Incluso Telperion le sonreía antes de recordar el asunto que lo había llevado hasta ahí. Con gesto serio se acercó al músico.
—Tienes más de un talento, ¿no es así?
—Qué gusto volver a verlo, maese clérigo.
—Devuélvelo.
—¡Garulf! ¡Más música! —los exploradores gritaban desde su mesa.
—¡Ya los oíste! ¡Otra vez!
—Si esperan aquí, se los daré —dijo Bélial con gesto cansado—. Tengo que atender esto.
—¡Sierpenegra!
—¡Ya voy, Garulf! —y le guiñó un ojo a los elfos antes de volver a subir a la silla—. ¿Qué les gustaría oír?
Los exploradores comenzaron a gritar distintos nombres de canciones que no tenían nada que ver con lo que acababan de escuchar, como Dos cerdos y su montaña, ¡A levantar los vestidos!  y La casa del alcahuete. Bélial reía ante las menciones, pero en un breve vistazo a los elfos movió los ojos con hastío. Respiraba para juntar fuerzas y cantaba lo que se le pedía, historias vulgares y cantos con palabras en doble sentido. Tal vez era por el cambio en los temas, pero a Hínodel le pareció que esas canciones capturaban menos su atención.
—¿Lo esperaremos? —preguntó Estrâik a Telperion, cada vez más incómodo por el grupo de medianos y hombres.
—No intentará nada —dijo Telperion sentándose junto a Koríntur—. Como lo suponía, no quiere el anillo. Tuvo otro motivo.
Por casi una hora, Bélial siguió tocando las canciones que los exploradores le pedían. Las que no tenían descripciones gráficas de hechos obscenos, eran sangrientos relatos de peleas entre bestias, o retratos grotescos de cosas que pasaban en la ciudad. La embriaguez de los clientes aumentaba, incluso los enanos reían con algunas de las canciones. Bélial, sin embargo, parecía avergonzado por su tarea; era todo lo contrario a la primera canción.
Cuando terminó, bajó rápidamente de la silla, aprovechando que los pocos exploradores que quedaban despiertos se habían enfrascado en un juego de dados.
—Lamento que hayan tenido que oír eso —dijo Bélial acercándose a la barra, donde Garulf ponía un pequeño tarro de cerveza frente a él—. Les aseguro que tengo cosas mucho mejores.
—Me alegro, pero no es de nuestra incumbencia —dijo Telperion amablemente—. El anillo por favor.
Bélial sonrió recuperando su confianza. Contempló el anillo de Ehlonna en su mano derecha.
—Está hecho de plata. Y es el emblema completo de Ehlonna, perfectamente tallado. El anillo de un jefe de orden. Sólo hay dos anillos así en todo El Continente y son un rango abajo del clérigo supremo de una religión. Este anillo puede usarse como sello oficial en cartas y decretos. Falsos, naturalmente. Además de que son el aditamento más difícil de conseguir en un disfraz de clérigo. Digamos, en caso de querer cometer algún fraude —Telperion había pasado de la claridad en el rostro a un claro enrojecimiento—. No va a ser tan fácil recuperarlo, ¿eh?
Estrâik avanzó hacia él llevando la mano a la cimitarra pero Telperion lo detuvo con un brazo.
—¿Qué quieres?
—Llévenme con ustedes.
Telperion abrió los ojos con sorpresa, Koríntur soltó una risilla y Hínodel se puso nerviosa. Era la última petición que hubieran esperado.
—¿Con nosotros? ¿Por qué?
—Es sencillo, maese clérigo: tienen una aventura. Y yo quiero ser parte de ella. Además, admítanlo, necesitan de mi ayuda. Su amigo, el mago, ¿qué les dijo?
—Tenías razón —dijo Koríntur jovial, Telperion carraspeó muy fuerte.
—Es cierto. Tu información puede sernos valiosa. Pero aún así, esa no me parece una razón para que quieras ir con nosotros.
Bélial se acercó a Telperion, los demás se inclinaron para oírlo.
—¿Qué es lo que acabas de ver? ¿Crees que me gusta estar aquí? ¡Soy un bufón! Sus canciones no son música. Y tengo que hacerlo cada maldita noche.
—¿Qué te detiene aquí? —preguntó Estrâik.
—Garulf —dijo Bélial, bajando la voz para esconderse del semiorco, pero hablando claro para hacerse oír sobre el ruido de la taberna—. Hace casi un año nos vimos envueltos en un pequeño, digamos, problema con la ley… y con el gremio de comerciantes… y una cofradía de ladrones del otro lado de la ciudad… En fin, no me arrestaron pero los ladrones me encerraron. Pedí ayuda a Garulf para escapar y él pidió ayuda a otra cofradía de ladrones. Pero los bandidos son muy territoriales. Los ladrones se metieron en problemas, hubo que pagar algo de dinero, Garulf puso las piezas de oro… y aquí estoy.
—¿Y aún le debes mucho? —preguntó Koríntur.
—Tendré que cargar cerdos muertos y entretener borrachos varios años más. Realmente la cantidad no es tan alta, pero no puedo trabajar en ningún otro lado para pagarla. Y no puedo robar demasiado por aquí o los ladrones se molestarán. Apenas una bolsa con algunas piezas de cobre. Ustedes pagan la deuda y me llevan con ustedes, y yo les devolveré el anillo y les ayudaré en lo que pueda con sus incendios.
Telperion se volvió hacia sus amigos.
—¿De cuánto es la deuda? —preguntó Hínodel. Bélial sonrió y carraspeo, bajando la mirada.
—Qui… nientas piezas de oro.
—¡Quinientas! —dijo Koríntur, un poco más alto de lo conveniente. Garulf se volvió hacia donde estaban y Bélial soltó una sonora carcajada.
—¡Qué buen chiste, amigo! ¡Qué buen chiste! —Garulf negó con la cabeza y fue a la habitación detrás de la barra, Bélial volvió a inclinarse sobre ellos—. Les pagaré todo. Lo prometo. Sólo necesito salir de aquí para conseguir el dinero.
Telperion resopló y vio brillar el anillo en el dedo de Bélial.
—Déjanos discutirlo.
Los elfos se apartaron un poco de Bélial, mientras éste hablaba con la mujer de cabello rizado que se había acercado con Hínodel.
—Creo que no tenemos muchas opciones —dijo Estrâik.
—Nada en él es de confiar —dijo Telperion—. Su nombre mismo es un nombre del idioma infernal. Es un bribón y un ladrón.
—Y es el mejor informado de todos —dijo Koríntur. Hínodel no le quitaba la vista de encima a Bélial, que en ese momento tomaba la mano de la mujer.
—No me agrada —dijo—; confiar en él sería un grave error.
—Hay que reconocer que una espada más nos vendría bien —dijo Estrâik.
—Con él sabremos frente a qué estamos —dijo Koríntur.
—Habrá que tragarnos el orgullo, amiga mía —dijo Telperion resignado—. ¿Cuánto dinero tenemos?
Revisaron lo que podían juntar de sus sacos y tomaron lo que Mirdin les había dado esa mañana. Cuando volvieron a acercarse a Bélial, la mujer sonrió a los elfos y se apartó.
­—Gracias a la aportación de un amigo, tenemos trescientas cincuenta piezas de oro, no más. Habrá que buscar cómo conseguir la últimas ciento cincuenta, y ahora mismo. No podemos quedarnos más tiempo.
—Perfecto. Mi amiga Lisvé está a punto de prestarme cincuenta piezas de oro más. Pagarle a ella puede esperar. Sólo tenemos que encontrar el modo de hallar cien piezas más.
—Creo que tengo una gema por aquí —dijo Koríntur revolviendo en su mochila—, pero no obtendremos más de cuarenta piezas de oro por ella.
—Mi espada —dijo Hínodel para sorpresa de sus compañeros—. Tiene algunas incrustaciones de piedras pequeñas.
—Valdrá más o menos lo mismo —dijo Koríntur.
—Lo intentaremos con esto —dijo Telperion—. Llama a Garulf.
Bélial golpeó en la barra y Garulf apareció detrás de ella.
—¿Qué? —dijo con voz ronca.
—Queremos proponerle un trato —dijo Telperion—. Nos ha parecido especialmente atractiva la presentación de su amigo. Quisiéramos comprarlo.
—¿A él? —dijo Garulf mostrando sus dientes afilados—. ¿Para qué?
—Tenemos nuestros motivos. Queremos que venga con nosotros, pero nos ha dicho que tiene una deuda económica con usted. Estamos dispuestos a pagarle cuatrocientas piezas de oro, una gema y ésta espada por él.
Lisvé, la mujer de cabello rizado, llegó en ese momento y discretamente dio un saco con oro a Telperion. Éste puso los sacos de oro sobre la barra al mismo tiempo que Hínodel ponía su espada y Koríntur encontraba la gema. Garulf evaluó el tesoro. Miró y miró a Bélial.
—Falta —dijo—. No vale mucho, pero es útil. No vale esto.
Los elfos intercambiaron miradas buscando qué más podrían dar, pero nada era tan valioso como para lograr el precio, o tan poco valioso para darlo por un desconocido. Finalmente Bélial habló con la voz quebrada.
—Toma mi lira —dijo, poniéndola sobre la barra—. Tú sabes lo que vale para mí. Esto debe ser suficiente.
Hínodel miró la expresión de profundo dolor de Bélial y pensó que debía añorar demasiado la libertad como para entregar el único objeto en él que parecía tener valor, tanto económico como sentimental. Garulf tomó la lira. La evaluó y con su mano desgarbada rasgueó las cuerdas, sacando un sonido espantoso de ellas. Bélial cerró los ojos.
—Tú siempre la has querido —le dijo.
—Bueno —dijo Garulf sonriente—. Acepto. Vete.
El semiorco empezó a tañer grotescamente la lira, con su desagradable mueca de sonrisa. Bélial respiró con dificultad.
—Gracias. Iré por mis cosas —dijo y fue a la habitación detrás de la barra.
—Muy bien, ahora nos hemos quedado sin dinero y con pocas provisiones —dijo Hínodel—. Espero que él los valga.
Bélial salió de la habitación envuelto en una capa negra y con una mochila que, por su apariencia, no debía contener mucho. En la puerta de ésta se despidió de Lisvé con un abrazo. Hínodel, que estaba prestando atención, escuchó que la mujer le decía.
—Ahora me debes dos. Esperaré.
Luego Bélial fue con Garulf. Claramente tenso por el uso que el semiorco le daba a su lira. Éste, apenas y despegó un momento la mano de ella para estrechar la de Bélial en una rápida despedida.
—Bueno —dijo, reponiendo su humor y dirigiéndose a los elfos—. ¿Y ahora qué hacemos?
—Pues tenemos lo que vinimos a buscar —dijo Telperion levantando su mochila—. Mi amigo nos ha dado un arma que espero nos sea útil. Creo que deberíamos ganar tiempo e irnos esta misma noche.
—Estoy de acuerdo —dijo Bélial—, no quiero pasar ni una hora más en este lugar.
Cuando iban saliendo, Garulf gritó desde detrás de la barra.
—¡Hey! ¡La cerveza! —varios de los clientes guardaron silencio—. No pagaron la cerveza.
Koríntur se volvió asustado a sus compañeros, todos se habían quedado sin dinero. Por un momento no supieron qué decir hasta que Lisvé apareció frente a la barra.
—No te preocupes, Garulf. Son mis amigos, yo invito —puso una pieza de plata sobre la barra y agregó con una mirada insinuante a Koríntur—. Ya vendrás a pagarme después, guapo.
Lisvé guiñó un ojo y Koríntur sonrió; sin embargo, Estrâik notó que ella alternaba la vista entre Bélial y el grupo de medianos. Sin decir nada más, los elfos salieron de “El ojo de Gruumsh”.
Una vez en la calle, Bélial dio varios pasos y levantó los ojos al cielo. Los demás vieron como aspiraba el viento de la noche y estiraba los brazos.
—Libre otra vez —dijo y se volvió sonriente a sus nuevos compañeros—. Gracias. Aquí está tu anillo. No saben la alegría que me da alejarme de este lugar, volver a salir, volver a conocer lugares.
Y volvió a contemplar el cielo.
—Bueno, adelante, no tenemos mucho tiempo —dijo Telperion palmeándole la espalda—. Tenemos que llegar a Farbonta cuanto antes.
—¿Recibieron buena ayuda de su amigo el mago?
—Nos dijo cosas muy similares a lo que tú nos habías dicho —dijo Koríntur, mientras iniciaban la marcha hacia la plaza central.
—Entonces sí son elementales —dijo Bélial reflexivo—. No va a ser fácil enfrentarse a ellos. Y mucho menos cerrar el…
—¿El portal? —dijo Hínodel con la voz tensa—. Sí, eso también nos lo dijo. Pero ya estamos listos para eso.
—Oh, ¿de verdad? —dijo Bélial situándose al lado de Hínodel—. ¿Y cómo piensan cerrar el portal, amiga mía?
—El mago nos ha dado un arma —dijo Telperion golpeando su mochila—. Unas flechas hechas con plata de unicornio.
Bélial se detuvo en seco y luego se acercó rápidamente a Telperion.
—¿Tienen… llevan ahí plata de unicornio?
—Sí, ¿por qué?
Telperion se preocupó al ver la cara de Bélial. Éste se volvió al camino que habían recorrido y escudriñó los techos de las casas en la oscuridad.
—Otra razón para alejarnos de aquí lo más rápido que podamos.
—¿Por qué? ¿Qué pasa? —preguntó Telperion más preocupado.
—La plata de unicornio es extremadamente rara, y muy valiosa en el mercado negro. Si la traían con ustedes, estoy seguro que los ladrones lo saben.
—¿Cómo? —preguntó Koríntur.
—No dejaban de vernos —dijo Estrâik, Baltho se revolvía nervioso junto a él.
—Tienen mañas, de alguna manera se enteran de eso —dijo Bélial sin quitar los ojos de la calle—. Hay que ir de prisa a la plaza central. No nos atacarán ahí.
—¿Atacarnos? —Telperion caminó detrás de Bélial.
—No seas ingenuo, amigo clérigo —dijo Bélial apresurando la marcha—. Si saben que traen plata de unicornio, nos deben estar siguiendo.
—¿Estás seguro? —preguntó Hínodel asustada, que empezaba a trotar tras sus compañeros.
—Compruébalo tú misma, linda —dijo Bélial señalando el tejado de una de las casas. Los elfos alcanzaron a ver que una silueta se hundía en las sombras y luego echaron a correr. Detrás de ellos, una docena de sombras recorría las calles que se inundaban con el ruido de las dagas desenvainándose.