Bélial bajó la mochila, la abrió y, rodilla en suelo,
empezó a repartir entre sus compañeros varios de los frascos que había llenado
con agua.
—Hay que racionarlos. Si el humo
es demasiado denso mojen un paño y respiren a través de él. Y cuiden el
recipiente, podemos rellenarlos después en el río. Sólo rómpanlos como último
recurso.
—Están tirando los árboles —dijo
Estrâik—. No los queman, los tiran.
—Necesitan leña —dijo el bardo—.
Eso nos da una ventaja.
—¿Ventaja? —Telperion acomodaba
los frascos en su mochila.
—Estarán trabajando, seguramente
—Bélial jaló de la tira de la mochila para cerrarla. Se levantó con un frasco
en la mano y la espada en la otra—. Síganme, lo más callados que puedan.
El bardo se encorvó y echó a
andar con pasos pequeños y veloces, apoyando primero las puntas y deslizándose
más que pisando para patear cualquier rama en el camino. Koríntur fue el
primero en seguirlo. Luego Hínodel y Estrâik, Telperion cerró la marcha más por
retraso que por estrategia, las escamas de la armadura se oían frotarse y
chocar y las placas del faldón a veces se encontraban en tenues tintineos. Por
fuerza, tenía que avanzar más lento que sus compañeros.
Mientras más se acercaban, veían
que Bélial bajaba más la cabeza y los pasos eran más cortos, luego más lentos.
Hasta que llegó a tocar la tierra con las manos y a gatear en lugar de caminar.
Pero ninguno de los elfos interrogó a Bélial, pues todos escuchaban lo mismo:
golpes en la madera, pisadas yendo y viniendo y un murmullo crepitante. Pero ni
una sola voz.
Bélial hizo una seña con la mano
a sus compañeros para que se detuvieran y se arrastró pecho tierra desviándose
un poco a la izquierda. Los demás se mantuvieron de rodillas, con la cabeza
baja pero levantando los ojos para no perder detalle.
Era difícil arrastrarse con la
espada desenvainada, apretaba el frasco de agua contra el pecho y se impulsaba
con el codo para avanzar. El esfuerzo y el humo le habían hecho sudar y ahora
el cabello le caía sobre la cara; en sus respiraciones entrecortadas tenía que
resoplar para evitar que éste se le metiera a la boca.
Echó un vistazo entre los
arbustos y alcanzó a ver la copa del árbol caído, luego el tronco y luego lo
que lo había derribado. Los demás vieron que apartaba la vista con cierto aire
abatido y preocupado. Con la espada a la altura de la pierna señaló al druida y
le hizo señal con el dedo de que se acercara.
Estrâik acarició la cabeza de
Baltho y el lobo se quedó echado donde estaba. Luego el druida empezó a
arrastrarse por donde Bélial había pasado pero con más destreza. La hoja de la
cimitarra, más corta que la de la espada, no le estorbaba al movimiento y tan
acostumbrado como estaba Estrâik a esas escaramuzas en el bosque, llegó rápidamente
donde su compañero.
También miró entre los arbustos.
Unos hombres robustos y de baja estatura golpeaban el tronco del árbol y a cada
golpe volaban astillas y partes de la corteza ennegrecida. La primera impresión
fue que le habían prendido fuego al árbol para trabajarlo mejor, pero tras un
momento vio que las flamas más grandes no estaban en la madera, sino en los
hombres.
Unas fieras melenas de fuego les
cubrían la cabeza, naciendo en la barbilla y subiendo por las orejas, hasta
crecer en la coronilla. Los hombres tenían la constitución de los enanos: un
poco más bajos que los hombres o los elfos, pero compensándolo con hombros
anchos y unos brazos musculosos y gruesos. Llevaban el torso casi desnudo a
excepción de algunas piezas de armadura que se colgaban con cadenas al rojo
vivo por el contacto con su piel, del color del bronce, encendido y brillante como
metal fundido; toda ella irradiaba calor y brillaba intermitentemente. Los ojos
eran dos cuencas aún más luminosas, uniformes como el metal más incandescente
de la forja; lo mismo la boca, cuando la abrían era como ver el interior de un
horno encendido.
Eran cinco los hombres de fuego
que trabajaban convirtiendo el árbol en leña; envolvían las ramas con una mano
hasta que el fuego terminaba por quebrarlas o se abrazaban al tronco para
debilitar la madera, en lugar de usar hachas terminaban el trabajo con gruesos
martillos de batalla.
Estrâik miró a Bélial. El bardo
levantó el frasco y apretó la espada. El druida se volvió hacia sus compañeros
que esperaban entumidos de tan tensos. Apuntó a Hínodel y a Koríntur y les hizo
señal de que fueran por la derecha, al otro lado, tratando de hacer un pequeño
flanqueo. Teperion, mientras tanto, estaría en el centro. Con la mano, Estrâik
le indicó que no se moviera e hizo la pantomima de sujetar un arco. Telperion
se arrodilló, besó el símbolo sagrado y tensó una flecha. Baltho permanecía a
su lado, echado sobre la tierra, sin soltar ni un pequeño gruñido.
Todos intercambiaron una mirada.
Estrâik fue el primero en asentir. Bélial le respondió y acto seguido lanzó el
frasco al hombre de fuego más cercano.
Pasó apenas en un momento: el
frasco se quebró acertadamente sobre su cabeza, el agua amenazó con apagar su
melena de fuego mientras gritaba con un gruñido tosco de dolor; sus compañeros
se volvieron hacia él y descuidaron la retaguardia, donde Hínodel y Koríntur al
grito de Jactum magicus lanzaban sus destellos hacia otro de los leñadores.
Estrâik salió de entre los arbustos girando la cimitarra y lanzó un tajo
certero al que había sido mojado. Como si hubiera chocado contra metal, la hoja
sacó chispas incandescentes de la desconcertada cara del hombre. Después Bélial
intentó rematarlo, pero sus compañeros ya habían reaccionado y uno de ellos
interceptó al bardo rozándolo con su pesado martillo.
El que había sido mojado subió
al tronco del árbol y del faldón de su armadura tomó un cuerno de bronce. Justo
antes de que pudiera hacerlo sonar, una flecha se le encajó en la cara; Telperion
había disparado al mismo tiempo que Baltho corría a ayudar a su amo.
Hínodel y Koríntur, por su parte,
estaban en dificultades: los otros tres hombres los rodeaban con lanzas cuyas
puntas brillaban de calor. Sin poder hacer otra cosa, Koríntur tomó rápidamente
la maza que llevaba al cinto y trató de golpear la cabeza de uno de ellos, pero
sólo alcanzó uno de los hombros que estaba protegido por la armadura. En
contraataque, el hombre de fuego dio una estocada con la lanza que rozó el costado
del hechicero, abriendo una herida y cauterizándola de inmediato debido al
calor.
El que tenía el cuerno se volvió
rápidamente hacia Telperion. Reconoció al clérigo a la distancia y, aún débil
como estaba, su cara se llenó de ira y la melena de fuego creció quemando la
flecha que hasta el momento seguía en el pómulo no sin causar daño, pues le
había trabado la mandíbula abierta. Tiró el cuerno, tomó la lanza y la arrojó
enérgicamente contra Telpeion. Pero la distancia era suficiente para que el clérigo
tuviera tiempo de hacerse a un lado.
Estrâik buscó en su cinturón la
rama de acebo y muérdago que los druidas siempre cargan con ellos para
canalizar la energía de la naturaleza. Lo elevó sobre la cabeza con la mano en
que no empuñaba la cimitarra y apuntó hacia el hombre que estaba sobre el
tronco.
—Crearis aqua —dijo con una voz
profunda y seria, casi tranquila. De todos lados surgieron pequeñas gotas de
rocío que se unían a gran velocidad; tan rápidas, tan certeras, que apenas pasó
un segundo antes de hacer suficiente agua para llenar un tonel pequeño y toda
ella cayó sobre la cabeza del hombre de fuego quien, completamente debilitado,
se desmayó mientras su piel ennegrecía y su melena se apagaba.
—¡Ayúdalos! —gritó Bélial
saltado hacia un lado para esquivar el martillo de su oponente.
Estrâik giró sobre sus talones y
silbó para llamar a Baltho. Koríntur y Hínodel se las arreglaban para escapar
de las lanzas o ponerse a la distancia suficiente como para poder lanzar un
conjuro sin bajar la guardia.
Tomó la cimitarra con ambas
manos y lanzó una estocada baja con todas sus fuerzas al que le daba la espalda
ocupado en tratar de golpear a Koríntur, pero ésta vez su hoja resultó
inefectiva. La piel brillante del hombre se confundía con el metal al rojo vivo
de sus armaduras, por lo que no pudo encontrar alguna vía libre para herirlo.
Por respuesta, el hombre de fuego giró sobre sí mismo y con un revés golpeó al
druida en el pecho, haciéndolo retroceder sin aire.
Era tiempo suficiente. Cuando el
hombre regresó la mirada a Koríntur, éste ya tenía el puño cubierto de
escarchar.
—¡Fulmen de pruina! —gritó el
hechicero, golpeando la cabeza del hombre con una densa bola de nieve mágica
que lo hizo caer de bruces, pero antes de que Koríntur pudiera rematarlo un
grito detrás de él desvió su atención.
Hínodel había caído y sujetaba
con ambas manos la lanza que uno de los hombres trataba de clavarle. El otro
hombre había corrido tras el tronco del árbol caído y buscaba algo entre la
tierra.
Al oír el grito de su amiga,
Telperion tensó otra cuerda en el arco y avanzó decidido hacia ellos.
—Favoris divinum —murmuró con ojos
brillantes. Un halo de luz verde surgió del símbolo sagrado y subió hasta su
cuello, expandiéndose por sus hombros y sus brazos hasta llegar a las manos y
terminar en la punta de la flecha. Cuando disparó, el proyectil dejó tras de sí
una estela verde y fue a dar a la cabeza del hombre de fuego. Sus manos
aflojaron la lanza y su melena ardió con furia consumiendo la flecha incrustada
antes de apagarse por completo en la piel carbonizada.
Bélial empezaba a cansarse. Lo
más que había conseguido era desviar los golpes de martillo de su oponente,
pero ni una vez había colado su espada entre las placas de la armadura. Por su
parte, el hombre de fuego parecía animado por el combate. Esperaba cansar lo
suficiente al bardo para reducirlo en el golpe final, pero antes de poder
lanzar el siguiente martillazo, una silueta blanca cruzó a toda velocidad entre
los dos. Baltho corría alrededor del hombre de fuego buscando distraerlo.
Estrâik había recobrado el
aliento, tenía de espaldas al hombre que amenazaba a Bélial. Levantó la
cimitarra dispuesto a ayudar pero tropezó de inmediato. El que había caído de
bruces le sujetaba el pie con su mano ardiente, quemando el cuero de la bota
mientras el druida se retorcía para soltarse.
Al escuchar el grito de su
amigo, Hínodel saltó hacia enfrente y trazó un movimiento amplio con el brazo.
—¡Fulmen de pruina! —gritó la
elfa y lanzó la bola de nieve mágica al pecho del hombre, donde al golpear se
expandió por el torso, derritiéndose y apagando sus últimas fuerzas. Estrâik
intentó levantarse, pero le dolía apoyar el pie.
Hínodel cargó la ballesta y
apuntó. El hombre de fuego había derribado al bardo y trataba de tocarle la
cara con su martillo incandescente, el bardo apenas y podía defenderse con la
espada, que empezaba a calentarse. No podía abrir los ojos a causa del sudor y
el fuego en la melena de su enemigo, pero le adivinaba una sonrisa de triunfo a
juzgar por la risa en medio del forcejeo.
Hínodel disparó, pero la saeta
ardió en la piel del hombre sin más. Cuando intentaba recargar la ballesta vio
cerca de ella al otro hombre de fuego subir al tronco. Telperion corrió desde
donde estaba.
—¡Que no lo haga sonar! —el
clérigo había visto lo que el hombre de fuego buscaba. Hínodel alzó la vista y
vio cómo éste se llevaba a la boca el cuerno de bronce. Tardó apenas un segundo
en reaccionar, pero fue suficiente. Una nota clara, metálica y amenazante se
elevó hacia el cielo. Duró muy poco, apenas un grito ahogado. De inmediato
Hínodel se acercó y disparó, acertando en la barbilla del hombre de fuego. El
cuerno de bronce cayó y el hombre con él, con la piel totalmente carbonizada.
Baltho gruñía al último hombre
de fuego, pero no lo podía atacar. Un mordisco a su piel ardiente hubiera
supuesto una herida en la única arma del lobo. Estrâik, tumbado en el suelo,
levantó la rama de acebo y muérdago hacia su compañero.
—Crearis aqua —dijo reuniendo
fuerzas. De nuevo, millones de gotas de rocío surgieron de todos lados hasta
formar un charco sobre los dos combatientes y cayó de golpe sobre el hombre de
fuego. Una densa nube de vapor se elevó mientras el hombre se retorcía de
dolor, las llamas bajaron la intensidad y Baltho aprovechó para lanzarse sobre
él. Con un mordisco certero en la yugular, derribó al último enemigo y terminó
con él antes de que su melena pudiera encenderse otra vez.
Sólo la respiración entrecortada
de Bélial rompía el silencio en que quedaron. El bardo se secó el sudor con la
manga y luego se talló los ojos, exhausto. Telperion se acercó a Estrâik.
—¿Estás bien? —le preguntó en
voz baja.
—Necesito ir al río.
—Hay que movernos de aquí —dijo
Hínodel pateando el cuerno.
—Koríntur, que Skrath investigue
los alrededores —dijo Telperion, ayudando a levantar a Estrâik.
—¡Claro! En cuanto sepa dónde se
metió —dijo el hechicero colgando la maza en el cinturón y luego tomó una de
las lanzas, pensando que podría servirle más adelante.
—¿Te hizo daño? —Hínodel se
acercó a Bélial.
—Estoy agotado.
—No podemos descansar ahora,
arriba.
Le tendió una mano y lo ayudó a
levantarse, luego tomó otra de las lanzas.
—De haber sabido que mi puntería
no iba a servirme de nada, no hubiera dejado mi espada en Líbermond —dijo la
elfa.
—Pero te hubieras perdido de mi
compañía —dijo el bardo sacudiéndose la camisa.
—Date prisa —repuso la elfa.
Telperion ayudó a Estrâik a
moverse hasta el río, Koríntur buscaba entre los árboles a Skrath, estaba
seguro de que apenas había comenzado el combate se había dado a la fuga. Bélial
y Hínodel cerraban la marcha, echando en todo momento miradas nerviosas por
encima del hombro e incluso caminaban de espaldas.
Cuando llegaron al río lavaron
sus heridas en silencio y bebieron a grandes sorbos. Koríntur dividía su
atención entre revisar la herida cauterizada en el brazo y buscar con los ojos
a Skrath, aunque en cierto modo, ninguna de las dos cosas parecía preocuparle
demasiado.
La silueta de una mano gruesa
había quedado marcada en la bota de cuero de Estrâik, sin embargo ésta había
resistido lo suficiente como para evitar una herida más grave en el druida,
pero el golpe en el pecho había dejado una gran marca roja llena de pequeñas
ampollas.
—Se ve peor de lo que se siente
—dijo cuando sus compañeros vieron la herida. Bélial, un poco apartado del río,
buscaba distraídamente raíces con la espada, mientras mantenía la vista fija en
el lugar del que venían.
—¿Qué está haciendo? Lo van a
ver —dijo Hínodel.
—La idea es que yo los vea a
ellos, cariño —dijo el bardo—. Más azer vendrán a revisar y luego volverán a su
guarida. Entonces los seguiremos.
—¿Azer? —preguntó Telperion.
—Guerreros y mercenarios en su
mundo.
—Son fuego que camina —dijo
Hínodel.
—No creo que ellos hayan atacado
a los unicornios —Bélial tomó una raíz del suelo y comenzó a masticarla.
—¿Cómo estás tan seguro?
—preguntó Telperion.
—Porque usan armas. Las heridas
de Koríntur y Estrâik son demasiado pequeñas y ustedes comentaron que los
unicornios estaban siendo quemados. Aunque los cuerpos de los azer ardan, dudo
que alguno haya sido lo bastante ágil como para abrazar a un unicornio el
tiempo suficiente. Buscamos algo todavía más grande.
Y luego escupió algo negro,
mientras seguía masticando la raíz. Estrâik se volvió a Telperion asintiendo.
El aire agitó las hojas de los
árboles. Koríntur alzó la cabeza y salió del agua.
—¿Qué ocurre? —Hínodel tomó la
lanza.
—Es Skrath —dijo el hechicero—.
Está preocupado.
Koríntur perdió la mirada en
algún punto en el suelo, como quien se olvida de lo que ve para agudizar otro
sentido. Luego levantó los ojos y alzó el brazo, todos vieron a Skrath
descender con varios aleteos en el brazo de su amo.
—Me espanté —graznó.
—¿Dónde estabas?
—¡No me iba a quedar ahí! Ya sé para
dónde hay que ir.
Los elfos se acercaron al
cuervo.
—Hacia el… eh… este, sí. Hacia
el este. Cada vez más lejos del río, empieza a haber un camino, han quitado los
árboles y… eh… después han quitado más árboles, muchos. Hay un claro. Y luego
un valle y vi fuego…
—¿El valle estaba en llamas?
—preguntó alarmado Telperion.
—Sí, pero no —graznó preocupado
el cuervo—. A veces el fuego salía de la tierra. Y había algo de humo, pero no
me acerqué más porque tuve miedo de no volver a encontrarlos. Pero sé dónde
está el valle. Hacia el este y lejos del río, donde ya no hay árboles.
Un miedo profundo cubrió el
semblante de los elfos que se sumieron en un nuevo silencio de inquietud. Estrâik
empezó a respirar con fuerza y por primera vez vieron que por sus ojos cruzaba
un destello de fuerza muy cercano a la ira. Todos los músculos del cuerpo se le
tensaron y tuvo el impulso de salir corriendo en la dirección que Skrath les
había indicado, pero una preocupación inmediata lo distrajo.
—Ahí están —dijo Bélial
escupiendo de nuevo en el suelo. A lo lejos, entre los árboles, algunas melenas
de fuego se acercaban al lugar donde había caído el árbol. Podían escuchar el
roce de las armaduras contra las armas y cómo se comunicaban con gruñidos
cavernosos que sonaban como el fuego crepitando.
—Hay que escondernos —propuso
Hínodel—, todos al río.
Los elfos se sumergieron en la
orilla del río, metiéndose hasta la mitad del cuerpo pero sin perder de vista a
los azer, incluso Baltho entró, pero Skrath optó por esconderse tras un árbol
sin atreverse a volar. Por eso pudieron ver a tiempo cuando del grupo se
separaban tres azer y empezaban a acercarse.
—¡Nos vieron! —murmuró asustado
Koríntur.
—Imposible —dijo Hínodel—. No
parecen buscarnos.
Los azer se acercaban al río,
pero no hacia ellos. Se les podía oír gruñir a la distancia.
—Abajo y no se muevan —ordenó
Estrâik y los elfos entraron en el agua lo más que pudieron, lo justo para que
la nariz aún recibiera aire. Bélial, por el contrario, sacó un poco más la
cabeza. Hínodel lo jaló de la camisa, pero el bardo le hizo un gesto de que
esperara. Luego llevó las manos a las orejas.
—Intellego linguae —murmuró y un
chispazo sordo surgió de sus dedos y llegó hasta las orejas. Los hechiceros se
volvieron a él intrigados mientras el bardo se sumergía como los demás.
Cuando los azer llegaron hasta
el río, ninguno de los elfos movió ni un músculo, lo cual no era fácil; la
corriente, aunque amable, los agitaba y movía de su lugar; además el agua empezó
a calarles y el movimiento constante hacía que a veces les entrara agua a la
nariz, por lo que debían contener la respiración.
Del mismo modo que Koríntur
había sentido la preocupación de Skrath, el cuervo sintió la desesperación e
incomodidad de su amo, tal es la unión de un hechicero con su familiar. Lo más
tranquilo y rápido que pudo, caminó un poco alejándose del río y una vez que
estuvo a espaldas de los azer, comenzó a graznar y levantó el vuelo.
Los azer se volvieron
sobresaltados y lo vieron irse volando entre risas. Lo que sea que estaban
buscando o lo encontraron muy rápido o lo dieron por perdido, pero caminaron
despreocupados de vuelta a donde estaban sus compañeros y les gritaron algo en
la misma lengua extraña.
Con gran alivio, los elfos
sacaron la cabeza del agua y volvieron a respirar entre jadeos
—Puede ser un necio —dijo
Koríntur—, pero a veces ese cuervo es una bendición.
—¿Qué es lo que buscaban? —dijo
Telperion.
—El sitio del puente —dijo
Bélial aspirando con mucha dificultad.
—¿Qué puente? —dijo Estrâik—.
Aquí no hay ningún puente.
—No. Pero lo habrá. O al menos
eso quieren —el bardo se encaramó y volvió a fijar la mirada en los azer.
—También hablas en su lengua
—dijo Hínodel casi dudando del bardo. Por respuesta, éste se señaló las orejas.
—Un truco sencillo, ya te
enseñaré.
—Entonces piensan cruzar el río
—dijo Telperion lúgubremente.
—Así es, maese. Ese árbol no iba
a ser leña, como muchos otros. El río los detiene y quieren expandirse más allá
de él. Pero ahora tenemos una ventaja, dijeron que volverían al Palacio —y el
bardo empezó a salir del agua.
—El Palacio —repitió Telperion—.
Supongo que ahí estará el portal.
—Seguramente —dijo el bardo.
Baltho se secó sacudiendo su pelaje y Estrâik caminó a su lado.
—Nos llevarán al valle —dijo el
druida, de nuevo molesto—. A su Palacio. Ahí, donde han quitado los árboles.