Primera Historia - El Palacio del Fuego

"El Tirano Mestizo" es una narración dividida en varias novelas, o 'historias'.
Actualmente estás leyendo la Segunda Historia: el Reino de la Guerra.
Y así será mientras el castillo se vea en el fondo de pantalla.

sábado, 29 de diciembre de 2012

I. 12.- Los árboles caen



Bélial bajó la mochila, la abrió y, rodilla en suelo, empezó a repartir entre sus compañeros varios de los frascos que había llenado con agua.
—Hay que racionarlos. Si el humo es demasiado denso mojen un paño y respiren a través de él. Y cuiden el recipiente, podemos rellenarlos después en el río. Sólo rómpanlos como último recurso.
—Están tirando los árboles —dijo Estrâik—. No los queman, los tiran.
—Necesitan leña —dijo el bardo—. Eso nos da una ventaja.
—¿Ventaja? —Telperion acomodaba los frascos en su mochila.
—Estarán trabajando, seguramente —Bélial jaló de la tira de la mochila para cerrarla. Se levantó con un frasco en la mano y la espada en la otra—. Síganme, lo más callados que puedan.
El bardo se encorvó y echó a andar con pasos pequeños y veloces, apoyando primero las puntas y deslizándose más que pisando para patear cualquier rama en el camino. Koríntur fue el primero en seguirlo. Luego Hínodel y Estrâik, Telperion cerró la marcha más por retraso que por estrategia, las escamas de la armadura se oían frotarse y chocar y las placas del faldón a veces se encontraban en tenues tintineos. Por fuerza, tenía que avanzar más lento que sus compañeros.
Mientras más se acercaban, veían que Bélial bajaba más la cabeza y los pasos eran más cortos, luego más lentos. Hasta que llegó a tocar la tierra con las manos y a gatear en lugar de caminar. Pero ninguno de los elfos interrogó a Bélial, pues todos escuchaban lo mismo: golpes en la madera, pisadas yendo y viniendo y un murmullo crepitante. Pero ni una sola voz.
Bélial hizo una seña con la mano a sus compañeros para que se detuvieran y se arrastró pecho tierra desviándose un poco a la izquierda. Los demás se mantuvieron de rodillas, con la cabeza baja pero levantando los ojos para no perder detalle.
Era difícil arrastrarse con la espada desenvainada, apretaba el frasco de agua contra el pecho y se impulsaba con el codo para avanzar. El esfuerzo y el humo le habían hecho sudar y ahora el cabello le caía sobre la cara; en sus respiraciones entrecortadas tenía que resoplar para evitar que éste se le metiera a la boca.
Echó un vistazo entre los arbustos y alcanzó a ver la copa del árbol caído, luego el tronco y luego lo que lo había derribado. Los demás vieron que apartaba la vista con cierto aire abatido y preocupado. Con la espada a la altura de la pierna señaló al druida y le hizo señal con el dedo de que se acercara.
Estrâik acarició la cabeza de Baltho y el lobo se quedó echado donde estaba. Luego el druida empezó a arrastrarse por donde Bélial había pasado pero con más destreza. La hoja de la cimitarra, más corta que la de la espada, no le estorbaba al movimiento y tan acostumbrado como estaba Estrâik a esas escaramuzas en el bosque, llegó rápidamente donde su compañero.
También miró entre los arbustos. Unos hombres robustos y de baja estatura golpeaban el tronco del árbol y a cada golpe volaban astillas y partes de la corteza ennegrecida. La primera impresión fue que le habían prendido fuego al árbol para trabajarlo mejor, pero tras un momento vio que las flamas más grandes no estaban en la madera, sino en los hombres.
Unas fieras melenas de fuego les cubrían la cabeza, naciendo en la barbilla y subiendo por las orejas, hasta crecer en la coronilla. Los hombres tenían la constitución de los enanos: un poco más bajos que los hombres o los elfos, pero compensándolo con hombros anchos y unos brazos musculosos y gruesos. Llevaban el torso casi desnudo a excepción de algunas piezas de armadura que se colgaban con cadenas al rojo vivo por el contacto con su piel, del color del bronce, encendido y brillante como metal fundido; toda ella irradiaba calor y brillaba intermitentemente. Los ojos eran dos cuencas aún más luminosas, uniformes como el metal más incandescente de la forja; lo mismo la boca, cuando la abrían era como ver el interior de un horno encendido.
Eran cinco los hombres de fuego que trabajaban convirtiendo el árbol en leña; envolvían las ramas con una mano hasta que el fuego terminaba por quebrarlas o se abrazaban al tronco para debilitar la madera, en lugar de usar hachas terminaban el trabajo con gruesos martillos de batalla.
Estrâik miró a Bélial. El bardo levantó el frasco y apretó la espada. El druida se volvió hacia sus compañeros que esperaban entumidos de tan tensos. Apuntó a Hínodel y a Koríntur y les hizo señal de que fueran por la derecha, al otro lado, tratando de hacer un pequeño flanqueo. Teperion, mientras tanto, estaría en el centro. Con la mano, Estrâik le indicó que no se moviera e hizo la pantomima de sujetar un arco. Telperion se arrodilló, besó el símbolo sagrado y tensó una flecha. Baltho permanecía a su lado, echado sobre la tierra, sin soltar ni un pequeño gruñido.
Todos intercambiaron una mirada. Estrâik fue el primero en asentir. Bélial le respondió y acto seguido lanzó el frasco al hombre de fuego más cercano.
Pasó apenas en un momento: el frasco se quebró acertadamente sobre su cabeza, el agua amenazó con apagar su melena de fuego mientras gritaba con un gruñido tosco de dolor; sus compañeros se volvieron hacia él y descuidaron la retaguardia, donde Hínodel y Koríntur al grito de Jactum magicus lanzaban sus destellos hacia otro de los leñadores. Estrâik salió de entre los arbustos girando la cimitarra y lanzó un tajo certero al que había sido mojado. Como si hubiera chocado contra metal, la hoja sacó chispas incandescentes de la desconcertada cara del hombre. Después Bélial intentó rematarlo, pero sus compañeros ya habían reaccionado y uno de ellos interceptó al bardo rozándolo con su pesado martillo.
El que había sido mojado subió al tronco del árbol y del faldón de su armadura tomó un cuerno de bronce. Justo antes de que pudiera hacerlo sonar, una flecha se le encajó en la cara; Telperion había disparado al mismo tiempo que Baltho corría a ayudar a su amo.
Hínodel y Koríntur, por su parte, estaban en dificultades: los otros tres hombres los rodeaban con lanzas cuyas puntas brillaban de calor. Sin poder hacer otra cosa, Koríntur tomó rápidamente la maza que llevaba al cinto y trató de golpear la cabeza de uno de ellos, pero sólo alcanzó uno de los hombros que estaba protegido por la armadura. En contraataque, el hombre de fuego dio una estocada con la lanza que rozó el costado del hechicero, abriendo una herida y cauterizándola de inmediato debido al calor.
El que tenía el cuerno se volvió rápidamente hacia Telperion. Reconoció al clérigo a la distancia y, aún débil como estaba, su cara se llenó de ira y la melena de fuego creció quemando la flecha que hasta el momento seguía en el pómulo no sin causar daño, pues le había trabado la mandíbula abierta. Tiró el cuerno, tomó la lanza y la arrojó enérgicamente contra Telpeion. Pero la distancia era suficiente para que el clérigo tuviera tiempo de hacerse a un lado.
Estrâik buscó en su cinturón la rama de acebo y muérdago que los druidas siempre cargan con ellos para canalizar la energía de la naturaleza. Lo elevó sobre la cabeza con la mano en que no empuñaba la cimitarra y apuntó hacia el hombre que estaba sobre el tronco.
—Crearis aqua —dijo con una voz profunda y seria, casi tranquila. De todos lados surgieron pequeñas gotas de rocío que se unían a gran velocidad; tan rápidas, tan certeras, que apenas pasó un segundo antes de hacer suficiente agua para llenar un tonel pequeño y toda ella cayó sobre la cabeza del hombre de fuego quien, completamente debilitado, se desmayó mientras su piel ennegrecía y su melena se apagaba.
—¡Ayúdalos! —gritó Bélial saltado hacia un lado para esquivar el martillo de su oponente.
Estrâik giró sobre sus talones y silbó para llamar a Baltho. Koríntur y Hínodel se las arreglaban para escapar de las lanzas o ponerse a la distancia suficiente como para poder lanzar un conjuro sin bajar la guardia.
Tomó la cimitarra con ambas manos y lanzó una estocada baja con todas sus fuerzas al que le daba la espalda ocupado en tratar de golpear a Koríntur, pero ésta vez su hoja resultó inefectiva. La piel brillante del hombre se confundía con el metal al rojo vivo de sus armaduras, por lo que no pudo encontrar alguna vía libre para herirlo. Por respuesta, el hombre de fuego giró sobre sí mismo y con un revés golpeó al druida en el pecho, haciéndolo retroceder sin aire.
Era tiempo suficiente. Cuando el hombre regresó la mirada a Koríntur, éste ya tenía el puño cubierto de escarchar.
—¡Fulmen de pruina! —gritó el hechicero, golpeando la cabeza del hombre con una densa bola de nieve mágica que lo hizo caer de bruces, pero antes de que Koríntur pudiera rematarlo un grito detrás de él desvió su atención.
Hínodel había caído y sujetaba con ambas manos la lanza que uno de los hombres trataba de clavarle. El otro hombre había corrido tras el tronco del árbol caído y buscaba algo entre la tierra.
Al oír el grito de su amiga, Telperion tensó otra cuerda en el arco y avanzó decidido hacia ellos.
—Favoris divinum —murmuró con ojos brillantes. Un halo de luz verde surgió del símbolo sagrado y subió hasta su cuello, expandiéndose por sus hombros y sus brazos hasta llegar a las manos y terminar en la punta de la flecha. Cuando disparó, el proyectil dejó tras de sí una estela verde y fue a dar a la cabeza del hombre de fuego. Sus manos aflojaron la lanza y su melena ardió con furia consumiendo la flecha incrustada antes de apagarse por completo en la piel carbonizada.
Bélial empezaba a cansarse. Lo más que había conseguido era desviar los golpes de martillo de su oponente, pero ni una vez había colado su espada entre las placas de la armadura. Por su parte, el hombre de fuego parecía animado por el combate. Esperaba cansar lo suficiente al bardo para reducirlo en el golpe final, pero antes de poder lanzar el siguiente martillazo, una silueta blanca cruzó a toda velocidad entre los dos. Baltho corría alrededor del hombre de fuego buscando distraerlo.
Estrâik había recobrado el aliento, tenía de espaldas al hombre que amenazaba a Bélial. Levantó la cimitarra dispuesto a ayudar pero tropezó de inmediato. El que había caído de bruces le sujetaba el pie con su mano ardiente, quemando el cuero de la bota mientras el druida se retorcía para soltarse.
Al escuchar el grito de su amigo, Hínodel saltó hacia enfrente y trazó un movimiento amplio con el brazo.
­—¡Fulmen de pruina! —gritó la elfa y lanzó la bola de nieve mágica al pecho del hombre, donde al golpear se expandió por el torso, derritiéndose y apagando sus últimas fuerzas. Estrâik intentó levantarse, pero le dolía apoyar el pie.
Hínodel cargó la ballesta y apuntó. El hombre de fuego había derribado al bardo y trataba de tocarle la cara con su martillo incandescente, el bardo apenas y podía defenderse con la espada, que empezaba a calentarse. No podía abrir los ojos a causa del sudor y el fuego en la melena de su enemigo, pero le adivinaba una sonrisa de triunfo a juzgar por la risa en medio del forcejeo.
Hínodel disparó, pero la saeta ardió en la piel del hombre sin más. Cuando intentaba recargar la ballesta vio cerca de ella al otro hombre de fuego subir al tronco. Telperion corrió desde donde estaba.
—¡Que no lo haga sonar! —el clérigo había visto lo que el hombre de fuego buscaba. Hínodel alzó la vista y vio cómo éste se llevaba a la boca el cuerno de bronce. Tardó apenas un segundo en reaccionar, pero fue suficiente. Una nota clara, metálica y amenazante se elevó hacia el cielo. Duró muy poco, apenas un grito ahogado. De inmediato Hínodel se acercó y disparó, acertando en la barbilla del hombre de fuego. El cuerno de bronce cayó y el hombre con él, con la piel totalmente carbonizada.
Baltho gruñía al último hombre de fuego, pero no lo podía atacar. Un mordisco a su piel ardiente hubiera supuesto una herida en la única arma del lobo. Estrâik, tumbado en el suelo, levantó la rama de acebo y muérdago hacia su compañero.
—Crearis aqua —dijo reuniendo fuerzas. De nuevo, millones de gotas de rocío surgieron de todos lados hasta formar un charco sobre los dos combatientes y cayó de golpe sobre el hombre de fuego. Una densa nube de vapor se elevó mientras el hombre se retorcía de dolor, las llamas bajaron la intensidad y Baltho aprovechó para lanzarse sobre él. Con un mordisco certero en la yugular, derribó al último enemigo y terminó con él antes de que su melena pudiera encenderse otra vez.
Sólo la respiración entrecortada de Bélial rompía el silencio en que quedaron. El bardo se secó el sudor con la manga y luego se talló los ojos, exhausto. Telperion se acercó a Estrâik.
—¿Estás bien? —le preguntó en voz baja.
—Necesito ir al río.
—Hay que movernos de aquí —dijo Hínodel pateando el cuerno.
—Koríntur, que Skrath investigue los alrededores —dijo Telperion, ayudando a levantar a Estrâik.
—¡Claro! En cuanto sepa dónde se metió —dijo el hechicero colgando la maza en el cinturón y luego tomó una de las lanzas, pensando que podría servirle más adelante.
—¿Te hizo daño? —Hínodel se acercó a Bélial.
—Estoy agotado.
—No podemos descansar ahora, arriba.
Le tendió una mano y lo ayudó a levantarse, luego tomó otra de las lanzas.
—De haber sabido que mi puntería no iba a servirme de nada, no hubiera dejado mi espada en Líbermond —dijo la elfa.
—Pero te hubieras perdido de mi compañía —dijo el bardo sacudiéndose la camisa.
—Date prisa —repuso la elfa.
Telperion ayudó a Estrâik a moverse hasta el río, Koríntur buscaba entre los árboles a Skrath, estaba seguro de que apenas había comenzado el combate se había dado a la fuga. Bélial y Hínodel cerraban la marcha, echando en todo momento miradas nerviosas por encima del hombro e incluso caminaban de espaldas.
Cuando llegaron al río lavaron sus heridas en silencio y bebieron a grandes sorbos. Koríntur dividía su atención entre revisar la herida cauterizada en el brazo y buscar con los ojos a Skrath, aunque en cierto modo, ninguna de las dos cosas parecía preocuparle demasiado.
La silueta de una mano gruesa había quedado marcada en la bota de cuero de Estrâik, sin embargo ésta había resistido lo suficiente como para evitar una herida más grave en el druida, pero el golpe en el pecho había dejado una gran marca roja llena de pequeñas ampollas.
—Se ve peor de lo que se siente —dijo cuando sus compañeros vieron la herida. Bélial, un poco apartado del río, buscaba distraídamente raíces con la espada, mientras mantenía la vista fija en el lugar del que venían.
—¿Qué está haciendo? Lo van a ver —dijo Hínodel.
—La idea es que yo los vea a ellos, cariño —dijo el bardo—. Más azer vendrán a revisar y luego volverán a su guarida. Entonces los seguiremos.
—¿Azer? —preguntó Telperion.
—Guerreros y mercenarios en su mundo.
—Son fuego que camina —dijo Hínodel.
—No creo que ellos hayan atacado a los unicornios —Bélial tomó una raíz del suelo y comenzó a masticarla.
—¿Cómo estás tan seguro? —preguntó Telperion.
—Porque usan armas. Las heridas de Koríntur y Estrâik son demasiado pequeñas y ustedes comentaron que los unicornios estaban siendo quemados. Aunque los cuerpos de los azer ardan, dudo que alguno haya sido lo bastante ágil como para abrazar a un unicornio el tiempo suficiente. Buscamos algo todavía más grande.
Y luego escupió algo negro, mientras seguía masticando la raíz. Estrâik se volvió a Telperion asintiendo.
El aire agitó las hojas de los árboles. Koríntur alzó la cabeza y salió del agua.
—¿Qué ocurre? —Hínodel tomó la lanza.
—Es Skrath ­—dijo el hechicero—. Está preocupado.
Koríntur perdió la mirada en algún punto en el suelo, como quien se olvida de lo que ve para agudizar otro sentido. Luego levantó los ojos y alzó el brazo, todos vieron a Skrath descender con varios aleteos en el brazo de su amo.
—Me espanté —graznó.
—¿Dónde estabas?
—¡No me iba a quedar ahí! Ya sé para dónde hay que ir.
Los elfos se acercaron al cuervo.
—Hacia el… eh… este, sí. Hacia el este. Cada vez más lejos del río, empieza a haber un camino, han quitado los árboles y… eh… después han quitado más árboles, muchos. Hay un claro. Y luego un valle y vi fuego…
—¿El valle estaba en llamas? —preguntó alarmado Telperion.
—Sí, pero no —graznó preocupado el cuervo—. A veces el fuego salía de la tierra. Y había algo de humo, pero no me acerqué más porque tuve miedo de no volver a encontrarlos. Pero sé dónde está el valle. Hacia el este y lejos del río, donde ya no hay árboles.
Un miedo profundo cubrió el semblante de los elfos que se sumieron en un nuevo silencio de inquietud. Estrâik empezó a respirar con fuerza y por primera vez vieron que por sus ojos cruzaba un destello de fuerza muy cercano a la ira. Todos los músculos del cuerpo se le tensaron y tuvo el impulso de salir corriendo en la dirección que Skrath les había indicado, pero una preocupación inmediata lo distrajo.
—Ahí están —dijo Bélial escupiendo de nuevo en el suelo. A lo lejos, entre los árboles, algunas melenas de fuego se acercaban al lugar donde había caído el árbol. Podían escuchar el roce de las armaduras contra las armas y cómo se comunicaban con gruñidos cavernosos que sonaban como el fuego crepitando.
—Hay que escondernos —propuso Hínodel—, todos al río.
Los elfos se sumergieron en la orilla del río, metiéndose hasta la mitad del cuerpo pero sin perder de vista a los azer, incluso Baltho entró, pero Skrath optó por esconderse tras un árbol sin atreverse a volar. Por eso pudieron ver a tiempo cuando del grupo se separaban tres azer y empezaban a acercarse.
—¡Nos vieron! —murmuró asustado Koríntur.
—Imposible —dijo Hínodel—. No parecen buscarnos.
Los azer se acercaban al río, pero no hacia ellos. Se les podía oír gruñir a la distancia.
—Abajo y no se muevan —ordenó Estrâik y los elfos entraron en el agua lo más que pudieron, lo justo para que la nariz aún recibiera aire. Bélial, por el contrario, sacó un poco más la cabeza. Hínodel lo jaló de la camisa, pero el bardo le hizo un gesto de que esperara. Luego llevó las manos a las orejas.
—Intellego linguae —murmuró y un chispazo sordo surgió de sus dedos y llegó hasta las orejas. Los hechiceros se volvieron a él intrigados mientras el bardo se sumergía como los demás.
Cuando los azer llegaron hasta el río, ninguno de los elfos movió ni un músculo, lo cual no era fácil; la corriente, aunque amable, los agitaba y movía de su lugar; además el agua empezó a calarles y el movimiento constante hacía que a veces les entrara agua a la nariz, por lo que debían contener la respiración.
Del mismo modo que Koríntur había sentido la preocupación de Skrath, el cuervo sintió la desesperación e incomodidad de su amo, tal es la unión de un hechicero con su familiar. Lo más tranquilo y rápido que pudo, caminó un poco alejándose del río y una vez que estuvo a espaldas de los azer, comenzó a graznar y levantó el vuelo.
Los azer se volvieron sobresaltados y lo vieron irse volando entre risas. Lo que sea que estaban buscando o lo encontraron muy rápido o lo dieron por perdido, pero caminaron despreocupados de vuelta a donde estaban sus compañeros y les gritaron algo en la misma lengua extraña.
Con gran alivio, los elfos sacaron la cabeza del agua y volvieron a respirar entre jadeos
—Puede ser un necio —dijo Koríntur—, pero a veces ese cuervo es una bendición.
—¿Qué es lo que buscaban? —dijo Telperion.
—El sitio del puente —dijo Bélial aspirando con mucha dificultad.
—¿Qué puente? —dijo Estrâik—. Aquí no hay ningún puente.
—No. Pero lo habrá. O al menos eso quieren —el bardo se encaramó y volvió a fijar la mirada en los azer.
—También hablas en su lengua —dijo Hínodel casi dudando del bardo. Por respuesta, éste se señaló las orejas.
—Un truco sencillo, ya te enseñaré.
—Entonces piensan cruzar el río —dijo Telperion lúgubremente.
—Así es, maese. Ese árbol no iba a ser leña, como muchos otros. El río los detiene y quieren expandirse más allá de él. Pero ahora tenemos una ventaja, dijeron que volverían al Palacio —y el bardo empezó a salir del agua.
—El Palacio —repitió Telperion—. Supongo que ahí estará el portal.
—Seguramente —dijo el bardo. Baltho se secó sacudiendo su pelaje y Estrâik caminó a su lado.
—Nos llevarán al valle —dijo el druida, de nuevo molesto—. A su Palacio. Ahí, donde han quitado los árboles.


jueves, 27 de diciembre de 2012

I. 11.- El humo


Estrâik fue el primero que habló.
—Paciencia —le dijo al clérigo cuando salieron del cuarto—. Sé lo que piensas hermano, pero no estás en condiciones de ir al bosque. Mañana. Sólo después de que hayas descansado y la ira se haya quedado en tu cama podrás aventurarte a resolver tus problemas.
Telperion no quería levantar la mirada. Apenas y lo hizo cuando en el rellano de la escalera aparecieron los demás clérigos.
—Estrâik tiene razón —dijo Koríntur con la voz más tranquila que le habían escuchado—; de nada sirve salir con prisa. Cansados y en a oscuras, sólo terminaríamos… no podríamos cumplir la misión.
Más que relajarlo, las palabras de sus compañeros lo irritaban. ¿Qué podía saber Koríntur si él era un extranjero que no sabía a ciencia cierta qué lo había llevado hasta Faunera? Y la actitud de Estrâik era, además, decepcionante; él que veía cómo el fuego consumía el bosque y desfiguraba a los que lo protegían, él que había visto la devastación de cerca, justo como los clérigos, ¿ahora le pedía paciencia? Para Telperion era una confirmación más de que todo se lo tomaban a juego.
Cuando Hínodel le puso una mano en el hombro, prefirió hacerse el desentendido. Lo peor que podía pasarle en ese momento es que la elfa se uniera a la opinión de los demás.
—Tal vez nosotros no podemos entenderte —dijo casi en un susurro—, pero ella sí.
Telperion levantó la mirada y vio entre los demás clérigos a una de cabello rojizo presionar un símbolo sagrado contra su pecho, temblando con la más profunda de las desesperaciones. Apenas la vio y los ojos de ella enrojecieron y se hincharon; el labio inferior le temblaba. La vio y le dio a entender de inmediato que no podría ayudarlo, y ella leyó en la cara del clérigo el dolor, incluso la culpa. La mujer hipó una vez y tragó saliva a pesar de tener la boca seca de llanto. Entreabrió los labios y tras dos rápidas respiraciones habló con la voz seria y monótona de quien evita quebrarse en llanto.
—Paciencia, maestro. Mañana iremos por él y lo apagaremos. Y esto no volverá a pasarle a nadie.
Después besó su símbolo sagrado y caminó hacia el cuarto. Ni despacio ni deprisa, sólo sabía a cada paso que al abrir la puerta vería al mismo hombre con las mismas cicatrices sobre la cara.
Bélial, que había escuchado tantas canciones e historias no había comprendido en ningún lado el amor como lo comprendió en los ojos de ella.
—Hay que dormir —fue lo único que dijo Telperion. Caminó hacia su cuarto apoyándose en su bastón. Tan cansado como estaba parecía más viejo, su barba brillaba menos y parecía formada de hilos muy delgados. Pero al mismo tiempo, todo el clérigo se sentía más sabio y cada paso que daba era una advertencia a sus enemigos, una promesa de castigo.

Antes de que el sol saliera ya había movimiento en el Gran Roble. Hínodel revisó la bodega con esperanza de encontrar municiones para su ballesta, pero sólo encontró flechas para arco. Soltó un resoplido lamentándose de haber dejado la espada en Líbermond.
Koríntur y Estrâik tomaban las provisiones de las que podían prescindir en el templo y las guardaban en las mochilas, mientras Bélial llenaba con agua todos los frascos que encontraba.
Sin embargo, cuando los clérigos empezaron a prepararse, la orden fue tajante.
­—Iremos nosotros cinco, nada más.
Los clérigos protestaron y defendieron que estaban capacitados para combatir, que su poder podría apoyar al de Telperion y que un par de manos nunca estaban de más, pero el clérigo en jefe había tenido suficiente tiempo durante el sueño para hacerse de una convicción férrea.
—Al contrario —les dijo—, una mano más de las necesarias es ya un estorbo.
—Lo que le pasó a Ósfaut fue un accidente —dijo el clérigo de piel oscura—. No volverá a suceder.
—Los accidentes no existen —dijo Telperion—. Además, un grupo demasiado grande será fácil de ver. Nosotros cinco encontraremos el fuego y lo apagaremos.
—De acuerdo —dijo Valrya, detrás de los clérigos; terminaba de pulir la armadura de su maestro—. No combatiremos. Pero déjanos acompañarte hasta la delta del río Verde, el terreno que hemos explorado. Después prometemos regresar.
No había súplica o amenaza en la voz del aprendiz, era una simple petición, como quien pide agua y no se le puede negar.
—Hasta la delta —dijo Telperion con la primer sonrisa desde que vio a Ósfaut—. De acuerdo.
Salieron al jardín trasero en silencio, el cielo ya clareaba en el este pero el sol no asomaba aún su corona. Los clérigos se estremecieron con la brisa matutina, era un frío recalcitrante que terminó de despertar a Koríntur. El hechicero silbó y tras un momento, Skrath bajó de los árboles y se posó en su hombro dando un largo bostezo. Baltho esperaba al grupo de cara al bosque, tan sereno como su amo, escudriñando entre los troncos, buscando en el aire el menor indicio de calor.
Telperion terminó de ponerse la armadura con ayuda de Valrya y se colgó otro símbolo sagrado de Ehlonna. Había cambiado el suyo de plata por el de Ósfaut, de madera igual que los símbolos de sus compañeros.
Estrâik cortó el aire con la cimitarra una vez para desperezar los músculos y con el arma en la mano, hizo un gesto con la cabeza a Telperion. Por respuesta, éste empezó a caminar hacia el bosque y todos le siguieron el paso.
Las hojas de los árboles temblaban como de frío y el aire limpio y con olor a hierba les rasguñaba la cara entumecida. Demasiado rápido habían pasado del calor del Gran Roble a la desprotección del bosque. Las hojas crujían bajo sus pies y el grupo caminaba disperso, alejados unos de otros, como si cubrir más terreno les diera poder sobre sus enemigos.
Tan dispersos estaban que apenas notaron que alrededor de ellos otras pisadas se unían a las suyas, tranquilas, protectoras. Una triada de unicornios escoltaba al grupo, entre ellos Halvaradian que mostraba a Telperion la amplia cicatriz que le cruzaba la cara, sobre la cual había vuelto a crecer el pelillo fino y brillante.
—Solamente hasta la delta —les dijo Telperion con simpatía—, de ahí en adelante, mis compañeros y yo iremos solos.
—De acuerdo —dijo Halvaradian—. Será como tú quieras.
Pero habló en un tono que hizo que Bélial riera.
Cuando los hilos del sol empezaron a filtrarse entre algunas hojas al este, les llegó hasta los oídos el rumor del agua. Se acercaban al Río Verde que era llamado así por unas hierbas pequeñitas como musgo, pero brillantes, que coloreaban el agua con un tenue matiz esmeralda. Cuando el sol daba de lleno sobre el agua clara, en las partes más estrechas del río se veían unos pequeños destellos verdes, como el brillo del oro o el cristal. Sabían que el río se extendía más allá del bosque, hasta el mar, pero desconocían si el brillo que le daba su nombre salía de Faunera o era una belleza exclusiva del lugar.
Los clérigos reconocieron que aquel era el brazo norte del río y para evitar quedar atrapados por la delta, caminaron del lado izquierdo.
Así siguieron el río por mucho tiempo y cuando el sol ya se había alejado bastante del horizonte el rumor del agua creció, al flujo de la corriente se sumó el ruido del agua salpicando al chocar con las piedras.
Ahí el terreno empezaba a subir, las fallas en el río lo hacían dividirse en la delta marcada por un canto rodado inmenso y era el único punto donde habían visto que el musgo brillante salía del agua.
—Este es el límite —dijo Halvaradian.
—Es un camino largo —dijo Koríntur acercándose al río.
—Por eso no permitía que pasáramos de aquí —dijo el clérigo de barba castaña—, para cuando volvamos, será media tarde.
—La idea era que jamás estuviéramos de noche en el bosque —dijo la mujer de cabello rojizo con la voz apagada.
—Tendremos que arriesgarnos —dijo Telperion—. Comeremos algo y después regresarán. También es para los tuyos, Halvaradian.
—¿Desde cuándo los elfos mandan sobre los unicornios? —dijo Halvaradian más irónico que molesto—. Además, si nos dices que regresemos a casa, ya estamos ahí.
—No estoy empezando una discusión —dijo el clérigo.
—Creo que deberías reunir a más de los tuyos, hermano —dijo Estrâik al unicornio—. Estoy seguro que el fuego se pondrá más agresivo.
El grupo se sumió en un silencio repentino. Bélial, que ya mascaba carne seca con Koríntur, asintió.
—Pensaba lo mismo.
—¿Por qué? —preguntó Hínodel.
—Por todo lo que averiguaron en Líbermond —dijo Bélial.
—El fuego piensa y siente, hermana —dijo Estrâik—. Nos sentirá llegar y hará todo lo posible por detenernos.
Los clérigos parecían menos dispuestos a irse. Telperion tomó una manzana de mano de Koríntur y le dio un sonoro mordisco.
­—El fuego puede quemar fácilmente, varios manzanos —dijo—. Pero le resultará difícil quemar una sola manzana. Una en especial. Mientras más seamos, seremos un blanco más fácil. Realmente, lo más seguro para todos es que vayamos nosotros.
—Como te dije antes, estoy de acuerdo —dijo el unicornio—. Pero tampoco esperes que cuando el bosque necesite ayuda, los unicornios se queden viendo a que los elfos se arriesguen solos. Mantendremos un ojo sobre ustedes, Telperion. ¡Suerte!
Y dando una coz sobre la hierba, salió galopando con sus compañeros hacia el norte.

El sol estaba en lo más alto cuando terminaron de comer y los clérigos se despedían entre oraciones y deseos de buena suerte. Apenas y esperaron a que se alejaran cuando los elfos reemprendieron el camino hacia el este, de nuevo al lado del río.
Entre la inmensidad del bosque, la soledad se acentuaba a cada paso. Costaba creer que ese lugar fuera para ellos una amenaza constante. El sol levantaba un aura amarilla de las hojas secas en el suelo y la tierra húmeda resplandecía bajo sus pies. Por entre las ramas de los árboles, la luz se colaba como cuerdas de cristal dorado que tocaban amablemente el suelo aquí y allá y el ambiente estaba lleno de insectos y esporas, semejantes a pequeñas hadas.
Por más bella y agradable que fuera la visión, no podían disfrutar de nada. Caminaban en silencio y con los ojos muy abiertos, atentos a cualquier cosa que se moviera o hiciera ruido. De algún modo, el estado de alerta permanente tampoco les favorecía, caminaban más despacio y el silencio les crispaba los nervios. Koríntur llegó a resoplar varias veces, harto de la tensión.
—¿Por qué no mando a Skrath a investigar? —dijo con un dejo de impaciencia.
—Buena idea —dijo Telperion—. Nadie ni nada sospecharía de él.
—Adelante, amigo —dijo Koríntur levantando el brazo—. Sé útil y busca algo sospechoso.
El cuervo dio un picotazo y alzo el vuelo. Esquivó algunas ramas y voló por encima de las copas de los árboles. Por un rato sólo escucharon los aletazos del cuervo más fuertes que sus propias pisadas.
Bélial prestaba atención a todos esos sonidos, al rumor barbotante del río, al ruido de las hojas que al moverse suenan como cientos de piedritas cayendo, a la tierra húmeda comprimirse bajo sus pies.
Y luego algo más. Se detuvo en seco, al mismo tiempo que Estrâik y Baltho. Los demás los secundaron sin haberse percatado de nada.
—¿También lo oíste? —preguntó Bélial a Estrâik, el druida se volvió hacia él.
—¿Qué fue? ¿Eran chillidos?
—Eran risas —dijo Bélial en un susurro, con un dedo frente a los labios—. Risas agudas.
En un acto instintivo ante el peligro y llevado por la tensión, Koríntur metió los dedos a la boca para llamar a Skrath.
—¡No! —trató de atajarle Bélial en un grito ahogado, pero muy tarde. Un breve silbido había golpeado el silencio, rasgando la calma del bosque. Tal vez en otras circunstancias pudo pasar como un acto inocente y el ruido hubiera sido uno más entre cientos.
Koríntur se golpeó la cabeza con la palma y cuando Skrath llegó hasta su hombro le asestó un picotazo.
—¿En qué estás pensando?
—Me equivoqué, ¿sí?
—Silencio —Estrâik había desenvainado la cimitarra. Veía un punto hacia el sur, cruzando el río. Nadie dijo una palabra y apenas se permitían respirar. Entre el silencio de la espera, el filo sedoso de la espada de Bélial se oía desenvainarse con mucha lentitud.
Entonces los demás pudieron oírlo también. Unas risillas agudas, divertidas, casi simpáticas. Para Bélial, no había mucha diferencia con las risas de algunas hadas. Después de todo, las hadas tienen una malicia muy particular.
Apenas y tuvieron tiempo para reaccionar. Tres bolas de fuego volaban entre los árboles, no se molestaban en esquivarlos, pues apenas chocaban con alguno la corteza volaba entre varias chispas y el tronco se ennegrecía.
Pasaron sobre el río describiendo un arco y se lanzaron de inmediato contra los elfos. Mientras Telperion desviaba a una de las bolas de fuego con el escudo, Hínodel sin más saltaba hacia un lado para esquivarla. Las bolas de fuego siguieron su camino, riendo y golpeteando los árboles mientras daban la vuelta. Estrâik levantó la cimitarra en guardia hacia la tercer bola de fuego, que no se movía de su lugar. Ya quieta, el brillo que la envolvía se había relajado, revelando su forma con claridad.
Era un hombrecillo, apenas más pequeño que un mediano. Su piel rojiza estaba completamente envuelta en llamas y de su espalda le surgían unas grandes alas de murciélago que al batirlas encendían más el fuego de su cuerpo y lo hacían subir y bajar en el aire.
Telperion dio un paso adelante y le mostró su símbolo sagrado. Alcanzó a ver que la cabeza del hombrecillo estaba coronada por un par de cuernos diminutos y sus manos terminaban en unas garras afiladas como puntas de flecha, lo que le daba un aspecto de diablo o demonio muy pequeño.
Si se había quedado quieto el tiempo suficiente para que lo vieran, era solo para ganar tiempo. Bélial reaccionó instintivamente y giró sobre sí mismo con la espada en alto, pero otro diablillo ya le había dado alcance y con un golpe rápido le rasguñó el brazo de la espada. Las pequeñas garras escocían, dolía más lo que quemaban que lo que cortaban.
Alertado por el movimiento del bardo, Hínodel también se volvió y, por segunda vez, sus reflejos le salvaron de un golpe inminente. Las tres figuras rieron de los elfos y comenzaron a volar a su alrededor. Cuando Hínodel se reincorporó, ya tenía la ballesta en una mano. Se dio sólo un segundo para afinar la puntería y disparó. Pero esta vez falló.
Con un giró rápido, uno de los diablillos golpeó la saeta y la hizo arder. Telperion tomó el arco lo más rápido que pudo, pero la sorpresa lo hizo trastabillar y tardó aún un momento en lograr tomar una flecha como debía. Mientras tanto, Koríntur había hecho un enérgico movimiento con la mano izquierda cortando el aire.
¡Fulmen de pruina! —gritó y de su mano salió disparada una bola de nieve brillante y azulada, apenas más grande que su puño. La bola de nieve cruzó sobre las cabezas de los elfos y tomó por sorpresa a uno de los diablillos que, al ser golpeado, cayó al suelo en medio de un grito agudo y confuso. La nieve apagó momentáneamente su fuego, lo que evidentemente le causaba un gran dolor. Estrâik tomó la cimitarra con ambas manos y aprovechando la ventaja, la enterró con todas sus fuerzas sobre el diablillo. Teniéndolo ya cerca, se dio cuenta que era una figura femenina la que se retorcía de dolor bajo su filo, una pequeña mujer de cabello lacio cuya piel se oscurecía rápidamente mientras las flamas de su vida se apagaban.
Indignados, los otros dos diablillos volaron hacia Estrâik. También uno de ellos tenía figura femenina. Aleteaban con furia sobre la cabeza del druida, aspirando con enojo y llenándose el pecho de fuerza.
—¡Cuidado! ­—gritó Bélial y ambos diablillos echaron la cabeza hacia delante para escupir a Estrâik, pero sólo uno lo logró. El otro fue atravesado certeramente por una flecha de Telperion.
Mientras ese diablillo de forma masculina se desvanecía con la piel ennegrecida, de la boca de la otra salían ascuas y flamas como las de la cresta de una hoguera. Estrâik trató de ponerse a cubierto pero sólo consiguió que el fuego le alcanzara en la espalda.
Con una última aspiración de humo, la diablilla se limpió la boca riendo; se volvió hacia los elfos y alcanzó a ver a Bélial a tiempo, quien ya se preparaba para cortarla con la espada. En un aleteo rápido se elevó saliendo del alcance del bardo.
Hínodel bajó la ballesta, ésta vez no podía permitir que escapara. Entrecerró el puño y un pequeño haz de chispas rosadas apareció en él. Con energía extendió la mano hacia la diablilla.
¡Jactum magicus! —gritó y el brillo rosado golpeó a la diablilla. Ésta agitó la cabeza confundida y vio con odio a Hínodel. Pero sabiéndose superada en número, hizo un amago de escape y por segunda vez Telperion no falló el disparo; la diablilla terminó con una flecha en el vientre y cayó describiendo círculos mientras sus llamas se apagaban.
—No son tan grandes —dijo Koríntur algo confiado—, pensé que buscábamos algo más… no sé, monstruoso.
—No te preocupes, hermano, eso estamos buscando —dijo Estrâik metiéndose al río para calmar el ardor de la espalda.
—Ellos son el menor de nuestros problemas —dijo Bélial—. Los méfits ni siquiera son fuerzas de combate, son sólo habitantes de los planos.
—¿No eran diablos? —preguntó Telperion acercándose al cadáver de uno de ellos.
—Por suerte no, maese —dijo el bardo acercándose a Estrâik—; se parecen, pero no tienen nada que ver con alguna fuerza infernal o abismal.
Y después sumergió el brazo en que fue herido. El agua del río verde, clara y fresquísima, era el alivio perfecto para el escozor.
—¿Están bien? —preguntó Hínodel.
—Estoy seguro que nos fue bien —dijo Estrâik saliendo del agua—. Sugiero que tratemos de seguir lo más cerca que podamos del río.
—Méfits —repitió Koríntur, removiendo con el pie uno de los pequeños cadáveres—. Nunca había visto nada como ellos… aunque claro, si lo hubiera hecho, no lo recordaría.
—A quienes realmente temo, es a los elementales —dijo Bélial sacudiéndose el agua del brazo—. Será como ver caminar al fuego.
Los demás guardaron silencio e intercambiaron miradas. Era justamente lo que habían oído en los relatos de los unicornios.
—Vamos —dijo Telperion besando de nuevo su símbolo sagrado, pero justo cuando se disponían a reiniciar Baltho empezó a gruñir.
—¿Qué pasa, amigo? —Estrâik se arrodilló a su lado, el lobo apuntaba fijamente a algún lugar en el este. El druida pudo entender que su compañero no veía nada, sino que olfateaba. Cerró los ojos y prestó atención al aire a su alrededor. Se levantó de golpe.
—Humo —dijo con miedo—. Hay árboles ardiendo por aquí.
—¡De prisa! —Koríntur alzó el brazo y Skrath levantó el vuelo. Apenas salió de entre las copas de los árboles volvió a bajar.
—¡Unos árboles se queman! —dijo el cuervo, graznando aterrado—. ¡Allá! ¡Adelante!
Aún con las armas en las manos, los elfos corrieron siguiendo al cuervo. El miedo les revolvía el estómago y el sudor empezó a perlar sus frentes; mientras corrían se volvían a todos lados, buscando algún indicio de fuego. De algún modo, tener el río tan cerca les daba cierta tranquilidad, pero conforme Skrath avanzaba, el agua se iba alejando más y más. Koríntur trataba de mantenerlo aún a la vista.
El cuervo bajó la velocidad y regresó al hombro de su amo, entre estertores agudos que bien podían interpretarse como tosidos.
—No… puedo…
—Es demasiado sensible al humo —dijo Estrâik.
Entonces se dieron cuenta que todos podían sentirlo bajo la nariz. Ese aire oprimido, opaco y caliente que raspaba como si respiraran tierra, o como frotarse una rama seca en la garganta. Sintieron en los ojos el calor que los hacía parpadear varias veces y fruncir el ceño con molestia.
Sintieron el humo cerca de ellos, empezaban a verlo. Y después lo escucharon también. Algo empezó a crujir varios metros adelante, empezó como un golpecito aislado y se volvió un trotar furioso de astillas. Levantaron la vista al cielo. Una columna de humo empezaba a levantarse de un fuego recién creado. Y debajo de ella, la copa de uno de los árboles se inclinaba hacia su izquierda, hasta que desapareció entre los demás.
Muchas ramas gritaron. Las hojas crujieron como huesos. Y luego un golpe seco.

jueves, 13 de diciembre de 2012

I. 10.- Nunca molestes un nido de estirges


Al día siguiente tenían muchos motivos para sentirse animados; si seguían un paso regular y sin contratiempos, estarían viendo los límites de Faunera antes del atardecer. Incluso Telperion se afirmaba a sí mismo que la diminuta mancha en el horizonte al sureste era el bosque.
La simple mención de su destino al final de la jornada les aminoró el apetito. Buscando encaminarse cuanto antes, comieron lo último del desayuno cuando ya se habían puesto en marcha. Incluso Bélial estaba ansioso; Telperion no supo si sentirse contento o desconfiado por esta actitud, después de todo, él no tenía nada que ver con la misión que los había llevado a Líbermond y si sólo había ido con ellos era para escapar de esa ciudad. Podía ser una compañía agradable pero seguía siendo, de algún modo, un mercenario. Éste pensamiento le hacía temer que en un momento de necesidad, el músico les daría la espalda  para ver sólo por él mismo.
Sin embargo, parecía ser el único sumido en esa clase de pensamientos. Estrâik, hermético en gestos y palabras como siempre, caminaba al frente junto a Baltho y Koríntur cerraba la marcha tras Hínodel y Bélial, quien explicaba animadamente a la elfa cómo tocar la flauta. Para Hínodel la tarea resultaba más difícil de lo que había creído: soplaba sobre más de una caña a la vez, ora demasiado fuerte, ora muy tenue, olvidaba los distintos sonidos de cada una y las cortas melodías que podía recordar sonaban demasiado lento y con pausas, como un pájaro enfermo; todo esto le causó una creciente frustración que rápidamente se volvió enojo.
Por el contrario, Bélial parecía encantado por los errores de la elfa y celebraba con carcajadas sus olvidos. No tanto por su buen humor, parecía hallar un placer maligno en demostrarle a su compañera que lo que él hacía, no cualquiera podía lograrlo.
Exasperada, Hínodel terminó por devolver la flauta casi arrojándola a las manos de su dueño.
­—Toma. Así no se puede. Caminando no logro concentrarme.
—Te entiendo. De cualquier modo, si uno necesita interpretar una canción en mitad de un combate o para calmar a una bestia furiosa, siempre podemos pedirles que nos dejen sentarnos y concentrarnos —y volvió a reír el bardo con una confianza que terminó de molestar a Hínodel.
Antes de que el silencio reinara en el camino, Bélial comenzó a tocar una melodía veloz y juguetona, mientras veía al cielo. Koríntur también se volvió hacia arriba y a cada cambio en el ritmo reía agudamente. Intrigado por las risas del hechicero, Telperion se volvió hacia ellos y luego al cielo. Descubrió a Skrath volando de modos distintos y a cada cambio de su altura, velocidad y aleteo, el bardo describía el vuelo del cuervo con distintos matices en la flauta.
Después, Bélial se rezagó unos pasos y la música cambió bruscamente. Ya no era a Skrath a quien seguía, sino a Hínodel. Cuando la elfa se dio cuenta del juego, se volvió a Bélial molesta, lo que sólo generó que el bardo aprovechara la oportunidad para soplar varias notas disonantes que acentuaban de manera ridícula el enojo de la elfa. Tres miradas de Hínodel acompañadas de las notas de Bélial bastaron para que los elfos rompieran a reír, contagiando a la hechicera del buen humor del grupo.
—Seguramente puedes cantar —dijo el bardo.
—No sé ninguna canción —contestó Hínodel.
—Es cierto —dijo Koríntur detrás de ellos—. Camino a Líbermond sólo escuchamos una historia de Telperion.
—¿En verdad? —dijo Bélial con una sonrisa a medio camino entre la incredulidad y la burla—. ¿Así que sabe usted historias, maese Telperion?
Por respuesta, el clérigo sólo levantó un dedo en el aire para indicar que aquella que había contado era la única que conocía. Bélial río de nuevo y dijo algo a Hínodel que no llegó a los oídos de Telperion. Luego volvieron a escucharse las notas de la flauta. Algo de la alegría del grupo logró poner al clérigo de mal humor, no porque considerara que debían caminar en silencio y serios, sino que no parecían recordar que aquello no era un paseo y que no se dirigían a casa a descansar, sino a enfrentar un peligro desconocido. El único que podría pensar lo mismo que él era Estrâik, aunque era difícil saberlo.
Tan sumido iba en estos pensamientos el clérigo que apenas y notó que a su alrededor comenzaban a aparecer algunos árboles de estatura media. Lo único que lo sacó de ese adormecimiento de la marcha fue el silencio repentino de Bélial.
—Por aquí hay que irnos con cuidado —dijo el bardo a Hínodel y Koríntur, con una voz suave que aún no llegaba a ser susurro—. Conozco el ruido de esos árboles. ¿Pueden oírlo?
Para Bélial, era un zumbido agradable; para los demás fue una llamada de emergencia.
—Sí, ya lo conocíamos —dijo Koríntur con una sonrisa amarga—. En un principio creímos que eran los árboles, pero luego al señor de la barbota se le ocurrió que era una buena idea revisar entre las hojas con su bastón. Resulta que no eran los árboles eran unos bichos…
—¿Rojos? —interrumpió Bélial.
—¡Sí! ¿Los… los conoces? —la alegría de Koríntur se disipó al ver la angustia en la cara de Bélial.
—Estamos muy mal ubicados —dijo el bardo reconociendo los alrededores.
—No, éste es el camino correcto —dijo Estrâik llamando a Baltho con una mano.
Antes de que Bélial pudiera contestar el zumbido se hizo más fuerte. En apenas un momento, los árboles se empezaron a agitar con violencia y el ambiente se cubrió con el ruido constante y molesto de varios aleteos rápidos.
Bastó una mirada para estar de acuerdo. El grupo echó a correr hacia el sureste tratando de salir del grupo de árboles. Un graznido de terror de Skrath hizo a Koríntur volverse: al menos treinta de las repugnantes criaturas habían levantado el vuelo y los seguían en un zumbido furioso.
—¡Cuidado! —graznó el cuervo. La sorpresa de Koríntur fue tal que descuido por dónde corría y antes de entender la advertencia de su familiar, se estrelló de lleno contra un árbol. El golpe lo aturdió un momento y luego cayó de bruces.
Todo ocurrió tan rápido que cuando los demás oyeron el grito del cuervo y se volvieron, Koríntur ya estaba cayendo y la treintena de estirges se abalanzaba sobre él. Hínodel golpeó el suelo para detenerse de golpe al tiempo que quitaba el seguro de su ballesta. Skrath giró en un arco rozando la hierba del suelo y se lanzó a la defensa de su amo, pero su intención no era atacar, sino distraer la atención lo suficiente como para recibir ayuda.
Una saeta voló a su lado y lo rebasó, clavándose en la cabeza de uno de los bichos que se desplomó entre horrendos chillidos que alertaron a sus compañeras. Skrath pasó a toda velocidad y las estirges, confundidas, volaron separadas, sin un objetivo común.
Aunque la confusión los hizo ganar tiempo, Telperion tenía dificultades para encontrar un blanco. Eligió un punto ciego y disparó una flecha que siguió de largo, lo único que consiguió fue que las estirges fijaran su atención en él. De algún modo, sintió que lo reconocían o lo recordaban. Bélial y Estrâik habían desenvainado pero seguían cerca del clérigo, con armas de corto alcance sólo podían esperar a ser atacados para contraatacar, pero Koríntur seguía lejos y los bichos empezaban a reorganizarse.
Con un movimiento rápido de cabeza, Estrâik hizo tronar su cuello.
—¡Sígueme! —gritó el druida y echó a correr hacia el hechicero; detrás de él, Baltho obedecía su orden y corrió enseñando los colmillos y jadeando. Unas estirges volaron hacia ellos y comenzaron a acosarlos con sus aguijones; el lobo apresuró la marcha e impulsándose con las patas traseras, saltó cerca de Koríntur y una de las estirges encontró la muerte entre sus fauces.
Hínodel y Telperion disparaban a donde podían. La elfa consiguió varios éxitos y las estirges se desplomaban retorciendo las patitas como un insecto puesto al revés; mientras que el clérigo tenía problemas para afinar su puntería. Bélial iba de un lado a otro, preocupado en alejar a las estirges de los tiradores.
Koríntur no fue consciente de lo ocurrido hasta que escuchó que Estrâik le ordenaba levantarse. El zumbido se aclaró y de nuevo sintió a las estirges como una amenaza. Mientras Estrâik se defendía con la cimitarra y Baltho aullaba amenazante, el hechicero volvió a cargar su mano de chispas azules.
—¡Jactum magicus! —se escuchó en ambas partes del grupo. Un destello azul y uno rosa cruzaron el aire e impactaron a dos estirges que estaban muy cerca la una de la otra. Tomando a Koríntur por la capa, Estrâik corrió para reunirse con sus compañeros, mientras Baltho les sacaba la delantera y arrastraba en el hocico a una de las criaturas por el ala.
Telperion seguía confuso y la falta de puntería comenzó a desesperarle. Apenas y se dio cuenta cuando una de las estirges se estrelló contra el espaldar de su armadura y trepaba las escamas de metal hasta dar con una ranura cerca del brazo izquierdo. Una punzada como un calambre le engarrotó la mano antes de tomar la siguiente flecha. No gritó, lo que hizo que nadie se diera cuenta de lo que le pasaba; todos trataban de alejar a las estirges de su alrededor y una a una, éstas caían con desagradables chillidos, mientras sus cuerpos abultados de sangre se vaciaban como bolsas de cuero abandonadas; era gracioso y grotesco de ver.
El calambre se volvió un cosquilleo desagradable, pequeñas y abundantes punzadas que le recorrían el brazo. No entendió realmente por qué no gritaba, pero empezaba la desesperación se volvió sopor y cuando intentó pedir ayuda ya era tarde, la debilidad no le dejaba llamar a nadie. Sólo cuando dio con una rodilla en tierra fue que sus compañeros notaron el problema.
Bélial levantó el pie y del costado de la bota sacó una pequeña daga. Con una mano tomó a la estirge y la sintió retorcerse y palpitar hinchada de la sangre del clérigo; se resistía a separarse de su presa. El bardo cortó casi con tranquilidad el aguijón que siguió aferrado al cuerpo del clérigo, goteando sangre de su extremo sin dueño. La estirge soltó a su presa y  Bélial la arrojó al suelo donde se estrelló con un ruido sordo como de lodo, las pocas estirges que aún los rodeaban dudaron en acercarse.
Más por asustarlas que por tratar de ganar, Koríntur y Hínodel volvieron a conjurar Jactum magicus y sus destellos se unieron al revoloteo furioso de las estirges, quienes perdían terreno a pesar de seguir rodeando a los elfos.
Finalmente, Estrâik se aventuró a separarse del grupo. Al verlo solo, las estirges se abalanzaron sobre él. Varios chillidos se desprendían de la nube rojiza mientras el druida giraba la cimitarra en ambas manos con gran destreza y las criaturas empezaron a retirarse al árbol más cercano, derrotadas y sangrando.
Con un resoplido, Bélial guardó la daga en la bota, con cuidado sacó el aguijón del brazo del Telperion y, cuan débil como estaba, levantó al clérigo con brusquedad.
—Entiendo que no hayas salido mucho de aventuras, maese clérigo, pero permite que te dé un pequeño consejo: nunca molestes un nido de estirges.
—Yo… no… sabía… —jadeó el clérigo.
—Exactamente. Si algo te es desconocido, no lo provoques. Pasa de largo sin darle la espalda y mantente en guardia.
—¿Puedes calmarte? ­—le espetó Hínodel—. Ya entendió, además está muy débil.
—Exactamente —dijo Bélial sonriendo entre su molestia—, cuando nos adentremos al bosque vamos a depender de sus poderes curativos de clérigo. Y si por esta clase de descuidos le llega a pasar algo, vamos a vernos en un verdadero aprieto. A ver, tú, ayúdame, hay que salir rápido de aquí.
Bélial y Estrâik levantaron trabajosamente al clérigo y lo ayudaron a seguir caminando. Hínodel sólo negó con la cabeza mientras recogía el arco y las flechas de su compañero.
—Sabes que tiene razón —le dijo Koríntur.
—Me molesta es su actitud. No lo sabe todo.
Koríntur sonrió y levantó el brazo. Cuando Skrath se posó en él, le alisó las plumas de la cabeza y caminó detrás de Hínodel, cerrando la marcha del grupo.

A pesar de la debilidad, Telperion insistió en no detener la marcha y comieron mientras seguían caminando. Como Bélial ayudaba a caminar al clérigo, el último trayecto del viaje lo realizaron en un silencio lleno de tensión: la mancha verde en el horizonte cada vez cobraba más forma de bosque, pero el paisaje no tenía nada de alentador, a pesar de anunciar el fin de su viaje. Conforme la noche se acercaba, el sol teñía el cielo de púrpura y rojo y proyectaba en el suelo las sombras de los elfos, largas e informes como humo disuelto.
El bosque era lo único que los separaba del pueblo. Y de algún modo, ya fuera por la noche o por la amenaza que guardaba, se había vuelto lúgubre. Los árboles parecían más grandes y toscos, con el tronco gris y las ramas puntiagudas, imponiendo el silencio en todo el lugar, como si el menor ruido se considerara una ofensa en el santuario.
Los únicos que no tuvieron esta sensación fueron Telperion y Estrâik; tan habituados como estaban al bosque de Farbonta, sabían hallar la oculta belleza de la noche. Sin embargo, hasta ellos tuvieron que reconocer que había algo distinto en el aire,  que las hojas mismas sentían el peligro constante palpitar en sus entrañas. En las profundidades del cúmulo de árboles, un portal de fuego permanecía abierto y esperaba ser alimentado. Telperion escudriñó la oscuridad, buscándolo. Aunque sabía que no podría verla, una imagen latía en su mente tan clara como si estuviera frente a sus ojos: una flama inmensa e inmóvil, como un lobo al acecho.
—Adelante —se desembarazó de los brazos de sus compañeros y apoyándose en su bastón, se internó en Farbonta, donde lo siguieron sus compañeros.

La puerta del Gran Roble se abrió de golpe. Valrya interrumpió sus oraciones y se volvió con el corazón acelerado.
—Ha vuelto —dijo otro clérigo desde el umbral, sonriendo tras su barba castaña.
Valrya le devolvió la sonrisa, se levantó y salió corriendo del templo. Las calles se llenaron de un rumor optimista. El ruido de la armadura de Telperion en el silencio del pueblo anunciaba el regreso del clérigo en jefe del templo de Ehlonna y los aliviados pobladores se asomaban por las ventanas con la certeza de que la llegada del clérigo traería el fin de los ataques.
Desde la calle oscura, sólo se apreciaba la luz de las velas ondular dentro de las casas.
—Maestro —dijo Valrya inclinándose frente a Telperion y dándole un fuerte apretón de manos.
—Mi querido Valrya —Telperion estaba verdaderamente reconfortado—. Estoy bien.
El resto de los clérigos salió a recibir a la comitiva, pero Telperion hizo que entraran rápidamente al templo, no quería causar más alboroto en el pueblo.
Bélial ponía atención a todo a su alrededor y observaba cada punto en el pueblo y el templo como si quisiera dejarlo grabado en su memoria. Además saludó efusivamente a todos los clérigos del templo cuando fue presentado.
No habían dicho nada del viaje ni los clérigos habían comentado nada de la ausencia de los elfos, apenas terminaban los saludos cuando el rostro de Telperion ensombreció rápidamente.
—¿Dónde esta Ósfaut? —había notado la ausencia de un clérigo joven y rubio. Los demás dejaron de sonreír al instante y observaron a Valrya con nerviosismo; el aprendiz de Telperion habló rápidamente y con calma.
—Está aquí —dijo­—. Pero hubo un problema. El último incendio fue hace cuatro días y fue ciertamente uno de los más grandes que hemos visto. Algunos unicornios vinieron a refugiarse, pero avisaron que otros estaban atrapados en el fuego. Fuimos a buscarlos, Ósfaut venía con nosotros y… está arriba.
Olvidando el cansancio del viaje e incluso la debilidad por el ataque de la estirge, Telperion subió a toda prisa las escaleras, seguido de los demás elfos y Valrya. Al entrar en la habitación de Ósfaut encontró al muchacho tendido sobre la cama, inmóvil; a ss lado de había un cántaro con agua, un paño humedecido y una vela casi consumida.
Por cerca de un minuto permanecieron en silencio en el umbral, el joven clérigo se volvió hacia ellos en un movimiento lento y penoso, pero no pudieron verle los ojos: gran parte de la cara estaba cubierta con otro paño brillante de humedad.
—¿Qui-én… es? ¿Ma… estro? —dijo el muchacho con voz ronca y temblorosa. Telperion tomó aire y caminó hacia la cama con los pasos endurecidos por toda la calma que trataba de conservar. Se arrodilló a su lado y le tomó la mano. Ósfaut sonrió—. Yo he cum-plido, ¿verdad? He cum-plido con mi de-ber, ¿verdad?
—Y lo has hecho muy bien, Ósfaut —dijo el clérigo reprimiendo el nudo en la garganta—. Ehlonna está orgullosa del amor que has demostrado.
—Ella me ayu-dará, ¿verdad, maes-tro? —dijo Ósfaut, suplicando—. Me ayudará… a través de usted, ¿verdad?
Telperion quiso impedirlo, pero Ósfaut ya había llevado la mano al paño de la cara. En el umbral, donde los elfos veían la escena, Hínodel se cubrió la boca con las manos y Koríntur bajó la mirada.
Una quemadura en carne viva cruzaba toda la cara del muchacho; donde antes había belleza no quedaban más que heridas y cicatrices. Aún así, podía notarse un dejo de simpatía en su boca. Un simple parpadeo parecía cansarle, pero sus ojos insistentes no quitaban la mirada de su maestro.
—¿Ver-dad que me ayu-dará, maes-tro? —repitió en una última súplica con la voz partida.
Telperion le beso la mano escondiendo una lágrima. Sabía que esas heridas estaban más allá de su poder.