Primera Historia - El Palacio del Fuego

"El Tirano Mestizo" es una narración dividida en varias novelas, o 'historias'.
Actualmente estás leyendo la Segunda Historia: el Reino de la Guerra.
Y así será mientras el castillo se vea en el fondo de pantalla.

jueves, 26 de septiembre de 2013

II. 3.- El sitio

La voz que les había dado la orden era indudablemente humana, cargada de una furia que le advirtió a los elfos del peligro y no vacilaron en soltar las armas, excepto Estrâik que levantó una cimitarra con puño firme. A su lado, Baltho erizaba su lomo en un gruñido bajo.
—¡No disparen, no somos enemigos! —gritó Bélial. Un coro de golpeteos metálicos levantó su rumor, podían oírse los pasos entre el barro sangriento y dos voces intercambiar unas palabras.
—¡Identifíquense! —ordenó el mismo hombre de antes.
—Soy Telperion, el clérigo en jefe del templo de Ehlonna en Farbonta, a cinco días al noreste de aquí. Si bajan sus armas, el resto de mis compañeros podrán presentarse. Venimos en una misión diplomática y éstas no son condiciones apropiadas para hablar.
Desde algún punto les llegaron un par de risas que no se antojaban amistosas; luego oyeron el chapoteo de unos pasos enlodados. Entre la niebla se dibujo la silueta de un hombre alto protegido por una cota de mallas y faldones de cuero, con el arco en la mano; era de constitución más ágil que corpulenta y aún así podía adivinarse una musculatura definida y poderosa.
—Definitivamente no son orcos —dijo el hombre ya cerca de Telperion; mientras mascaba algo, su tupida barba de perilla subía y bajaba.
—Me alegra que pueda verlo —le respondió el clérigo.
—Entonces no deberían usar éstas —el hombre señaló con la espada las pieles que cubrían a Telperion—. Estuvimos a punto de estropearlas con nuestras flechas.
—Agradezco su retraso, entonces —el clérigo desamarró los cinchos que mantenían las pieles fijas a su armadura.
—Fue por ellos dos —el hombre señaló con la cabeza a Koríntur y Hínodel—, son tan pequeños que sólo alguien muy estúpido los tomaría por orcos.
—Veo que está convencido de nuestra inocencia, pero no veo que dé la orden de bajar las armas. Supongo que nos siguen apuntando.
El hombre, más alto que Telperion, recorrió al elfo con la vista sin dejar de masticar y sonrió.
—¡Compañía! ¡Destensen y enfunden! ¡Formen un perímetro, cinco en el exterior de guardia! El resto, aquí conmigo.
De todos lados vieron acercarse al menos diez siluetas muy parecidas a la primera, pero el rango de esos hombres era marcadamente inferior, a juzgar por sus armaduras de cuero y los arcos, un poco más pequeños.
—Délbar, hijo de Pélebar, de la casa de Guerrodiz —el hombre le extendió la mano a Telperion—, Capitán de la sexta compañía de exploradores al servicio de la corona de Guardiardiente. ¿Dice que vienen del noreste?
—Sí, señor —Telperion contestó el saludo mientras sus compañeros se unían a él.
—¿Y cómo lograron pasar el bloqueo?
Los demás elfos cambiaron una mirada de duda, Telperion simplemente se encogió de hombros.
—Tuvimos suerte, supongo.
—Y una buena idea —agregó Bélial mientras se quitaba las pieles de encima.
—Pues, señor Telperion, lamento decirle que este es un muy mal momento para misiones diplomáticas. Guardiardiente está en guerra.
—Lo sabemos —intervino Koríntur—. Venimos porque recibimos una amenaza de que Guardiardiente atacaría nuestro pueblo.
Telperion miró al hechicero con una mezcla de burla y simpatía. No sabía si Koríntur se proclamaba habitante de Farbonta por cariño legítimo o porque no tenía memoria de otro hogar.
—¿Hace cuánto recibieron esa amenaza?
—Menos de una semana —se apresuró a contestar Hínodel.
—Imposible —el explorador giró la cabeza y escupió—; llevamos una semana sitiados.
—¿Por los bárbaros? —Bélial se situó a lado de Telperion—. Pero ellos no se organizan para combatir y ninguna tribu es lo bastante grande como para trazar un bloqueo alrededor de Guardiardiente.
—Una sola no —dijo el explorador—, pero todas las tribus del paso de Axirk aliadas sí que pueden resultar una jodida molestia.
—Eso no tiene lógica —dijo el bardo como para sí—. No hay razón por la que las tribus formarían una alianza.
—Quisiera que no, pero mire este lugar —el hombre dio un mordisco a la raíz que llevaba en la mano—. Y no es que no disfrute hablar con los únicos amigos que han podido llegar hasta aquí en meses pero necesitamos movernos, éste no es un lugar seguro.
—¡Hey! —todos se volvieron a Koríntur, que le gritaba a uno de los hombres de Délbar—. ¿Estás mal de la cabeza? ¡Baja esa flecha!
El explorador estaba apuntando a la orca herida que los elfos estaban por curar.
—Señor, es que hay una viva…
—No te preocupes muchacho —Délbar le dio una palmada en el hombro a Koríntur—, es nuestro asunto ahora. ¡Góran, mátala de una vez!
—¡No! —ordenó Telperion—. Ni siquiera se está defendiendo.
—Ella es parte del enemigo —lo encaró el explorador.
—No puede luchar, ni siquiera creo que pueda pararse sola —dijo Bélial—. Por honor, deben tomarla como prisionera de guerra.
—¡No vamos a darle asilo a un orco cuando nuestro propio pueblo está viviendo en la ruina!— dijo Délbar con desdén.
—¡No es un orco! —le espetó Koríntur—. Es una orca.
Délbar miró a su alrededor, el resto de sus hombres miraban al grupo con interés; luego vio a Estrâik, cerca de la orca y el explorador que aún le apuntaba y vio que el druida llevaba una mano a la otra cimitarra. Una mirada le bastó para saber que el guerrero del bosque no dudaría en contraatacar para defender a la herida.
—Lo hago responsable de ella —le dijo Délbar con enojo a Telperion—; cualquier daño que haga, por pequeño que sea, usted cargará con su costo. ¡Compañía! ¡En escolta de tres a vanguardia y retaguardia! ¡Los sanadores que tomen a esa orca por prisionera! Andando. Hay que volver a la ciudad.
Telperion miró resentido a Koríntur por el compromiso en que lo había metido. El hechicero le contestó con una sonrisa que fue secundada por Hínodel y Bélial. Al ver que Estrâik se encogía de hombros, el clérigo resopló a través de su espesa barba y marchó detrás de Délbar.

Los exploradores guiaron al cónclave a través de la niebla hasta el costado este de la ciudad. Los elfos pudieron ver una muralla el doble de alto que la que protegía Líbermond, de piedra más oscura y hosca. No estaba formada por ladrillos, más bien eran peñascos informes que, de algún modo, habían sido acomodados de modo que todos encajaban como si hubieran sido moldeados siglos atrás por manos más que hábiles. Sólo pudieron ver la entrada principal a la distancia, un grueso portón de hierro oscuro con un bajorrelieve tallado que no se podía distinguir; ningún tipo de alhaja o metal precioso lo adornaban. Mientras que estas diferencias entre la arquitectura de Guardiardiente y Líbermond emocionaban al bardo y los hechiceros, para Estrâik y Telperion eran el telón de un escenario triste, marchito por la guerra.
Caminaban en silencio, acompañados por el chapoteo de sus pasos en el lodo, el canto solitario de un ave desde algún lado, algo como el rumor de la lluvia lejana. Sólo los exploradores en la retaguardia rompían el silencio con expresiones crueles hacia la orca herida.
Llegaron al pie de uno de los torreones, cuya base sobresalía de la muralla y estaba cubierta por matorrales. Algunos exploradores se apartaron un poco para inspeccionar a su alrededor; al mismo tiempo, Estrâik alzó la vista y se encontró con los ojos de otro guerrero que los miraba desde lo alto del torreón. Los hombres agitaron una mano y Délbar asintió, luego desenvainó la espada y golpeó tres veces entre los matorrales, y las tres veces resonó un eco grave y metálico. Después oyeron la fricción de un metal y luego una voz opacada por el grosor de alguna puerta.
—La vida para el honor —dijo.
—La muerte para la gloria —respondió Délbar con voz cansina.
A estos breves juramentos siguió el ruido de los metales al frotarse, gruesos y largos pestillos que se descorrían, cadenas que soltaban sus amarres y por último, el chirriar de unos goznes. Délbar y otro de sus hombres revolvieron entre los matorrales y quitaron un par de ellos que no tenían sus raíces en la tierra. Los elfos pudieron ver la pequeña puerta secreta en el momento en que era abierta por un guardia desde el interior.
—¿Quiénes son esos? —preguntó con recelo, apuntando la abultada nariz hacia los elfos. La cara, empañada de tierra, apenas era visible entre la poblada barba negra y la melena hirsuta aplanada por un casco mellado en el combate. La perspectiva no ayudaba mucho a descifrar su estatura, pero la forma del torso, las manos y hasta el tono de la voz lo evidenciaban como un enano.
—Los encontramos cerca de la muralla norte —respondió Délbar y volvió a escupir.
—No puedo dejar pasar a ningún extraño.
—Y yo no puedo dejarlos ir con el bloqueo allá afuera.
—A mí me da igual. Si se las arreglaron para pasar, se las arreglarán para salir.
—Todos estamos cansados para discutir. Abre tu corazón, Hierofer. O cuando menos, el paso.
El enano se apartó casi de inmediato con la cara arrugada de tan molesto. Délbar cedió el paso a algunos exploradores antes de entrar él; hizo una seña con la cabeza para indicarle a los elfos que lo siguieran y se inclinó para entrar por la estrecha apertura, más baja que el mismo enano que había abierto. Tras el umbral los aguardaba una espesa oscuridad, apenas dispersa por la luz del exterior. Una docena de escalones descendía hasta una habitación de guardia, en el centro de ésta esperaba Hierofer apoyado en una enorme hacha de guerra. No desvió la atención de los elfos hasta que vio bajar por las escaleras a los dos últimos exploradores que jalaban el cuerpo de la orca remolcado sobre las pieles que llevaron los elfos.
—¡Ustedes se vuelven más estúpidos cada vez que sopla el viento! ¿Qué hacen cargando esa porquería?
—Es prisionera de guerra, al parecer —dijo Délbar sin esconder su molestia.
—¡Es el enemigo! —el enano avanzó hasta la herida con el hacha entre las manos, pero Telperion le cerró el paso.
—Como ya le ha dicho el capitán, la prisionera viene con nosotros. Está demasiado herida como para intentar dañar a alguien, incluso para defenderse. Si su entrenamiento de guerrero no da más que para atacar a alguien en clara desventaja, adelante; puede ser todo lo cobarde que quiera.
—¡Que los demonios se lleven a los pisa-hojas! ¡No tienes idea de con quién hablas, elfo estúpido! ¡Yo ya había matado mi primer orco cuando tú no tenías edad para bailar las tonterías de tu gente! Te mostraré lo que este enano cobarde puede hacer. ¡Enciérrenla y cúrenla! Quiero que pueda levantar su arma sólo para que la suelte cuando muera por la mía. Délbar, habla con estos tipos lo que tengas que hablar y que se larguen, no quiero volver a verlos hasta que les abra la puerta para echarlos.
El enano subió la escalera con furia, a cada paso las placas de su armadura chocaban como si dos hombres se enfrentaran con espadas y con el mismo enojo corrió pasadores y pestillos para volver a asegurar el cuarto que se sumió en la oscuridad apenas dispersa por un par de antorchas en la pared.
—Movámonos —dijo Délbar sin perder la calma­—. Ya me metieron en un aprieto, no quiero hacerlo más grande. Ustedes dos, ya oyeron, con la bestia a los calabozos. Tomaremos un descanso.
Los exploradores hicieron escolta a lado de los elfos y siguieron al Capitán que tomaba una de las antorchas de la habitación para iluminar el oscuro corredor por el que se encaminaron. El techo, las paredes y el piso eran de amplios ladrillos azulados esculpidos en medidas exactas; el aire apelmazado entre los muros aumentaba el sentimiento de encierro, ninguno de ellos recordaba haber visto un sistema de caminos tan amplio construido bajo tierra, Baltho lamía nervioso la mano de su amo, quien le respondía con algunas caricias detrás de las orejas para tranquilizarlo; a Bélial le resultaba parecido a los calabozos en la prisión de Líbermond (los cuales se había asegurado de pisar una sola vez) y ahí no había espacio para caminar.
A pesar de la oscuridad y el encierro, el lugar no era lúgubre, mucho menos silencioso. A lo largo del camino pasaron, en varias ocasiones, por puertas que daban a otros corredores donde podían escucharse personas hablar o comer, pasos y choques metálicos; y no eran sólo voces de guerreros, se oía a niños quejarse, a mujeres ir de un lado a otro, historias de viejos. Aunque el capitán Délbar no había dado más que un par de vueltas, los elfos estaban desorientados; detrás de ellos, los exploradores empezaban una plática en voz baja, algunas risas. Koríntur los miró con disimulo y notó que dirigían sus ojos hacia Hínodel. Se alegró de que no los hubieran desarmado antes de entrar y se mantuvo a la expectativa.
—Listo —Délbar se detuvo a lado del inicio de otro pasillo que doblaba a la derecha y les hizo un gesto con la cabeza para que pasaran—. Pónganse cómodos, si pueden.
Telperion cedió el paso a Hínodel y no se separó de su lado cuando entraron a la habitación en la que desembocaba el pasillo. Koríntur empezaba a sentirse nervioso por el encierro y agradeció que ninguna de aquellas salas tuviera puerta. Los exploradores se liberaron del peso de sus armas y acercaron pequeñas sillas de madera a la mesa en el centro del lugar; no había ningún otro mueble ahí y por las mantas arremolinadas contra la pared, los elfos supieron que esa habitación servía de hogar al grupo.
Un joven explorador se acercó a la elfa y, con una sonrisa, le tendió su silla. La elfa agradeció y cuando el hombre dejó el asiento a sus pies, se alejó con un guiño.
—Debo disculparme por la forma tan austera en que los recibimos —Délbar tomó una vasija de bronce y escupió en su interior todo lo que quedaba de la raíz en su boca—. Nuestra gente no es famosa por su hospitalidad, pero procuramos tener algo que comer y beber para compartir. Ahora, sin embargo, no es posible. Nuestras reservas están contadas.
—Entonces nosotros compartiremos lo que tenemos —dijo Telperion y abrió su mochila, pero descubrió con vergüenza que casi habían agotado sus propias reservas de comida.
—¿Tiene vasijas limpias? —preguntó Estrâik con su voz a medio camino entre hosca y pacífica. Los exploradores cambiaron miradas que apuntaban a la burla, pero Délbar asintió y le extendió otra de las vasijas; tres hombres más siguieron el ejemplo de su Capitán. El druida tomó la rama de acebo y muérdago de su cinturón—. El hambre no debe ser tortura para hombres como ustedes.
—La verdad, podemos vivir con poco —aceptó Délbar con una nota de orgullo.
—Pero la sed es otra cosa —Estrâik agitó el muérdago sobre las vasijas—. Este es un lugar seco.
Mientras agitaba la rama sobre los recipientes, murmuró “Crearis aqua” y el agua surgió del centro de éstas, cada vasija estuvo llena casi al instante, como si una copiosa lluvia invisible hubiera abastecido a los exploradores, que se acercaron sorprendidos.
­—Es fresca —dijo Estrâik y le tendió uno de los recipientes a Délbar, que a mitad de su conmoción, sólo hizo una inclinación de cabeza antes de beber con fruición. Los demás hombres se apresuraron a tomar las vasijas que pasaban de mano en mano para refrescar sus gargantas.
—Ahora no me sorprende que hayan pasado el bloqueo —dijo Délbar con la voz más suave—. Ustedes son hombres de magia.
—Aquí saben poco de eso, ¿no? —soltó Koríntur.
—No nos es desconocida —aclaró Délbar—. Nuestros clérigos recitan algunas oraciones mágicas de vez en cuando, curan nuestras heridas y bendicen el agua. Pero en nuestras condiciones, crearla es como un milagro.
—¿Cómo inició el bloqueo? —preguntó Bélial, con evidente ansiedad por saber la respuesta.
—Primero notamos un comportamiento raro en los bárbaros: dejaron de pelear entre ellos. Luego enviaban emisarios de una tribu a otra; algunos grupos errantes se unían a tribus más grandes.
—¿Los espían? —preguntó Hínodel.
—Es nuestro trabajo —se apresuró a contestar el mismo hombre que le había dado el asiento—; mantenemos a los bárbaros a una milla de distancia del reino y evitamos que entren a las rutas comerciales que conectan con nuestra colonia en los Puertos de Idrial.
—Pero un día fueron demasiados para mantenerlos a raya —dijo otro que revisaba la cuerda de su arco.
—Las tribus crecieron demasiado hasta volverse una sola —dijo Délbar y dio otro trago al agua.
—Debe haber un orco muy poderoso allá afuera —dijo Bélial—, sólo así se puede mantener el control de tantos bárbaros.
—Yo lo vi —el explorador del asiento hablaba más hacia Hínodel que a los demás—. Es un guerrero inmenso, alto como dos de nosotros, con piel de piedra y colmillos del tamaño de un puño. Puede talar un árbol con tres golpes de su hacha y su único ojo está lleno de rabia.
—Todos lo hemos visto —dijo el que arreglaba su arco—. Estrangula hombres con una sola mano. Orcos y guerreros se apartan de su camino cuando enfurece porque toma los cadáveres que encuentra en su camino, los destaza y arroja los restos a la multitud. Cuando oyes los tambores sabes que va a empezar su baño de sangre.
—¿Un solo orco ha sitiado toda una ciudad? —preguntó Telperion, los exploradores soltaron risas amargas.
—Ojalá, maese clérigo —Délbar se sentó a lado de Estrâik—. Eran pocas las veces que debíamos enfrentar a los orcos cuerpo a cuerpo. Generalmente con una lluvia de flechas huían. Pero esta vez llegaron con algo que nunca los habíamos visto usar.
—Máquinas de guerra —sentenció el hombre del arco.
—Catapultas muy rudimentarias —Délbar agitó una mano frente a él para restar importancia a la mención—. Podíamos deshacernos fácilmente de ellas. Nosotros seríamos un grupo de avanzada que distraería a los bárbaros mientras una cuadrilla de guerreros abandonaba la ciudad para destruirlas.
—Ahí vimos al orco —dijo el hombre de la silla.
—Y a su mascota —dijo otro más, que raspaba la mesa con una navaja.
—¿Mascota? —Bélial se volvía a cada hombre que hablaba.
—Esto es lo mejor, muchachos —dijo Délbar con una sonrisa triste—. Un orco, por más monstruoso que sea, no va a replegar a una ciudad entera a su refugio subterráneo. Aquél día creímos que sería una batalla normal entre el reino y los bárbaros, quizá distinta en que esta vez eran muchos más. Pero los tambores anunciaron algo más que al jefe de la tribu. Oímos un rugido que no venía de ningún lugar en el campo de batalla, el rugido estaba sobre nosotros; después una sombra pasó de prisa por el campo y todos miramos hacia arriba. Fue la primera vez en mi vida que vi un dragón real. Peor aún, la primera vez que lo veíamos atacar.
—Su aliento acabó con varios de nosotros en apenas un instante —dijo el del arco con la mirada perdida—. El viento se llevaba nuestras flechas cuando queríamos alcanzarlo al vuelo, y las pocas que llegaban hasta él se rompían con sus escamas.
—Yo logré enterrarle dos —dijo el que estaba con Hínodel—, pero estoy seguro que ni siquiera las sintió.
—Nos distrajo. Nos hizo sentir miedo. Tuvimos que tocar la retirada —seguía el hombre del arco—. Pero Acofisinian voló sobre la ciudad y sembró el pánico, destruyó casas y forjas, golpeó nuestros castillos, sus alas traían la tormenta y sus fauces el estruendo del relámpago, su aliento acabó con muchos inocentes…
—Un dragón azul —dijo Bélial para sí y los exploradores lo miraron con sorpresa.
—¿Lo has visto? —preguntó Délbar.
—Jamás. Lo que no me explico es… ¿cómo consigue un orco que un dragón los ayude a invadir una ciudad? ¿Y para qué quieren Guardiardiente?
—Yo me hago las mismas preguntas, amigo —Délbar tomó otra raíz de su cinturón.
—El Rey no debió ignorar las amenazas de ese hombre —sentenció el explorador del arco con la voz ahogada.
—¿Qué hombre? —se apresuró Telperion y miró a sus compañeros.
—¿Capitán? —en la puerta habían aparecido los exploradores que habían llevado a la orca.
—Adelante, muchachos —Délbar los invitó a pasar con un gesto de la mano—. Descansen.
—Será después, señor —dijo uno de ellos—. Ahora el Rey quiere hablar con usted y con los extranjeros.
—¿Conmigo? —Délbar se levantó y miró a los elfos—. ¿Góran, qué le han dicho ustedes?
­—Nada —dijo el otro explorador—. No sabemos cómo se ha enterado, envió a uno de sus guardias, dice que quiere hablar con “los elfos”.
El Cónclave se levantó nervioso, el gesto de Délbar era ilegible y no sabían si estaba asustado o sólo pensativo. Escupió en la vasija y dijo a media voz:
—Pensé que Hierofer podía meternos en un problema, pero no en uno con el Rey. Andando.


jueves, 29 de agosto de 2013

II. 2.- Los bárbaros

Despertaron poco antes del amanecer, sin necesidad de que Koríntur, que hacía la última guardia, les diera ningún tipo de aviso. En realidad, el mismo hechicero había cabeceado los últimos minutos de su turno hasta que el frío matutino y los primeros brillos en el cielo le impidieron el sueño como a los demás. Acampar en el Paso de Axirk los había hecho sentir vulnerables, no era el mismo tipo de terreno que en el camino a Líbermond y las amenazas eran mayores. Cuando reanudaron la marcha en silencio, aún no veían el sol en el horizonte. Somnolientos, temblando de frío y malhumorados, se hicieron a la idea de que así serían todas las noches hasta que llegaran a Guardiardiente.
—Cuando estaba en Líbermond extrañaba la libertad de los viajes —dijo Bélial masticando su desayuno a media marcha—. Ahora no me acuerdo qué era lo que extrañaba tanto.
—Los dos habríamos podido cargar los cerdos de Garulf —Koríntur le siguió el juego.
—No puedes ni hacer una guardia, quiero verte cargar un cerdo —terció Hínodel.
Ni Estrâik ni Telperion participaron en la plática que se prolongó por horas entre bromas y anécdotas; el druida por ser de naturaleza callada y el clérigo porque hallaba cierta calma en el silencio, la cual necesitaba para superar la crisis melancólica que sufría. Conforme el día avanzó, el ánimo general decaía, sobre todo en la noche cuando unas hogueras lejanas los pusieron alerta. Bélial y Estrâik subieron a una ligera elevación y miraron en dirección al oeste ayudados con un catalejo que el bardo llevaba.
—No están cerca —dijo el bardo— pero no deberíamos confiarnos. Si nosotros pudimos ver su fuego, ellos podrían ver el nuestro.
—Y no son pocos —dijo el druida aguzando sus ojos de semielfo—. ¿Son bárbaros?
—Estoy seguro. Humanos u orcos, daría lo mismo si su objetivo es sacarnos de sus tierras —Bélial presionó el catalejo para que volviera a su tamaño portátil—. Sólo espero que no se les ocurra salir de cacería nocturna.
—¿Qué vieron? —preguntó Telperion cuando los vio bajar. Él, Hínodel y Koríntur habían montado ya un pequeño campamento y preparaban la madera para una fogata.
—Que hoy tendremos que pasar frío —dijo Estrâik quitándose su capa de viaje—. Toma, hermana, la necesitarás.
—No es necesario, hombretón —Bélial empezó a desabrochar la suya—, puede tomar la mía.
—Yo haré la primera guardia —dijo el druida sin inmutarse—. Puedes hacer la segunda, entonces tomaré tu capa.
—Tampoco es que vaya a sentir demasiado frío —el bardo se encogió de hombros y miró a Hínodel—. He viajado a lugares más fríos y… empiezo a recordar cómo se sentía.
—Entonces préstamela —dijo Koríntur tomando la prenda—. Me estoy congelando aquí.
Koríntur se puso el ropaje del bardo mientras éste sentía un escalofrío en los brazos. Se volvió hacia Hínodel que le sonreía desde el suelo, igual de bien cubierta.
—¿Compartimos? —preguntó el bardo con simpatía.
—Buenas noches, Bélial —Hínodel le dio la espalda. Telperion resopló y el bardo vio al clérigo reír por primera vez en el viaje. Cuando Bélial miró hacia donde estaba Estrâik vio al druida sentado sobre la hierba, mirando hacia el oeste y con el lobo recostado sobre sus piernas, ayudándolo a mantener el calor con su pelaje. El bardo inclinó la cabeza resignado y rebuscó en su mochila. Sacó una bota de vino, su pipa y un poco de tabaco y los preparó, dispuesto a esperar despierto su turno en la guardia.

Por la mañana, desviaron el curso hacia el sureste, lo que los alejaría más del camino principal, pero también de la tribu que habían visto. En lugar de las hogueras ahora veían delgadas columnas de humo claro serpenteando hacia el cielo. Gracias al catalejo de Bélial pudieron ver que los bárbaros también despertaron temprano y, aunque no se distinguían con claridad, los veían moverse a lo largo de su campamento, el cual parecía más grande a la luz del sol.
A mediodía esa preocupación había quedado atrás y los elfos retomaron la animada plática del día anterior. Incluso Bélial se animo a cantar algo que los guerreros de Líbermond solían entonar cuando iban a combatir en el Coliseo.

Dejemos nuestros miedos en las puertas,
tomemos las espadas del valor
que sólo soltarán las manos muertas.
Que no me abrace el peto del temor
ni el espaldar en ruinas del pasado
ni el yelmo de la duda y el dolor;
el viento me tendrá mejor guardado,
será mi sangre ardiente mi montura,
mi espada es este puño desarmado.
         Es sólo el que se atreve el que perdura,
no hay modo de fallar o de perder,
la muerte es solamente otra aventura.
         Mi enemigo querrá retroceder,
llorará por la calma de su hogar,
no volverá a jugar ni a contender;
         yo no sé qué se siente renunciar,
mi hogar está en el campo de batalla,
yo lo único que sé es cómo luchar,
         mi padre era…

El bardo interrumpió el canto al mismo tiempo que su marcha. Aún con la boca abierta, dejó la vista en un punto del horizonte con el ceño fruncido. Los demás se volvieron hacia él cuando notaron el silencio pero ninguno preguntó, sino que miraron en la misma dirección que Bélial.
—Bárbaros —dijo Estrâik con la vista más adaptada a las distancias. A su lado, el lomo de Baltho se erizó y el lobo gruñó por lo bajo.
—Hay que escondernos —propuso Telperion.
—Después de usted, maese clérigo —dijo Bélial y tomó el catalejo de su bolsa—. A menos que puedas cubrirnos de pasto, lo veo muy difícil.
—¿Puedes? —preguntó Koríntur al clérigo.
—¿Crees que nos hayan visto? —Hínodel se acercó al bardo.
—No, pero lo harán —Bélial mantenía el catalejo fijo en dirección a donde había visto la amenaza—. A menos que retrocedamos hasta perderlos de vista.
—Eso no es garantía —el druida giró la cabeza y los huesos de su cuello crujieron—. Si nos ven, avisarán al resto de su tribu.
—¿Y si a la tribu no le interesan unos viajeros insignificantes como nosotros? —Koríntur se quitó la capucha y Skrath graznó desde su hombro.
—Entonces da lo mismo si caminamos a lado de ellos —dijo Hínodel que había adivinado lo que Estrâk y Bélial estaban pensando.
Los elfos reanudaron la marcha en silencio, con todos los músculos tensos. Hínodel quitó el seguro que mantenía su ballesta fija al cinturón para desenvainarla en cuanto fuera necesario, mientras que Telperion puso ambas manos en la espalda para ocultar que sostenía el arco con firmeza. Skrath optó por esconderse en la mochila de Koríntur mientras el hechicero repasaba sus conjuros en un leve murmullo. Por su parte, Estrâik y Bélial caminaban con las diestras en tensión, esperando llevarlas a sus espadas.
En el horizonte se removió la pequeña mancha del grupo de bárbaros.
—Siete —dijo el druida cuando pudieron diferenciar una silueta de otra. El grupo frente a ellos marchaba desordenadamente, pero de manera constante. No iban directamente hacia los elfos, sino que se torcían hacia el noreste, en dirección al grupo que habían dejado atrás por la mañana. Cuando los bárbaros estuvieron a una distancia suficiente como para que los elfos notaran sus ropajes de pieles y sus yelmos de huesos y hojas, se detuvieron. Bélial miró a Estrâik y al ver que éste no se detenía, siguió caminando. Los demás imitaron este momento de duda. A la distancia podían oír las palabras guturales de los bárbaros, en un lenguaje que se advertía tosco y violento.
—Orcos —dijo Telperion con la mirada encendida. Aunque no lo entendía, pudo reconocer la lengua con la acostumbrada repulsión que le ocasionaba oírla—. No nos dejarán pasar.
—¿No? ¿Por qué no? —preguntó Koríntur, quien albergaba la esperanza de evitar el combate.
—¿Tampoco recuerdas a tus enemigos naturales? —Bélial se pasó los dedos por el bigote—. Hay tres elfos aquí, seguro que los han olido.
—Atentos a mi señal —dijo Estrâik, pero la espera fue corta. Los bárbaros caminaron hacia los elfos y casi de inmediato empezaron a trotar. Estrâik llevó la mano a la espada pero no desenvainó y aceleró un poco, seguido por los demás. Los orcos empezaron a correr y levantaron en el aire sus melladas hachas, gruñendo entre borbotones de saliva; Estrâik dio la orden y todos desenvainaron antes de echar a correr contra los enemigos.
El druida eligió a su primer enemigo, un orco que como él, encabezaba su grupo y que llevaba un yelmo que parecía hecho con el cráneo de otro orco más grande. Estrâik tomó la espada con ambas manos y se inclinó; en cuanto vio que el enemigo descuidaba la guardia por levantar el hacha, impulsó el cuerpo hacia delante y lanzó una estocada que atravesó al orco por el vientre.
Antes del primer golpe del druida, Telperion se había rezagado junto con Hínodel y ambos cargaron sus armas. Al mismo tiempo que Estrâik desenterraba la cimitarra bañada en la sangre pastosa y negra del orco, una flecha y una saeta volaron hasta el torso desnudo de otro bárbaro y atravesaron su piel grisácea. El orco cayó hacia atrás con gesto desorientado, sus facciones simiescas se relajaron y la mueca de furia que hacían sus dientes amarillentos y podridos desapareció.
Koríntur corrió a lado de Bélial y ambos levantaron sus manos.
¡Fulmen de pruina!
¡Adepis!
Dos brillos turquesa fluyeron desde el codo del hechicero y salieron despedidos de la punta de sus dedos, golpeando en la cara al orco que amenazaba al bardo, mientras que éste apuntaba a los bárbaros de la retaguardia; una pequeña gota de aceite corrió por la mano de Bélial y los dos orcos que había señalado resbalaron con el terreno, muy confundidos. El pasto se había cubierto mágicamente de algo oscuro y viscoso que les impedía levantarse con soltura. El bardo rió por la jugarreta pero el gusto le duró poco, el orco que Koríntur había golpeado con su magia no estaba inconsciente y clavó en la pierna del bardo su pequeña hacha de mano. Bélial dio un grito de dolor y Telperion se volvió hacia donde estaban ellos. Antes de que el orco se arrojara sobre su compañero, el clérigo le había metido una flecha en el hombro.
Estrâik y Baltho se encargaban de otros dos bárbaros, que tenían gran dificultad para defenderse del hombre del bosque y su lobo. El druida había desenvainado su segunda cimitarra y ahora combatía con un arma en cada mano; con una desviaba los ataques y con la otra aprovechaba la guardia baja del enemigo.
Uniendo sus conjuros “Fulmen de pruina”, Hínodel y Koríntur habían dejado fuera de combate a uno de los orcos que habían resbalado con el aceite antes de que pudiera levantarse. Telperion no pensaba atacar a un enemigo en posición desfavorable y prefirió ayudar a Baltho, que para evitar el hacha de su contrincante no había lanzado una sola mordida, sólo giraba a su alrededor para mantenerlo a raya.
Hínodel, con menos miramientos morales que Telperion, cargó la ballesta y afinó su ojo lo mejor que pudo. Desde el suelo, el orco adivinó sus planes y al mismo tiempo que la elfa disparaba una saeta, él arrojó su hacha. La primera dio entre los ojos del bárbaro. La segunda en el muslo de la hechicera, que soltó el arma con el dolor ahogado en la garganta.
Estrâik, ayudado de Telperion, despachó a los dos últimos orcos; esa porción del terreno quedó cubierta de sangre negra y cadáveres musculosos y grisáceos envueltos en pieles gruesas.
Telperion se acercó a sus compañeros heridos. Bélial había logrado sacarse el hacha de la pierna, pero Hínodel no se atrevía a tocar la herida; la elfa respiraba con agitación y sin embargo no hacía ni una mueca de dolor.
—Relájate —le dijo Bélial arrastrándose a su lado—. Koríntur, tómale la mano.
—No es necesario —dijo Hínodel.
—No, no lo es, hasta que empiece a sacar el hacha.
Hínodel miró con enojo la sonrisa irónica de Bélial y levantó una mano. Koríntur la estrechó entre las suyas y miró a Bélial. Telperion miraba con horror, apretando el símbolo sagrado de madera contra su pecho. El bardo tomó el mango del hacha y con un poco de fuerza desenganchó la hoja de la carne de Hínodel. La elfa cerró los ojos sin contraer la cara; Koríntur sintió cómo ella le atenazaba los dedos; ella no soltó ni un suspiro y derramó una sola lágrima antes de ver el arma fuera, mientras la herida se desangraba copiosamente.
Telperion levantó el símbolo sagrado y se arrodilló a lado de sus compañeros. Elevó la oración “sanavi levis vulneris a Ehlonna y un brilló verde lo recorrió. Koríntur no dejaba de fascinarse cuando veía esa luz salir del clérigo, iluminar una herida y verla sanar con sorprendente rapidez.
—Tú todo lo puedes ­—le dijo el hechicero con simpatía, dándole unas palmadas en la espalda.
—Hasta ahora he podido lo necesario —respondió el clérigo mientras curaba a Bélial—. Ruega a Ehlonna que no necesite del poder que no se me ha concedido.
Estrâik se acercó a sus compañeros con Baltho al lado, había sacudido ambos filos de las cimitarras para quitarles la sangre de orco.
—Esta noche el frío no será problema. Los bárbaros traen pieles en buen estado.
—Si no les importa el aroma de los orcos cuando sudan, dormirán plácidamente —dijo el bardo poniéndose en pie.
—Prefiero pasar la noche en vela temblando de frío antes que ponerme nada que haya usado un orco —sentenció Telperion besando su símbolo sagrado y volvió a colgarlo de su cuello.
—No hay que desaprovechar esta oportunidad, hermano —Estrâik se acercó al cadáver del primer orco del que dio cuenta y le quitó el yelmo para descubrir un rostro deforme, muy peludo y con nariz porcina—. Desde el sur sopla un viento frío, la noche va a ser más dura hoy. Tal vez vuelva a llover.
Y giró al cadáver para desabrochar su gruesa capa de piel. Bélial extendió la mano a Hínodel para ayudarla a levantarse.
—Los dos fuimos los peor heridos… los dos en la pierna… con hachas. Eso debe hacer una especie de vínculo entre nosotros, ¿no? ¿Una señal?
La elfa se sacudió la ropa y aseguró la ballesta a su cinturón.
—Sin duda es una señal de que debemos tener más cuidado —le respondió con una sonrisa y le desordenó el cabello antes de ir a revisar los cadáveres de orco.

Gracias a las pieles con que se cubrían los bárbaros, el Cónclave pasó una noche más cómoda y su marcha fue más decidida a la mañana siguiente. En el horizonte detrás de ellos, al norte, a veces veían siluetas como hileras de hormigas por lo lejanas, marchando a ritmo constante, ondulando contra el cielo claro.
—Es como si estuviéramos en el centro del Paso de Axirk —dijo Bélial con nerviosismo—. Hay demasiado movimiento.
—Quizá no nos desviamos tanto como esperábamos —dijo Telperion.
—Estoy seguro de que vamos al suroeste —dijo Estrâik con decisión—, después del mediodía, según Bélial, debemos torcer al sureste.
—Ahora creo que da lo mismo —Bélial se detuvo y miró alrededor—. Deberíamos cambiar el rumbo ahora. Nos ahorrará tiempo.
—De cualquier modo, ya peleamos contra bárbaros —Koríntur se encogió de hombros.
—Eran un grupo de exploración, no estaban preparados para un combate —dijo Hínodel.
—Son bárbaros, linda —Bélial se arrodilló—, siempre están preparados para el combate.
—No esperaban que nos defendiéramos —espetó la elfa—. Faltó poco  para que tú y yo no camináramos hoy; lo mejor sería mantenernos alejados de las tribus y que dejaras de jugar con la tierra.
Bélial había rascado el terreno con las manos para juntar tierra, abrió su odre de agua y lo vació en el pequeño montículo. Bajo la mirada confundida de sus compañeros, el bardo empezó a revolver el barro.
Estrâik sonrió.
—Los hombres con tus ideas viven poco, hermano —dijo de rodillas al lado de Bélial.
—No se me ocurre una mejor opción para mantener las espadas en la vaina —el bardo juntó algunas hojas. Ahora Estrâik también reunía tierra.
—A mí tampoco —Koríntur tomó su odre de agua.
—¿Podrían incluirme en su juego? —les dijo Hínodel más extrañada que molesta—. ¿Qué hacen ahora?
—Ah, no… —Telperion dio un paso atrás—, no creo de ningún modo que funcione.
—Acéptelo, maese, los bárbaros han salido del centro del Paso de Axirk y estarán explorando todo el terreno, como nuestra hermosa compañera acaba de señalar —Bélial tomó un puñado de barro en una mano y lo alargó hacia la elfa—. Anímate, linda. Le hará bien a tu piel.
Hínodel y Telperion intercambiaron una mirada de antipatía y con un suspiro de resignación, tomaron el barro que Bélial ofrecía. Los compañeros se maquillaron con barro y hojas, ocultando cada viso de piel clara para hacerlo pasar por la correosa y sucia piel de los orcos. Luego se acomodaron las pieles como si fueran sus propias armaduras y reanudaron la marcha. Aunque los disfraces se veían efectivos, no podían ocultar que de todos ellos, Estrâik era el único con la corpulencia suficiente para semejar un bárbaro; por otro lado, el vientre prominente de Bélial lo hacía ver como un guerrero perezoso. Pero el resto de ellos eran más delgados y su forma de caminar era muy distinta de la de un orco. Cubrieron la falta de cuerpo con las mismas pieles y Bélial pensó que mientras no se tuvieran que mezclar con una tribu, todo andaría bien. Ni siquiera debían preocuparse por el olor a elfo, pues quedaba cubierto por la peste de la ropa de los bárbaros, para sofoco de Telperion y Hínodel.
Las sospechas de Estrâik sobre la lluvia se vieron confirmadas hacia la media tarde, cuando una llovizna ligera empapó sus recién adquiridos ropajes y ablandó el barro de su cara. El aire soplaba con relativa fuerza y la visión en el horizonte se opacó; el cielo otrora azul claro y lleno de nubes había cambiado por un gris uniforme, lo único distinto en él era el disco luminoso del sol como una mancha blanquecina. La visión se les había entorpecido tanto que, para cuando vieron a una nueva comitiva de bárbaros, estaban ya muy cerca de ellos como para evitarlos.
—Sigan caminando —murmuró Estrâik y miró de soslayo a Bélial.
El bardo empezó a caminar más tosco, tambaleando el torso de un lado a otro y bajó la cara, al sacar la mandíbula inferior su gesto se volvió torpe y hosco. El druida, impresionado por la capacidad de engaño de su compañero, intentó imitar cada gesto. Hínodel y Telperion, detrás de ellos les siguieron el juego, pero bajaron más la cabeza, temiendo que la lluvia les limpiara el barro y dejara ver sus rasgos. Koríntur se sentía desprotegido en la retaguardia y optó por fingirse un orco enfermo y tullido y caminó con traspiés.
Poco a poco se acercaron más al nuevo grupo de bárbaros. Supieron que el plan había tenido éxito cuando los orcos —contrario a su encuentro anterior— no se habían detenido a discurrir sobre ellos. Pasaron de largo sin siquiera saludar. La buena suerte y la lluvia estaban del lado del Cónclave y los acompañaron por otro tramo del camino, pues en poco tiempo no fueron grupos de exploración, sino campamentos de avanzada los que encontraron en su camino. A izquierda y derecha, podían ver a cierta distancia a los bárbaros sentados sobre la hierba, afilaban sus armas y descansaban en tiendas hechas de pieles aún más gruesas que las que llevaban los elfos.
En poco tiempo, los compañeros se sentían ya fatigados. No por la marcha en sí, la tensión de mantener ésta con cierta “naturalidad” les había entumecido las piernas y el frío no ayudaba. Sentían en los oídos el palpitar de sus corazones y les costaba respirar con libertad bajo el montón de pieles. Cuando llegó el atardecer, la lluvia se había convertido en una ligera niebla y los bárbaros habían quedado atrás. Aún así, prefirieron no arriesgarse y siguieron su camino disfrazados hasta ya entrada la noche.
No vieron ninguna hoguera a su alrededor, aunque como bien señaló Estrâik, podía ser efecto de la niebla. Decidieron no encender fuego pero Hínodel no esperó para quitarse el barro de encima y hubiera hecho lo mismo con las pieles, de no ser porque la noche se antojaba fría. Cenaron con fruición para compensar que no habían podido probar bocado desde la mañana y, agotados por la marcha y los nervios, se entregaron al sueño rápidamente, aún sin poder creer la suerte que habían tenido al pasar inadvertidos entre los bárbaros.

El ánimo mejoró durante el último día de viaje. La niebla no se había dispersado del todo, pero dejaba pasar los rayos del sol. Koríntur envió a Skrath a un rápido reconocimiento del terreno y el cuervo les confirmó que alrededor no había señal alguna de los bárbaros. Al cortar camino por el lugar que querían evitar, habían dejado atrás la única amenaza de su viaje. Mejor aún, después de un desayuno tranquilo, los elfos emprendieron la marcha con bríos renovados y en poco tiempo otra silueta apareció en el horizonte, una que les daba esperanza.
Detrás de la capa de niebla, contra el cielo blanco, vieron formarse siluetas de torreones, almenas, castillos y banderas. Como una aparición misteriosa y llena de poder, la ciudad de Guardiardiente le daba la bienvenida a los elfos.
Contentos por ver el fin de su viaje, los elfos aceleraron la marcha, pero la alegría no duró mucho. Mientras más se acercaban a la ciudad, más clara era su silueta entre la niebla y mejor podían ver las banderolas, pero a Bélial le extrañó que no podía percibir el ruido acostumbrado de las grandes poblaciones. Por más gruesas que fueran sus murallas, la vitalidad de una ciudad podía sentirse a la distancia.
Aquello estaba extrañamente silencioso. De algún modo, el Cónclave entero compartió las sospechas de Bélial sin que éste pronunciara palabra. Incluso Skrath giraba sobre sí, nervioso, en el hombro de Koríntur y Baltho sollozó de modo casi inaudible.
—¡Agh, pisé algo! —la exclamación de Koríntur rasgó la tensión.
—¿Metiste el pie al barro? A mí me pasó lo mismo —Hínodel sacudió el pie.
—También, pero… de verdad sentí que pisé… ¿qué es esto? —la voz del hechicero cambió extrañamente.
—El aire está húmedo para que el barro esté tan espeso —le dijo Estrâik a Bélial. El bardo se inclinó para tocarlo.
—No es agua lo que estamos pisando —Telperion tenía la voz contraída y se abrazó al símbolo sagrado.
—¡Es sangre! —Bélial se incorporó después de haber tocado el suelo. Koríntur pateó aquello que había pisado y vio que era una masa carnosa, sanguinolenta e indefinida.
Hínodel se adelantó al grupo y parpadeó antes de llevarse las manos a la boca. Como si el ambiente hubiera montado un espectáculo perverso, se descorrió poco a poco el velo de la niebla y dejó ver un campo inmenso y oscuro.
—Es un campo de batalla —dijo Hínodel con un hilo de voz.
—No —Telperion reanudó la marcha—. Es un cementerio.
Aquí y allá los cadáveres de guerreros caídos se amontonaban unos sobre otros. La sangre había formado diminutos ríos que con la tierra habían hecho una mezcla oscura y desagradable. Orcos y humanos por igual habían perecido en ese lugar, los unos envueltos en sus pieles y los otros en armaduras melladas y opacas.
—Creí que sólo Farbonta tenía problemas —Telperion levantó el símbolo sagrado en señal de respeto—. Pero alguna oscura voluntad ha sido liberada en estas tierras.
Hínodel ahogó un grito. Se había encontrado de frente con la cara de un  hombre que la veía inexpresivo, con la boca abierta y la lengua hinchada. El resto de su cuerpo estaba tirado en una extraña posición y la cabeza se sostenía atravesada por una pica desde el mentón hasta la coronilla. La elfa bajó la mirada.
—Esta batalla la ganaron los bárbaros —dijo Bélial al ver el hallazgo de Hínodel.
—Pero no fueron ellos los que cobraron todas las vidas —Estrâik se había inclinado sobre el cadáver de un guerrero humano­—. ¿Podrías decirme, hermano, qué clase de arma hace esto?
Hínodel y Bélial se acercaron hasta el druida y Telperion tras ellos. Los guerreros que ahí habían caído no tenían heridas abiertas ni les faltaba algún miembro, como muchos otros cadáveres; sino que tenían la piel enrojecida, quemaduras que describían extrañas figuras en la piel de los hombres, como si diminutos ríos de fuego los hubieran cruzado. Los párpados y los labios habían ardido como si el fuego les hubiera salido del interior.
—He visto un hombre con estos mismos signos —dijo Bélial más confundido que horrorizado—, pero no fue atacado por ningún arma.
—¿Otro elemental? —preguntó Telperion.
—No. Fue alcanzado por un rayo.
—¡Aquí hay alguien vivo! —gritó Koríntur desde un lado del campo. El hechicero trataba de hacer girar un cuerpo que estaba encima del sobreviviente que había encontrado. Cuando sus compañeros llegaron hasta él, antes de iniciar cualquier ayuda, la mirada de Telperion se encendió.
—¡Es un orco!
—No, es una mujer orco —le corrigió Koríntur con naturalidad. La bárbara había sido herida de gravedad en casi todo el cuerpo y apenas podía moverse. Miraba a los elfos con los ojos inyectados en sangre, a los cuales se asomaban destellos de odio. Pero tan maltrecha como estaba, su enojo sólo podía inspirar lástima.
—¿Qué podemos hacer? —Hínodel se volvió a Telperion con mirada suplicante de genuina duda.
—La bárbara es ella, no yo —sentenció Telperion tras una pausa—. Haremos lo que es correcto: curarla. Y que sea lo que Ehlonna quiera.
Pero cuando el clérigo se inclinó sobre la mujer orco, un rumor de pisadas los rodeó y antes de que ninguno de ellos pudiera reaccionar o decir algo, una voz desconocida estalló en el campo.

—¡Al suelo y suelten las armas! ¡Están rodeados y no dudaremos en disparar!

domingo, 21 de julio de 2013

II. 1.- El paso de Axirk


El Sol se hundió en el horizonte mientras pintaba el cielo de rojo y violeta. El trabajo llegaba a su fin y hombres y mujeres volvían de su incursión en el bosque para disfrutar de la recién renovada paz en Farbonta. Clérigos y campesinos caminaban con los azadones y las palas al hombro, la cara manchada de barro y las manos oscurecidas y con olor a tierra húmeda. Un druida y su lobo encabezaban la marcha, ambos con su andar salvaje, pesado y enérgico. Estrâik caminaba todo el tiempo con la mano en la empuñadura de una de sus cimitarras, la destreza en batalla del semielfo daba tranquilidad al grupo que aún temía que del bosque surgiera alguna amenaza; durante el trabajo todos estaban atentos a él y sobre todo a Baltho, pues el más leve gruñido del lobo habría puesto en guardia a su compañero.
Pero nada había pasado y nada iba a pasar, Estrâik había visto la caída del Palacio del Fuego y el fin de los incendios en el bosque y aún así quedó intranquilo cuando uno de los campesinos le agradeció por acompañarlos. Ninguno de ellos sabía que ni el druida ni el lobo estarían ahí para el amanecer.
Los árboles frente al grupo dejaron ver la luz de diversas farolas y un rumor de voces llegó hasta ellos. Se acercaban al pueblo que volvía a su tranquilidad acostumbrada, a los ancianos que sacaban las sillas de casa para sentarse a ver las estrellas, los niños que se reunían alrededor de la fuente, las mujeres que intercambiaban vegetales o carne para el día siguiente.
El límite entre el bosque y el pueblo se marcó en el breve horizonte: la enorme sombra del Gran Roble que se cernía sobre su jardín como un anciano protector y cuyo follaje estaba, en ese momento, infestado de luciérnagas que encendían sus cuerpos en lumbreras amarillas y verdes.
Dentro del templo construido en el árbol, cuatro elfos aguardaban el regreso de los clérigos. Sentados en el altar, Bélial escuchaba a Hínodel tocar sus primeras notas en la flauta; no era un simple pasatiempo musical, el bardo guiaba a la hechicera en su entrenamiento para invocar la magia que podía emanar de las canciones. Cerca de ellos, Koríntur se había acomodado cuan largo era en una de las butacas, con una mano sostenía una hogaza de pan y con la otra arrancaba trozos pequeños que lanzaba lo más lejos que podía para que Skrath, su cuervo familiar, los atrapara al vuelo.
Aún con sus diversiones, el ambiente estaba lleno de melancolía. Las puertas del Gran Roble estaban abiertas de par en par y de pie, inmóvil en el umbral, Telperion contemplaba el pueblo en una silenciosa despedida, enredaba su larga barba entre los dedos mientras los ojos púrpuras repasaban las casas que veía cada mañana al salir al jardín y que podía recrear de memoria; hubiera podido recorrer el pueblo con los ojos vendados sin tropiezo alguno. La misión que le esperaba en el sur era incierta y en apariencia no debía ser muy larga, pero desde el momento que había decidido cumplirla una opresión se le alojó en el pecho. Tenía la certeza de que no volvería a ver Faunera o Farbonta en mucho tiempo.
Los otros tres elfos no podían entender del todo ese sentimiento. El bardo era un paria acostumbrado a vagar de pueblo en pueblo y cuya nación era el camino; los dos hechiceros no tenían memoria de su vida antes de salir de Winbern, el bosque de las Arboledas del Olvido al sur de la villa Vientoverde. Incluso a Estrâik, que pocas veces había salido de Faunera, no le desanimaba de tal modo abandonar su bosque, pues los druidas aceptaban cualquier entorno natural como su hogar. Aún así, todos respetaban el dolo del clérigo y trataban de alegrarle todo el tiempo.
Sin embargo, esa noche era para el silencio. Saldrían antes del amanecer para evitar cuestionamientos y a la mañana siguiente los pobladores no recibirían la bendición de mano de Telperion, sino de Valrya, su aprendiz.
—Ya vienen.
Dijo Telperion caminando hacia el interior del templo. Sin su armadura, la túnica lo hacía ver como el viejo que su barba plateada y su cabeza calva sugerían, quizá también su mirada triste y su andar lento. Hínodel reinició la canción que había empezado en la flauta de Bélial y trató de despejar la nube que se había ceñido en el ánimo de todos. Su entrenamiento había dado frutos y Telperion sonrió mientras los pasos de los clérigos resonaban en los adoquines de la calle y las siluetas de Estrâik y Baltho aparecían en el quicio de la puerta al mismo tiempo que caía la noche.

Las farolas de las casas llevaban apagadas varias horas. Cada hogar resguardaba el sueño de cada poblador de Farbonta. En el Gran Roble, los clérigos dormían con holganza, felices de reposar los músculos de las labores del día y la cabeza de preocupaciones pasadas. Los elfos, sin embargo, habían despertado y con todo el silencio que podían se ajustaban las armas a los cintos, llenaban sus alforjas, buscaban provisiones.
Telperion encontró unas viejas capas de viaje que nunca habían sido usadas para ese fin y las repartió entre sus compañeros. En menos tiempo del que tenían previsto, todos estaban vestidos, con las armas en su lugar y las mochilas al hombro. Valrya había contemplado todo con triste valentía, más nervioso que asustado.
—¿Sabes las tareas que hay que asignar mañana? —le preguntó su maestro.
—Lovac, Jao, Mentio y Violeta guiarán a los grupos de reforestación. Celana y Zurcaa adoctrinarán a los niños y Lintarco y Jilepre harán su ronda por el pueblo —recitó el muchacho tratando de que la voz sonara animada.
—¿Y Ósfaut?
­—Si puede levantarse, veré que me ayude con las bendiciones y el cuidado del jardín.
—Eso le animará un poco. Si alguien pregunta…
—Al norte, señor. Al templo en Teruth-Adur. Nadie debe sospechar de una amenaza del sur.
—Bien.
—No es por nosotros por quien debería preocuparse, maestro.
—Es inevitable, muchacho. Pero confío en que estarás bien —el clérigo lo tomó del hombro y le sonrió con auténtica alegría—. Lo único reconfortante de todo esto es ver cuánto has crecido y todo lo que has logrado con tu entrenamiento.
Telperion hizo una señal con la cabeza a sus compañeros y Koríntur abrió la puerta del templo. Una brisa muy fría contrastaba con el calor dentro del roble, no era una bienvenida agradable por parte del camino. El clérigo tomó con ambas manos el bastón que usaba para apoyarse, aquél que en la parte baja tenía tallada una coz y en la parte superior una punta en forma de cuerno de unicornio, y se lo tendió a su aprendiz.
—Cuando tengas dudas, recuerda que ésa es una señal de sabiduría. Esto ayudará a que no lo olvides. Nos veremos pronto, clérigo en jefe del templo de Ehlonna.
Luego besó en la frente a su aprendiz y salió del templo detrás de sus compañeros. Cuando caminaba en los adoquines del jardín, escuchó la voz de su aprendiz.
—Clérigo en jefe provisional —el muchacho estrechó el bastón con fuerza y levantó una mano para despedirse. Telperion respondió la despedida y lo mismo hicieron el resto de los elfos. Valrya los siguió con la mirada hasta que llegaron a una calle que daba hacia el sur y, cuando doblaron la esquina, los perdió de vista.
Para cuando el sol echó sus primeros rayos sobre el pueblo, los clérigos habían recibido la noticia no sin cierto aplomo y el grupo de elfos caminaba por las planicies del paso de Axirk.


El cónclave había planeado que el viaje hasta Guardiardiente les tomaría poco menos de una semana; debían hacer un ligero rodeo para evitar encontrarse con las tribus bárbaras que proliferaban en la zona central del inmenso campo. Esta era la razón por la que en Axirk no había caminos definidos, todo hasta donde llegaba la vista era una planicie salvaje; los clanes bárbaros, conformados por orcos, humanos o ambos, estaban continuamente en guerra y las alianzas, traiciones y conquistas ocurrían todo el tiempo de forma caótica, por lo tanto, una tribu no permanecía mucho tiempo en un mismo lugar. La mayor preocupación del Cónclave de elfos era encontrarse con uno de estos grupos errantes y aunque tuvieran de su lado el beneficio de la magia (tan misteriosa y atemorizante para los bárbaros) los enemigos sin duda los superarían en número. Además, la hierba más alta que habían visto les llegaba apenas a las rodillas y los pocos castaños que encontraron en el camino eran pequeños y solitarios, de modo que el grupo era perfectamente visible aún a grandes distancias y en caso de peligro, no había dónde esconderse. La única ventaja que les daba el terreno era que, del mismo modo, podrían ver cualquier amenaza con suficiente anticipación para idear un plan. De cualquier modo, Koríntur había enviado a Skrath a revolotear muy por encima de ellos, pues la altura le proporcionaba una mejor visión del terreno.
 Toda la mañana se mantuvieron alerta a estos temores, pero al medio día, cuando se detuvieron para comer y descansar, el ánimo había mejorado y lo apacible del campo relajó sus nervios; oían de vez en cuando al viento romper contra sus ropas, las nubes delgadas y largas formaban sombras como serpientes a lo largo del campo verde y amarillo, el terreno se levantaba aquí y allá de manera irregular, matizando el vacío que producía el horizonte, donde la hierba se unía al cielo. El sol los acariciaba sin quemar y el clima produjo tal relajación en el grupo que hubieran permanecido toda la tarde ahí mismo si no hubieran sentido la mirada apremiante de Telperion, cuyo recelo natural lo mantenía siempre pensando en los problemas por resolver.
Antes del atardecer, los sorprendió una ligera llovizna y todos agradecieron la utilidad de las capas de viaje, pues no había un solo lugar dónde protegerse del agua. A pesar de no ser muy fuerte, la lluvia fue duradera y en poco tiempo llevaban toda la ropa humedecida; para cuando anocheció, tuvieron que buscar un terreno de hierba gruesa para evitar el lodo y, contrario a su plan original, encendieron una fogata para calentarse los miembros entumecidos por el frío. Estrâik y Baltho, más acostumbrados a soportar los caprichos de la naturaleza, hacían la guardia alrededor del grupo, alejándose de vez en cuando y en diferentes direcciones para escudriñar el horizonte.
—Si seguimos haciendo estos viajes juntos —dijo Koríntur mientras se sacaba las botas— espero con mi alma que algún día tengamos una forma más cómoda de hacerlos.
—Como no sea en caballos, no se me ocurre otro modo —Bélial extendió su capa frente al fuego—, y de cualquier modo, hay que dormir en la hierba.
—Habría que ir en algo grande, como una carroza —dijo Hínodel, dándole trocitos de pan a Skrath.
—¡En un barco! —dijo el bardo en tono ridículo.
—Un barco con ruedas jalado por caballos —Hínodel miró socarronamente a Bélial—. O que vuele.
—Los barcos son lo mejor que hay para hacer un viaje —la voz de Bélial estaba teñida de melancolía—. Un barco volador no estaría nada mal.
—Me pregunto si yo he viajado en barco —dijo Koríntur mirando a Hínodel. Aunque lo tomaban con relativa normalidad, no dejaba de ser curioso que ambos salieran de Winbern y que hubieran cruzado las Arboledas del Olvido para cumplir una misión que, por obvias razones, no podían recordar. Muchas veces se habían preguntado si no eran amigos antes de haberse encontrado en Farbonta.
—Yo no conozco el mar —dijo Telperion quitándose la última pieza de armadura—. Ahora que lo pienso, es algo que me gustaría hacer antes de regresar a Farbonta.
—Cuando todo esto termine, maese clérigo, yo mismo me aseguraré de mostrarte el mar antes de que vuelvas a enclaustrarte en tu bosque —Bélial bebió de un odre distinto al que había usado el resto del día y que, Telperion sabía, no contenía agua.
—Tú que has visto tantos lugares, Bélial, ¿conoces ese “Aguardiente” al que vamos? —dijo Koríntur estirando la mano para que el bardo compartiera el vino.
—Nunca he estado en Guardiardiente, pero muchos de sus guerreros visitan Líbermond para los juegos anuales del Coliseo. Siempre dicen con orgullo que es un reino con una antigua tradición bélica. Sus murallas son el doble de fuertes que las de Líbermond y están protegidas con almenas y torres. Ahí la gloria se alcanza con la espada, la lanza o el escudo, no hay habitante que no sepa usarlos. Para la mayoría de los guardiardienses la magia es desconocida y no tienen interés en aprenderla.
—Ellos se lo pierden —dijo Hínodel con una nota de resentimiento en la voz—. Ya me imagino la clase de recibimiento que nos darán.
—Para ser alguien sin memoria de su pasado, tienes muchos resentimientos, linda.
—Aunque tiene razón —dijo Koríntur—. Cuando estaba buscando Farbonta no encontré en todo el camino nadie que quisiera ayudarme. Tampoco es que me encontrara con mucha gente: un par de pastores alejaron su rebaño de mí, un grupo de exploradores me hicieron burla y en una pequeña villa ni siquiera me dieron alojamiento.
—Te ven y de algún modo lo saben. Y les da miedo —la elfa extendió sus manos hacia el fuego para calentarse—. No los culpo de temerle a un hechizo, pero nadie espera conocer al que lo hace antes de juzgarlo.
—No puedes esperar eso de todo el mundo, pequeña —Telperion tomó una de las manos de la hechicera y la estrechó entre la suya—. ¿Recuerdas qué tan respetada es en Líbermond?
—Porque son magos, Telperion —dijo la elfa resignada—. Los respetan por sus estudios. La gente sólo piensa en que naces con un talento sin pensar en el trabajo que te costó dominarlo.
—¿Tú puedes recordar eso? —preguntó Koríntur, intrigado.
—Creo —Hínodel se encogió de hombros—. Es como una sensación…
—Sí, te entiendo —Koríntur miró al fuego pensativo y todos guardaron silencio un momento. A lo lejos, podía oírse a Estrâik que le decía algunas palabras a Baltho mientras le acariciaba la oreja—. ¿Tú sabes por qué, Bélial? ¿Por qué algunos nacemos con la magia mientras otros tienen que aprenderla?
—Se me ocurren algunas teorías, aún hay mucho que descubrir sobre la magia. Algunos hechiceros nacen porque son hijos de magos poderosos. Uno de los grandes misterios de la magia es el efecto que tiene sobre el cuerpo y la sangre. Hay sabios que defienden que la magia se queda impregnada en quien la practica, lo que podría convertirse en una extraña herencia para sus hijos. Aunque, claro, se sabe de antiguas familias de magos que han transmitido su conocimiento de generación en generación y, por más poder que acumulan, no hay ni un solo hechicero en su árbol. Ahora que lo recuerdo… bueno, es algo de lo que solía hablar mi maestro en Levecäesin… y no suena tan descabellado…
—No te detengas —Telperion había detenido su cena, atrapado por la plática del bardo.
—Hay sólo un tipo de criaturas que nacen con un inmenso potencial mágico: los dragones. Algunos aseguran que, en realidad, la magia misma fue inventada por ellos, dicen que las palabras que pronunciamos provienen de su lenguaje primigenio y se quedaron impregnadas en cada hechizo, por eso conocemos las palabras aunque no sepamos qué significan. La sangre de dragón es una de las sustancias más extrañas, exóticas y valiosas para los magos, pocas cosas la superan, por ejemplo…
—La plata de unicornio —dijo Estrâik detrás del bardo, que había alcanzado a oír lo último de la plática.
—¿Saben por qué es tan valiosa? Porque la sangre misma es mágica, contiene hechizos. Ahora, se sabe que hay dragones capaces de tomar forma de humanos… o de elfos, y que mantienen esta forma incluso por varios años. En ese caso, podrían llegar a relacionarse con miembros de esas razas, incluso, de tener descendencia con ellos. Yo conocí a uno de esos llamados “semidragones”, era un hombre alto, corpulento y la cara muy similar a la de un reptil, con el cuerpo cubierto de escamas blancas. Venía del norte.
—Increíble —Koríntur miró su brazo brillar con el fuego.
—Pero en ese caso, ¿no todos los hechiceros serían semidragones? —Hínodel había abandonado la tarea de alimentar a Skrath y el cuervo ahora picoteaba el pan sin empachos.
—Si fueran descendientes directos, sí. Pero imagina que esos semidragones tienen hijos con otros no-dragones, que a su vez tienen hijos y así, diluyendo la sangre hasta que le pierdes el rastro. En ese caso, nacería de nuevo con apariencia “normal”. Tendría que ser un antepasado dragón muy distante; si me lo preguntan, es una teoría que será poco probable, pero no imposible.
Koríntur miró las estrellas y sintió una súbita emoción. Quizá la fuente de su poder era ésa, tal vez dentro de él corría la sangre de las criaturas más peligrosas que podía imaginarse, pero muchas de esas incógnitas estaban enterradas más allá de las Arboledas del Olvido.
—¿Alguno ha visto un dragón? —preguntó Hínodel.
—No —dijo Estrâik con su acostumbrada seriedad.
—Solamente de lejos, en las montañas —confesó Bélial.
—Nunca —negó Telperion—. La leyenda cuenta que el último dragón que pisó Farbonta fue una inmensa sierpe verde que la misma Ehlonna fulminó con su arco, Jewerlyn. Y el mismo lugar en que cayó el monstruo es donde la diosa sembró el Gran Roble.
Un nuevo silencio recorrió el campamento, sólo roto por el crepitar del fuego y los grillos en el campo. De pronto Koríntur sintió una oleada de excitación que a la vez estaba teñida de miedo: en cualquier punto del Continente podría haber un dragón esperándolo y si seguía de aventuras con el Cónclave quizá llegaría a enfrentarse a uno. Tal vez él sí era descendiente de esa raza orgullosa y a su sangre les debía su talento mágico; conocía los dragones por pinturas y relatos, pero nunca se había imaginado la posibilidad de estar frente a uno. Imaginó su tamaño, la fuerza de sus escamas, la elegancia de su vuelo, incluso recreó en su mente lo que podría ser un rugido de dragón; se entregó de tal modo a la imaginación que después dudó si aquel ruido había sonado dentro o fuera de su cabeza. Después recordó que sí había visto un dragón, en sus sueños, en ese sueño que se repetía constantemente: ejércitos negros alejándose del mar, una figura malévola y oscura surgiendo entre ellos, y en lo alto de un cielo rojo de nubes negras un cuerpo serpenteante que volaba con alas de murciélago gigante. Definitivamente era un dragón.
En esos pensamientos quedó Koríntur cuando todos empezaron a recostarse sobre la hierba y Bélial se levantaba para hacer la siguiente guardia. Arrullados por la música que el bardo tocó en su flauta, uno a uno se entregaron al sueño.