Hínodel olió la tierra húmeda con los
ojos cerrados. Sintió en la cara las punzadas ligeras y frías de la lluvia y
por primera vez en mucho tiempo se sintió en paz. Ya no ardían las heridas del
fuego ni el calor rodeándola, todo se había sumido en un frescor apacible. Se
talló los ojos con el dorso de la mano y estiró los brazos, como si no
despertara de un desmayo, sino de un sueño reparador. Abrió un ojo y vio
inclinado sobre ella a Telperion, envuelto en un resplandor verde que en ese
momento se desvanecía. El clérigo le sonrió.
—¿Cómo te sientes?
—Lo hiciste —le dijo la elfa con
voz cansada—. Salvaste tu bosque.
—Salvamos el bosque y él nos
salvó a nosotros —dijo el clérigo levantándose. Cuando Hínodel se incorporó
encontró un paisaje gris y opaco de lluvia, pero más alentador y vivo que
antes. El suelo era todo barro y ceniza, una tierra fértil y lista para renacer.
Los unicornios paseaban por el
lodo, reflejando sus auras plateadas sobre éste y con los cuernos en alto, orgullosos
y limpios por la lluvia; mientras los druidas examinaban los restos de los que
alguna vez fueron los guardianes del Palacio del Fuego. Otros más ayudaban a sanar
a Estrâik, quien a pesar de las profundas quemaduras que le habían hecho y de
tener los brazos surcados de cicatrices, no daba ni una muestra de dolor, pero
tampoco de estoicismo; su gesto era el de siempre, una tranquilidad y un
hermetismo difíciles de interpretar.
Bélial se había incorporado pero
seguía sentado en el barro, de cara al cielo, tratando de mantener los ojos
abiertos y riendo cada vez que el agua lo cegaba. Koríntur se acercaba a ellos,
con Skrath cubierto bajo la capa y temblando mientras abría y cerraba el pico
de mal humor.
—No le gusta el agua. ¿Qué tal?
—Como nueva —le contestó la
elfa—. Y bien, clérigo en jefe, ¿qué haremos ahora?
Telperion vio a su alrededor y
encontró un alto montículo de lodo, carbón y piedra en el mismo lugar en el que
antes estaba el Palacio. Le sonrió a la elfa, se apoyó en el arco y caminó
hacia él. Los unicornios lo seguían con la mirada, las distintas pláticas
cesaron y en el valle sólo se escuchó el rumor constante de la lluvia como
cientos de piedritas.
Se detuvo cerca del montículo,
lo contempló un segundo como convenciéndose de que el portal había sido cerrado
y luego se volvió a los que se habían acercado.
—No hay poder suficiente en mí
para mostrarles mi gratitud. Ehlonna nunca olvidará esto y hará que reciban su
recompensa.
Los unicornios relincharon y los
druidas esbozaron amplias sonrisas y se congratularon en silencio. Telperion le
sonrió a sus compañeros, cerró los ojos tomando el símbolo sagrado entre sus
manos y lo besó.
Entonces en el frío del valle,
sintieron un breve golpe de calor, como una brisa repentina. Los elfos se
vieron entre sí y voltearon a todos lados, Bélial se llevó un dedo a los
labios, se acercó al montón de cenizas y piedra y se inclinó sobre él. Todos
esperaron un momento y entonces escucharon. Fue un golpe tenue, apagado, sordo;
pero al oírlo sintieron de nuevo la ráfaga de calor.
—¡Un martillo! —le gritó Estrâik
a los druidas, que ya habían advertido el comportamiento de los elfos. Un
druida tomó uno de los martillos de guerra que estaban tirados por el valle,
ahora frío por la lluvia, y se lo entregó a Estrâik. Éste intercambió una
mirada con Bélial.
—Aquí —le dijo el bardo después
de escuchar el montículo—, con cuidado, la piedra es frágil.
El druida levantó el martillo
sobre su cabeza y sin aplicar fuerza, dejó que el peso del arma quebrara la
piedra. Repitió la operación tres veces más en los lugares que Bélial le
indicaba, mientras elfos, unicornios y druidas observaban con interés. Al
último martillazo un resplandor rojo surgió de entre la piedra, como si dentro
aún ardiera una pequeña porción del Palacio del Fuego. Todos se alarmaron y se
echaron hacia atrás en guardia.
—¿Qué es? —preguntó Telperion,
temiendo que su esfuerzo hubiera sido en vano.
Bélial, más curioso que
prudente, asomó la cara al hueco en la piedra. Se escuchó otro latido, el
resplandor aumentó un momento y todos sintieron un calor como de hoguera.
—Es… una… piedra… —dijo el bardo
sin dar crédito a sus ojos, aunque nadie entendiera por qué—. Estrâik, da otro
golpe aquí.
Y el druida amplió el hueco lo
suficiente como para que Bélial pudiera meter ambas manos.
—Está caliente —dijo el bardo
con una sonrisa maravillada antes de sacar lo que había dentro y mostrarlo. Era
una gema del tamaño de la cabeza de cualquiera de ellos y completamente
redonda, como si de una perla se tratase, brillaba con un intenso resplandor
rojo y despedía, cada cierto tiempo, una pequeña onda de calor. Podía verse el
interior, lleno de flamas y roca fundida, como si corriera en ella un río igual
al que protegía el Palacio del Fuego. Y pese a emanar calor, no era un fuego
dañino ni palpable, pues las gotas cuando la tocaban no despedían vapor como
hace la lluvia cuando cae sobre las piedras que han estado bajo el sol.
—Esto fue lo que abrió el portal
—fue lo único que dijo Bélial, maravillado.
Valrya hizo sonar la campana del templo.
Los clérigos habían rondado por el bosque a la espera de alguna señal que los
tranquilizara, o de una noticia, buena o mala, que calmara la ansiedad entre la
población. La tarde había amenazado para ser lúgubre, una larga ráfaga de
viento frío había azotado el pueblo minutos antes de que las nubes se
descargaran con calma mortuoria sobre los habitantes. La lluvia no se detuvo en
toda la tarde y era el único ruido que los pobladores se animaban a escuchar,
nadie quería platicar ni hacer alguna tarea común que alterara la paz. Por eso
es que la campana del templo de Ehlonna fue el preludio para que decenas de
curiosos se asomaran a las calles.
Uno de los clérigos había vuelto
gritándole a Valrya las buenas noticias. El aprendiz hizo sonar la campana
mientras del bosque se acercaba una numerosa comitiva.
—¡El clérigo ha vuelto! —gritaba
a cada repique.
Los druidas avanzaban a los
lados, guardando su distancia, con las pieles mojadas y llenas de barro; se
habían quitado los gorros para que la lluvia les refrescara las melenas
hirsutas. Al igual que Estrâik, cada uno era seguido de cerca por algún animal.
Mientras que algunos caminaban al lado de algún lobo gris o pardo, uno que otro
llevaba un halcón en el brazo o un tejón que correteaba a su alrededor.
Detrás de ellos, una hilera de
corceles blancos levantaban orgullosos los cuernos que emanaban un tenue brillo
blanquecino. Halvaradian caminaba al centro y adelante, cerca de los elfos que
formaban el corazón del grupo. Iban sucios de lodo, con las ropas desgarradas y
los miembros adoloridos, pero compartían una sensación de bienestar, conformes
con el resultado de su misión.
—Nosotros nos quedaremos aquí
—dijo Halvaradian detrás de ellos. El unicornio se volvió a sus compañeros,
dejando ver una vez más su cicatriz. Ahora que el portal estaba cerrado y que
estaban seguros de que el fuego no volvería a arder ya no parecía una herida
tan terrible; lo que podía asustar de ella ya no existía, sólo había que
esperar a que el pelaje de plata la cubriera del todo.
—Gracias por su ayuda —dijo
Telperion inclinando la cabeza—. No sé qué hubiera pasado de no llegar ustedes.
—Estoy seguro que igual habrían
vencido —dijo el unicornio—. Es sólo que no podíamos quedarnos fuera de la
batalla.
Telperion rió y Halvaradian dio
una coz en el barro. Relinchó levantándose sobre sus patas traseras y los otros
unicornios lo imitaron, antes de que todos salieran corriendo hacia el bosque.
—¡Te debemos una, Telperion!
—gritó Halvaradian mientras se alejaba.
—¿Dónde está mi padre, hermano?
—preguntó Estrâik a uno de los druidas.
—En Levecäesin —respondió—,
esperando noticias.
—Llévenselas —dijo Estrâik—.
Díganle que pueden volver a la arboleda.
—¿No piensas venir, hermano?
—Tengo que atender otros asuntos
por ahora, hermano, pero volveré. También díganle eso a mi padre.
Los elfos agradecieron a los
druidas su intervención en la batalla, pero éstos no podían estar menos
agradecidos. La campana no dejaba de sonar y los clérigos empezaban a acercarse
cuando los druidas se perdieron entre la espesura del bosque. Los religiosos
abrazaban a los elfos, contentos de verlos regresar con bien, pues ése era el
mejor indicio de que la misión había tenido éxito y eso mismo fue lo que pensó
el pueblo, pues cuando Telperion pisó el primer adoquín frente al templo de
Ehlonna, la concurrencia estalló en gritos de júbilo, cantos y alabanzas. Demasiado
tiempo habían soportado la tensión de vivir al lado del peligro y ahora la
ocasión les permitía liberarse, gritar y, lo mejor, sonreír con la tranquilidad
de quien despierta agitado y se da cuenta de que su pesadilla no es real.
—Hemos vuelto a la tranquilidad
—dijo el clérigo a su animado pueblo—. ¡Gracias a los favores de Ehlonna, en
este bosque no volverá a arder un fuego tan maligno! ¡Que sus hojas nos cubran
de prosperidad!
—¡Saquen los toneles y las
viandas! ¡Hay que celebrar! —agregó Koríntur al final del discurso de Telperion
y aunque esto causó más alegría entre los pobladores, Telperion no lo vio con
tan buenos ojos. Y sólo porque la sobriedad y la templanza eran lo más adecuado
en un elfo de su clase y condición, no mostró la aprobación que hubiese
querido, pero tampoco impidió que el pueblo y los clérigos se preparasen para
celebrar. La paz que sentía en su interior era tan grande que estaba decidido a
beber una pinta de vino a la salud y gloria de Ehlonna.
En la puerta del templo, se encontró
con su aprendiz. Se sonrieron ampliamente y el aprendiz se arrodilló a besar la
mano de su maestro.
—A mí no —dijo Telperion,
invitándolo a levantarse y añadió señalando al Gran Roble—. A Ella. Procura que
sea una buena celebración. Nosotros necesitamos refrescarnos.
Y entraron al templo dejando
atrás la fiesta, los rumores y los cantos. Antes que entregarse al regocijo,
deseaban más que otra cosa unos momentos de silencio y tranquilidad. Sin
embargo, aún no era momento ni para uno ni para otro.
Telperion cerró la puerta del
templo y Koríntur se dejó caer sobre una de las bancas cuando Baltho empezó a
gruñir. De inmediato Estrâik desenvainó la cimitarra. Contrario a lo que
creían, no estaban solos.
Frente al altar, una silueta
encapuchada les daba la espalda, con una inmovilidad tan oscura que, de no
haberse sobresaltado cuando Telperion cerró la puerta, no la hubieran notado.
Se volvió hacia los elfos y la capucha le oscurecía el rostro, ninguna de sus
facciones era visible, excepto por su amplia y brillante sonrisa.
—Me alegra ver que todos están
bien… sinceramente, me estaban preocupando. Pero gracias a la fortuna, no hubo
ningún problema, ¿verdad?
Su voz era elegante y suave,
casi aguda, llena de humor. Sin embargo, la excesiva zalamería le hacía sesear
de forma desagradable, como el cascabel de una serpiente; Hínodel sintió un
escalofrío a cada palabra y tuvo que tomar el brazo de Bélial.
—Disculpe, ¿quién es usted?
—dijo Telperion tratando de mantener su entereza. Al haber dedicado su vida a
la contemplación y a predicar la palabra del bien, era inevitable que su alma
se hiciera más sensible a las bocas maliciosas y a los ojos hipócritas, pero
jamás había sentido tan mala espina como con aquel hombre.
—Un amigo, maese Telperion —dijo
con exagerada inocencia—. Un amigo que siguió de cerca sus pasos y sus planes.
Un asunto muy desagradable el del portal, definitivamente.
—¿Qué sabe del portal? —el
clérigo dio un paso hacia delante. Estrâik le cuidaba de cerca.
—Sé que lo cerraron y es la mejor
noticia que podría tener del asunto —el hombre no dejaba su sonrisa de brillo
tenue, lo único que podía indicarles su estado de ánimo—. ¿Y? ¿Puedo verlo?
—¿Qué cosa?
—El Orbe, maese clérigo. El orbe
que encontraron en el portal y que traen con ustedes.
Sólo se oía la lluvia golpear el
tronco del Gran Roble y el eco sordo de alguna gota de agua que se colaba por
el techo. Ninguno de los elfos se movió y no le quitaron los ojos de encima al
hombre, cuya sonrisa había cambiado a una mueca sardónica.
—¿Sabe algo del orbe? —preguntó
al fin Koríntur.
—Un objeto sencillo —dijo la
sombra—. El ornato perfecto para el centro de mesa de un rey.
—Si es tan sencillo, ¿por qué el
interés?
La sonrisa del hombre dudó un
momento frente a Koríntur y luego se volvió una sonora carcajada.
—¡Me has atrapado! Qué respuesta
más tonta… es verdad. Es una gema valiosa, de eso no hay duda. Estoy dispuesto
a pagarles lo que pidan por ella.
—No, gracias —respondió de
inmediato Telperion—. No estamos interesados.
—Por favor, maese clérigo,
después de tanto esfuerzo para cerrar el portal, ¿no piensa obtener una
recompensa?
—Ya tengo mi recompensa, muchas
gracias. Eso es todo. Si nos disculpa…
—Ciertamente, no era mi
intención ofenderlo, señor —el hombre hizo una exagerada reverencia—. Es sólo
que esa gema es muy valiosa para mí. Pagaré el doble, si es necesario.
—Ya lo oíste —le dijo Estrâik
con voz ronca y cortante—. No nos interesa.
El hombre no se movió, su
sonrisa empezó a flaquear, su boca se abría como buscando las palabras, hasta
que sus dientes brillantes se torcieron en un gesto lastimoso.
—Se lo ruego, señor. No tiene
idea de lo importante que es esa gema para mí. Haría lo que fuera, lo que fuera
por obtenerla. Busque dentro de usted un poco de piedad y ayúdeme.
—Pues no hizo lo único
necesario: luchar para que el portal desapareciera.
—Soy demasiado débil, ¡un inútil! Por favor, maese, ayudaré a su templo, a su
ciudad…
—Disculpe, pero la cordialidad
de los extraños me parece siempre un motivo de desconfianza. Ahora, por favor,
salga del templo.
—¡No entiende! —rugió el hombre,
irguiéndose por completo. Un trueno resonó en el bosque y las paredes del
templo. Sin prisa, pero con decisión, los elfos llevaron las manos a las armas.
—Lo siento, amigo, pero esta
gema no puede caer en las manos equivocadas —dijo Bélial con cordialidad.
Telperion se volvió hacia él, confundido.
—¿De qué estás hablando? —dijo
el hombre, riendo tristemente—. ¿Qué podría hacer una gema…?
—Sabemos del Orbe —dijo Bélial—.
Sabemos de su relación con el fuego.
Volvieron a guardar silencio.
Hínodel sujetó con fuerza las correas de su mochila.
—Veo que los subestimé —dijo la
sombra, volviendo a su sonrisa confiada—. Son más astutos de lo que pensé.
Continúen así —y abrió su capa. Su cuerpo era aún más sombrío que su cara y
sólo dejó ver una mano enguantada igual de negra que se extendió hacia el
bardo—. Dénmelo.
—Tú abriste el portal —dijo
Estrâik con una nota de rencor en la voz—. Tú eres el culpable de los
incendios.
—En eso te equivocas, animal. Yo
no abrí el portal, sólo sabía que se abriría, pero no dónde. Ciertamente,
eligió un muy mal lugar. Hubiera preferido que apareciera donde no llamara la
atención. En cualquier otro lugar los seres de fuego se habrían debilitado
rápidamente y…
—Y habrías podido enfrentarlos
tú en lugar de dejarnos hacer el trabajo sucio —le espetó Telperion. El hombre
empezó a reír por respuesta.
—Seamos coherentes, maese.
Ustedes son cinco y nosotros… bueno, por ahora sólo soy yo.
—El Orbe se queda con nosotros
—sentenció Telperion.
—Pensé que podríamos arreglar
esto civilizadamente —dijo la sombra llevándose la mano a la frente—. No me
obliguen a quitárselas por la fuerza.
—Suficiente. Fuera —dijo
Estrâik, yendo hacia el hombre. Cuando estuvo cerca de él, un trueno volvió a
retumbar afuera y en apenas un parpadeo el hombre había desenvainado una espada
de hoja delgada, había desarmado a Estrâik y le apuntaba al cuello. Baltho se
arrojó sobre el hombre. Con velocidad cegadora, una daga había aparecido en su
otra mano y la apuntaba hacia el lobo, Estrâik logró desviarla de una patada,
pero el hombre reaccionó haciendo un corte en la mejilla del druida. Todo había
pasado en el tiempo suficiente para que Hínodel cargara una saeta en la
ballesta y cuando el hombre se incorporó, se encontró de frente con la puntería
de la hechicera.
La saeta se hundió en la
capucha, justo en el centro, empujando la cabeza del hombre hacia atrás. Pero
éste no cayó. Lentamente enderezó la cabeza, de las sombras de la capucha
sobresalía la saeta clavada firmemente. Ninguna sonrisa brillaba en el rostro
del hombre, pero podían escuchar su respiración entrecortada. Se inclinó un
poco hacia el frente y una gota oscura como el barro cayó al piso.
El hombre tomó la saeta con una
mano y de un tirón la arrancó de su cara. A Hínodel le temblaron las manos y no
pudo pensar en volver a cargar la ballesta. Cuando la sonrisa reapareció en la
capucha oscura, ahora tenía los dientes manchados de sangre opaca.
—Sólo le haré una advertencia,
maese —dijo con la voz cargada de resentimiento—. Si no entregan el Orbe ahora,
arrasaré con todo el maldito pueblo.
—Dijiste que estabas solo —le
dijo Koríntur en burla.
—Dije que por ahora estaba solo
—respondió el hombre—. Pero pronto Guardiardiente estará de mi lado. Todos esos
soldados y armas… este pueblo sería sólo un entrenamiento… una distracción.
Usted será responsable de la condenación de su gente, maese. Conserven el Orbe
y no pasarán dos semanas antes de ver los estandartes de la guerra en el
horizonte.
—Entonces temo que no puedo
dejarlo salir —dijo Telperion y acto seguido disparó una flecha hacia la
sombra, pero alguna oscura voluntad le mantenía alerta y con los reflejos tan
despiertos como en el primer ataque; con un golpe del estoque desvió la flecha
de Telperion y se arrojó sobre Hínodel. Bélial la empujó detrás de una de las
bancas y trató de detenerlo con la espada, pero perdió el aire cuando sintió la
rodilla de su oponente hundirse en sus entrañas.
—¡Jactum magicus! —gritó Koríntur cuando el hombre se proponía
abalanzarse sobre la elfa. Dos destellos azules iluminaron el recinto y
detuvieron la carga del hombre encapuchado y una segunda saeta se le hundió en
el pecho, Hínodel había reaccionado en su caída y había recargado el arma. Al
verse superado en número, el hombre subió a una de las bancas del templo y
desde ahí dio un salto sobrehumano con el que casi tocó el techo y se lanzó
sobre Koríntur. El cuerpo de la sombra se cubrió de humo y antes de llegar al
hechicero, el humo había tomado la forma de un corcel azabache de aspecto
siniestro. Al verse amenazado por la montura, Koríntur apenas tuvo un segundo
para saltar hacia un lado. El corcel de humo galopó hacia la puerta del templo
mientras su jinete reía desaforadamente, como la última consigna de su amenaza
de guerra.
El caballo dio una coz a la
puerta y ésta se abrió de golpe. Todos le habían seguido, pero cuando llegaron al
umbral se encontraron con el eco de su risa y una silueta informe que
desaparecía en el horizonte, detrás de una lluvia que se veía más gris que
antes.
Para su mayor sorpresa, nadie
más parecía haber notado el escape del hombre. Dentro de las casas la luz de
las velas se agitaba y las sombras desfilaban con el ajetreo de los pobladores,
concentrados en preparar una celebración tan esperada.
—¡Valrya! —gritó Telperion con
miedo. Después de unos segundos, el aprendiz apareció en el jardín del templo.
—¿Qué pasa, maestro? —el joven
estaba sereno, incluso sonriente. Pero al ver la cara pálida de los elfos y su
agitación su gesto se descompuso, como si todas las preocupaciones le hubieran
vuelto de golpe—. ¿Pasa algo malo?
Telperion dudó un segundo.
—No —dijo y le dirigió a su
aprendiz una sonrisa conciliadora—. Sólo… quería saber… ¿cómo van los
preparativos?
Los elfos también sonrieron. En
esos momentos era lo más sensato.
Un par de horas después, la algarabía
llenaba el frente del templo. Los pobladores de Farbonta hablaban animadamente y
pronunciaban alabanzas a Ehlonna entre música de flautines y cítaras.
Pero los elfos aún no se habían
unido a esta celebración. Telperion había pedido a los clérigos de Ehlonna que
los dejaran discurrir solos en el altar. Una práctica entre los cleros de
varias religiones era convocar a un grupo selecto para discutir asuntos de
extrema importancia, a estos grupos les llamaban “cónclaves”.
Se sentaron alrededor del altar
y Hínodel puso sobre la mesa la mochila; de ella sacó el orbe envuelto en una
capa de viaje y lo dejó reposar sobre la mesa. A pesar de que era como el
cristal pulido, no se deslizó por la superficie. Se quedó tan inmóvil como lo
habían dejado, como si adivinara la solemnidad de la sesión.
Todos aguardaron a que Telperion
empezara a hablar, pero las preguntas se le revolvían en la cabeza, la
curiosidad anteponía preguntas que él pensaba, no correspondían a la urgencia.
—Bélial —dijo al fin—. ¿Tú sabes
por qué ese hombre quiere este… Orbe?
—No —dijo el bardo con
simpleza—. Pero sé que no debería tenerlo.
—¿Por qué? —preguntó Koríntur.
—Creo que nos topamos con algo
grande —dijo el bardo—. Algo grande y muy antiguo.
—Y peligroso —dijo Hínodel—. Me
da miedo que en cualquier momento empiece a temblar y haga aparecer otro
palacio de fuego.
—No lo hará. El Palacio del
Fuego era sólo un mensajero —dijo Bélial revolviendo su mochila—. Y éste orbe
era el mensaje.
—Las coincidencias no existen
—dijo Estrâik acariciando la cabeza del lobo—. Ese portal no apareció ahí,
cerca del templo de Ehlonna, sin motivo.
—Un momento, un momento
—Koríntur se inclinó para ver de cerca el Orbe—. ¿Alguien envió esto desde el
Plano Elemental del Fuego?
—Es más interesante aún —dijo
Bélial revisando un fajo de pergaminos que llevaba—. Creo que se envió a sí
mismo.
Los elfos contemplaron el Orbe
en silencio. La música y los últimos resquicios de la lluvia golpeaban las
paredes y los hacían sentir, en cierto modo, tranquilos. Pero ningún ruido
capturaba tanto su atención como los golpes sordos que emanaban del orbe, como
latidos lentos y cálidos que recorrían la mesa del altar e iluminaban
trémulamente las caras del cónclave.
—Aquí está —dijo Bélial
satisfecho, leyendo y releyendo un pergamino. Sus ojos se alternaban entre el
orbe y el papel y a cada ojeada, el bardo parecía más emocionado—. Es lo que
pensé.
Y enérgicamente lanzó el
pergamino al centro de la mesa. Los elfos se inclinaron para revisarlo. Era una
canción escrita con letra desigual, pero lo que atrajo su atención eran los
cuatro dibujos que decoraban el escrito: cuatro esferas de distintas formas que
de algún modo, eran similares. Y el último dibujo guardaba mucha semejanza con
el orbe que en ese momento descansaba sobre la mesa.
—Esta es una canción que me
mostró mi maestro en Levecäesin. Para mí fue sólo un logro más en mi
instrucción y pensé que era sólo una historia ficticia; pero desde que tuve el
Orbe… supe que habíamos dado… con algo grande. Es llamado el Alma del Volcán,
uno de los cuatro míticos Orbes Elementales de los que habla la canción.
—¿Elementales? —Estrâik atrajo
hacia sí el orbe—. Es decir que… hay otros tres como éste.
—Y funcionan de manera conjunta
—dijo Bélial asintiendo.
—El orbe de fuego —dijo Hínodel
tocando la esfera.
—¿Y qué hace? —preguntó Koríntur
con interés.
—Es difícil de decir —dijo
Bélial negando con la cabeza—. Sólo sé que deben reunirse los cuatro…
—¿Y que no debía caer en manos
equivocadas? —le dijo Hínodel con una sonrisa.
—Eso se deduce fácilmente —le
respondió con otra sonrisa Bélial—. Si por sí mismo el orbe pudo abrir un
portal para llegar hasta este plano, imaginen su poder si se le sabe manejar. O
si quien lo sabe manejar no tiene buenas intenciones.
—Y éste hombre ciertamente no
las tiene —dijo Telperion, sombrío.
—Guardiardiente —dijo Koríntur
asintiendo—. ¿Es una ciudad grande?
—Tanto como Líbermond —dijo
Bélial—, sólo cambia los comerciantes y artistas callejeros por guerreros y
soldados y las tabernas por forjas y caballerías. Todo es armas y armaduras
hasta donde alcanza la vista. Su tradición bélica es tan antigua que han
abandonado casi por completo el estudio o uso de la magia. Sin embargo —agregó,
como si hubiera tenido una ocurrencia—, tienen una amplia biblioteca donde
guardan toda clase de documentos. Se dice que incluso hay unos que datan de la
fundación de la ciudad.
—Tal vez hallemos algo sobre el
Alma del Volcán —Hínodel sonrió.
—Lo que es más importante —dijo
Telperion, incómodo—, quiero descubrir por qué Guardiardiente se unirá a este
hombre y atacará Farbonta. En algo tiene razón, esa ciudad puede, sin ningún
problema, arrasar con este pueblo entero.
El cónclave volvió a hundirse en
el silencio. Afuera el pueblo celebraba el final de una amenaza sin darse
cuenta de que otra más se cernía sobre sus cabezas. Y Telperion pensaba que era
mejor de ese modo, pues así como el conocimiento tiene una esencia liberadora,
la ignorancia puede darnos, aunque sea por un solo día, una dicha inmensa.
Koríntur rompió el silencio
riendo con simpatía.
—Ya sabía yo que este grupo me
agradaría. No vamos saliendo de una aventura cuando tenemos otra esperando.
Los demás sonrieron, excepto
Telperion.
—Agradezco tu interés, Koríntur,
pero no estás obligado a intervenir. Ninguno de ustedes lo está. Les pedí ayuda
para terminar con los incendios y les quedo más que agradecido por haberme
acompañado. Pero no los puedo obligar a volver a arriesgarse.
—Por suerte, tampoco nos puedes
obligar a no arriesgarnos —le dijo Bélial sin verlo, revisando el pergamino de
los Orbes Elementales.
—¿Crees que habrías destruido el
Palacio del Fuego tú solo? —le preguntó Hínodel. Telperion negó—. Entonces,
¿pretendes detener a una ciudad entera tú solo?
—No suena coherente —dijo Bélial
sonriendo tras su pergamino.
—Se necesitan al menos cinco
para eso —le dijo Koríntur con seguridad exagerada.
—Hemos hecho un buen equipo,
hermano —le dijo Estrâik—. No veo por qué habría que desintegrarlo.
Telperion les sonrió con
timidez.
—No me alcanzará la vida para
pagarles —dijo.
—No, eso es cierto —dijo Bélial
guardando sus pergaminos.
—Pero tienes toda una vida para
intentarlo —le dijo Koríntur.
—Creo que somos mayoría, querido
—le dijo Hínodel, guiñándole el ojo.
Telperion rió, tomó su símbolo
sagrado para besarlo y lo levantó hacia sus compañeros.
—¿No podríamos sellar esto con
vino? Muero de sed —dijo Koríntur levantándose.
Y el Cónclave de elfos de Farbonta
salió del templo. Por ahora celebrarían y cantarían bajo la gran sombra. Si los
gestos de los hombres se volvieran sombríos cada vez que una nube estuviera
cerca, nadie sonreiría. Así que esa noche se decidieron a comer, beber y
descansar. Pues al día siguiente se prepararían para ir a Guardiardiente, el
reino de la guerra en el sur.
Fin de la Primera Historia de
El Tirano Mestizo.