Primera Historia - El Palacio del Fuego

"El Tirano Mestizo" es una narración dividida en varias novelas, o 'historias'.
Actualmente estás leyendo la Segunda Historia: el Reino de la Guerra.
Y así será mientras el castillo se vea en el fondo de pantalla.

martes, 15 de enero de 2013

I. Epílogo



Alguien golpeó tenuemente la puerta antes de abrirla. El rumor de voces en el exterior fue más audible mientras el clérigo entraba a la habitación y sonreía al muchacho sobre la cama antes de cerrar la puerta. Por la ventana entraba el sol matutino y acariciaba con una luz tibia y refrescante el lecho del herido. Éste respondió a la sonrisa con otra y un parpadeo lento, mitad calma y mitad pereza.
El clérigo se sentó en la silla que alguien había usado constantemente para velar al herido.
—Buenos días, Osfaut. ¿Cómo te sientes?
—No recuerdo la última vez que dormí tan bien.
—Valrya me contó lo que los demás hicieron por ti.
—No voy a dejar de agradecérselos, pero creo que ellos se sienten peor que yo —el joven sonrió inclinando la cabeza para que el sol entibiara las cicatrices que le cubrían más de la mitad de la cara.
—Nuestro poder es limitado.
—Eso me incluye, señor Telperion.
Afuera, los habitantes de Farbonta limpiaban los resabios de la celebración; los niños habían vuelto a sus juegos y los ancianos a sus pláticas. Los clérigos trasplantaban árboles jóvenes del jardín en el templo a pequeñas carretas de mano para llevarlas al bosque.
—¿Qué tan grande fue el daño?
—El fuego consumió una buena porción. Aunque los druidas insistían en que el bosque podría sanarse solo, vamos a echarle una mano.
—¿Y cómo… cómo fue enfrentarse a…? —el joven se encogió de hombros.
—Nosotros corrimos con suerte, Osfaut. Eso no hace a alguien más fuerte o más débil. Ninguno de nosotros sabíamos al inicio cómo reaccionar.
—La suerte no existe, señor. No menosprecie su poder, por algo es el clérigo en jefe. No sé lo que hizo en el tiempo que estuvo fuera, pero el Telperion que volvió no es el mismo.
—Me temo que no te entiendo —el elfo escondió su intriga detrás de una mueca amable.
—Usted emprendió una aventura, ¿verdad? Mi padre decía que las aventuras fortalecen el cuerpo y el espíritu. Algo de allá afuera lo hizo fuerte. Es por eso que yo quisiera emprender una aventura.
En el jardín posterior del templo, Bélial y Hínodel repetían una y otra vez algunas de las canciones del bardo para que quedaran grabadas en la memoria de la elfa. Aunque Hínodel había entendido instintivamente cómo canalizar su magia a través de la música, el coraje era sólo la primera de muchas emociones que se podían inspirar con la voz. No podía recordar nada de su pasado y sin embargo sabía que la música debía estar en su sangre, lo había comprobado la noche anterior, cuando celebró de baile en baile casi sin descansar.
—Nunca es tarde para una aventura —Telperion se miraba las manos—. Mírame a mí. No soy tan viejo como aparento, pero ciento noventa y un años ya distan de la juventud, aún para un elfo —hizo una pausa y luego miró al joven—. Yo me aseguraré de que puedas tener tu aventura. En todos estos años, en todo este tiempo, nunca había hecho un viaje tan largo. Nunca. Y no fue divertido pero… uno no debería esperar tanto para conocer el mundo. Extrañé el pueblo, pero la aventura tiene mucho de encantador.
—Y el pueblo lo extrañó a usted, maestro. Aún aquí podía sentir que todo estaba ensombrecido por su ausencia.
Telperion bajó los ojos.
Koríntur dormitaba a la orilla del estanque, mientras oía las canciones en voz de Hínodel y las ocurrencias de Bélial. Descansaba la mano en el agua, jugando con los nenúfares mientras Skrath, apoyado en una rama cercana y con la cabeza bajo el ala, graznaba en algo muy similar a un ronquido. El hechicero quería descansar, contrario a Estrâik, que junto a su lobo ayudaba a los clérigos con los primeros trabajos de reforestación. Quería dejar todo en orden.
—Va a irse de nuevo, ¿verdad?
Telperion miró a Osfaut con azoro. Aunque la pregunta lo tomó por sorpresa no hizo nada por negarlo.
—Me lo imaginé. Le hará bien. Sus ojos brillaron cuando habló del mundo.
—No será una aventura gozosa. Es algo que debo hacer, una misión por el bien de Farbonta.
—Tampoco tenía elección en el otro viaje, ¿no? Creo que usted es sabio porque disfruta lo que debe hacer.
El elfo lo miró risueño y le dio unas palmadas en la mano.
—Y no importa lo sabio que sea uno, a veces puede recibir grandes lecciones de un muchacho de veinte años, como tú. La verdad, no vine sólo para ver cómo estabas; quiero que tengas esto.
De su cuello descolgó el medallón de plata que tenía grabado el símbolo sagrado de Ehlonna y lo dejó en la mesita a lado de la cama, donde reposaba un medallón similar tallado en madera.
—Se-señor…
—Y yo me llevaré el tuyo, como un recuerdo. No todos los héroes son los que vencen. Esto me recordará lo que puedo aprender de ti.
Y se levantó mientras se colgaba el símbolo de madera.
—Señor Telperion… maestro, gracias. Gracias.
—Ambos estamos agradecidos. Ahora descansa, que cuando me haya ido necesitarán manos que trabajen y usted, joven, ha demostrado que aún tiene mucho que hacer en este mundo.
Se despidieron con una sonrisa, más en los ojos que en los labios; una inclinación de cabeza y Telperion salió de la habitación, dejando a Osfaut en medio de sus oraciones, con el símbolo de plata presionado fuertemente contra el pecho.
Después de cerrar la puerta, Telperion apoyó la cabeza contra ésta. El templo era su hogar y conocía cada esquina de éste, eran muchos los rincones de los que tendría que despedirse y con tan poco tiempo. Cuando abrió los ojos, vio que al fondo del pasillo, Valrya lo esperaba inmóvil. Telperion suspiró con tristeza y se acercó a él.
—No es tu costumbre espiar, Valrya.
—No, señor.
—Sin embargo oíste.
—Para confirmar mis sospechas —el joven hizo una pausa, ladeó la cabeza y continuó con cierta gracia—. Los elfos siguen aquí, pero no se instalaron en ninguna habitación y usted no se ha preocupado por lo que harán.
—Me conoces demasiado bien. Y te has vuelto sabio y observador, lo suficiente para ser el clérigo en jefe del Gran Roble —Telperion palmeó el hombro de su aprendiz, que aún tratando de mantenerse sereno, no pudo evitar que el miedo aflorara por sus ojos.
—¿Cuándo, maestro? ¿Cuándo tendré que… aceptar el honor que me está concediendo?
Telperion suspiró de nuevo.
—Mañana.

martes, 8 de enero de 2013

I. 16.- El Alma del Volcán



Hínodel olió la tierra húmeda con los ojos cerrados. Sintió en la cara las punzadas ligeras y frías de la lluvia y por primera vez en mucho tiempo se sintió en paz. Ya no ardían las heridas del fuego ni el calor rodeándola, todo se había sumido en un frescor apacible. Se talló los ojos con el dorso de la mano y estiró los brazos, como si no despertara de un desmayo, sino de un sueño reparador. Abrió un ojo y vio inclinado sobre ella a Telperion, envuelto en un resplandor verde que en ese momento se desvanecía. El clérigo le sonrió.
—¿Cómo te sientes?
—Lo hiciste —le dijo la elfa con voz cansada—. Salvaste tu bosque.
—Salvamos el bosque y él nos salvó a nosotros —dijo el clérigo levantándose. Cuando Hínodel se incorporó encontró un paisaje gris y opaco de lluvia, pero más alentador y vivo que antes. El suelo era todo barro y ceniza, una tierra fértil y lista para renacer.
Los unicornios paseaban por el lodo, reflejando sus auras plateadas sobre éste y con los cuernos en alto, orgullosos y limpios por la lluvia; mientras los druidas examinaban los restos de los que alguna vez fueron los guardianes del Palacio del Fuego. Otros más ayudaban a sanar a Estrâik, quien a pesar de las profundas quemaduras que le habían hecho y de tener los brazos surcados de cicatrices, no daba ni una muestra de dolor, pero tampoco de estoicismo; su gesto era el de siempre, una tranquilidad y un hermetismo difíciles de interpretar.
Bélial se había incorporado pero seguía sentado en el barro, de cara al cielo, tratando de mantener los ojos abiertos y riendo cada vez que el agua lo cegaba. Koríntur se acercaba a ellos, con Skrath cubierto bajo la capa y temblando mientras abría y cerraba el pico de mal humor.
—No le gusta el agua. ¿Qué tal?
—Como nueva —le contestó la elfa—. Y bien, clérigo en jefe, ¿qué haremos ahora?
Telperion vio a su alrededor y encontró un alto montículo de lodo, carbón y piedra en el mismo lugar en el que antes estaba el Palacio. Le sonrió a la elfa, se apoyó en el arco y caminó hacia él. Los unicornios lo seguían con la mirada, las distintas pláticas cesaron y en el valle sólo se escuchó el rumor constante de la lluvia como cientos de piedritas.
Se detuvo cerca del montículo, lo contempló un segundo como convenciéndose de que el portal había sido cerrado y luego se volvió a los que se habían acercado.
—No hay poder suficiente en mí para mostrarles mi gratitud. Ehlonna nunca olvidará esto y hará que reciban su recompensa.
Los unicornios relincharon y los druidas esbozaron amplias sonrisas y se congratularon en silencio. Telperion le sonrió a sus compañeros, cerró los ojos tomando el símbolo sagrado entre sus manos y lo besó.
Entonces en el frío del valle, sintieron un breve golpe de calor, como una brisa repentina. Los elfos se vieron entre sí y voltearon a todos lados, Bélial se llevó un dedo a los labios, se acercó al montón de cenizas y piedra y se inclinó sobre él. Todos esperaron un momento y entonces escucharon. Fue un golpe tenue, apagado, sordo; pero al oírlo sintieron de nuevo la ráfaga de calor.
—¡Un martillo! —le gritó Estrâik a los druidas, que ya habían advertido el comportamiento de los elfos. Un druida tomó uno de los martillos de guerra que estaban tirados por el valle, ahora frío por la lluvia, y se lo entregó a Estrâik. Éste intercambió una mirada con Bélial.
—Aquí —le dijo el bardo después de escuchar el montículo—, con cuidado, la piedra es frágil.
El druida levantó el martillo sobre su cabeza y sin aplicar fuerza, dejó que el peso del arma quebrara la piedra. Repitió la operación tres veces más en los lugares que Bélial le indicaba, mientras elfos, unicornios y druidas observaban con interés. Al último martillazo un resplandor rojo surgió de entre la piedra, como si dentro aún ardiera una pequeña porción del Palacio del Fuego. Todos se alarmaron y se echaron hacia atrás en guardia.
—¿Qué es? —preguntó Telperion, temiendo que su esfuerzo hubiera sido en vano.
Bélial, más curioso que prudente, asomó la cara al hueco en la piedra. Se escuchó otro latido, el resplandor aumentó un momento y todos sintieron un calor como de hoguera.
—Es… una… piedra… —dijo el bardo sin dar crédito a sus ojos, aunque nadie entendiera por qué—. Estrâik, da otro golpe aquí.
Y el druida amplió el hueco lo suficiente como para que Bélial pudiera meter ambas manos.
—Está caliente —dijo el bardo con una sonrisa maravillada antes de sacar lo que había dentro y mostrarlo. Era una gema del tamaño de la cabeza de cualquiera de ellos y completamente redonda, como si de una perla se tratase, brillaba con un intenso resplandor rojo y despedía, cada cierto tiempo, una pequeña onda de calor. Podía verse el interior, lleno de flamas y roca fundida, como si corriera en ella un río igual al que protegía el Palacio del Fuego. Y pese a emanar calor, no era un fuego dañino ni palpable, pues las gotas cuando la tocaban no despedían vapor como hace la lluvia cuando cae sobre las piedras que han estado bajo el sol.
—Esto fue lo que abrió el portal —fue lo único que dijo Bélial, maravillado.

Valrya hizo sonar la campana del templo. Los clérigos habían rondado por el bosque a la espera de alguna señal que los tranquilizara, o de una noticia, buena o mala, que calmara la ansiedad entre la población. La tarde había amenazado para ser lúgubre, una larga ráfaga de viento frío había azotado el pueblo minutos antes de que las nubes se descargaran con calma mortuoria sobre los habitantes. La lluvia no se detuvo en toda la tarde y era el único ruido que los pobladores se animaban a escuchar, nadie quería platicar ni hacer alguna tarea común que alterara la paz. Por eso es que la campana del templo de Ehlonna fue el preludio para que decenas de curiosos se asomaran a las calles.
Uno de los clérigos había vuelto gritándole a Valrya las buenas noticias. El aprendiz hizo sonar la campana mientras del bosque se acercaba una numerosa comitiva.
—¡El clérigo ha vuelto! —gritaba a cada repique.
Los druidas avanzaban a los lados, guardando su distancia, con las pieles mojadas y llenas de barro; se habían quitado los gorros para que la lluvia les refrescara las melenas hirsutas. Al igual que Estrâik, cada uno era seguido de cerca por algún animal. Mientras que algunos caminaban al lado de algún lobo gris o pardo, uno que otro llevaba un halcón en el brazo o un tejón que correteaba a su alrededor.
Detrás de ellos, una hilera de corceles blancos levantaban orgullosos los cuernos que emanaban un tenue brillo blanquecino. Halvaradian caminaba al centro y adelante, cerca de los elfos que formaban el corazón del grupo. Iban sucios de lodo, con las ropas desgarradas y los miembros adoloridos, pero compartían una sensación de bienestar, conformes con el resultado de su misión.
—Nosotros nos quedaremos aquí —dijo Halvaradian detrás de ellos. El unicornio se volvió a sus compañeros, dejando ver una vez más su cicatriz. Ahora que el portal estaba cerrado y que estaban seguros de que el fuego no volvería a arder ya no parecía una herida tan terrible; lo que podía asustar de ella ya no existía, sólo había que esperar a que el pelaje de plata la cubriera del todo.
—Gracias por su ayuda —dijo Telperion inclinando la cabeza—. No sé qué hubiera pasado de no llegar ustedes.
—Estoy seguro que igual habrían vencido —dijo el unicornio—. Es sólo que no podíamos quedarnos fuera de la batalla.
Telperion rió y Halvaradian dio una coz en el barro. Relinchó levantándose sobre sus patas traseras y los otros unicornios lo imitaron, antes de que todos salieran corriendo hacia el bosque.
—¡Te debemos una, Telperion! —gritó Halvaradian mientras se alejaba.
—¿Dónde está mi padre, hermano? —preguntó Estrâik a uno de los druidas.
—En Levecäesin —respondió—, esperando noticias.
—Llévenselas —dijo Estrâik—. Díganle que pueden volver a la arboleda.
—¿No piensas venir, hermano?
—Tengo que atender otros asuntos por ahora, hermano, pero volveré. También díganle eso a mi padre.
Los elfos agradecieron a los druidas su intervención en la batalla, pero éstos no podían estar menos agradecidos. La campana no dejaba de sonar y los clérigos empezaban a acercarse cuando los druidas se perdieron entre la espesura del bosque. Los religiosos abrazaban a los elfos, contentos de verlos regresar con bien, pues ése era el mejor indicio de que la misión había tenido éxito y eso mismo fue lo que pensó el pueblo, pues cuando Telperion pisó el primer adoquín frente al templo de Ehlonna, la concurrencia estalló en gritos de júbilo, cantos y alabanzas. Demasiado tiempo habían soportado la tensión de vivir al lado del peligro y ahora la ocasión les permitía liberarse, gritar y, lo mejor, sonreír con la tranquilidad de quien despierta agitado y se da cuenta de que su pesadilla no es real.
—Hemos vuelto a la tranquilidad —dijo el clérigo a su animado pueblo—. ¡Gracias a los favores de Ehlonna, en este bosque no volverá a arder un fuego tan maligno! ¡Que sus hojas nos cubran de prosperidad!
—¡Saquen los toneles y las viandas! ¡Hay que celebrar! —agregó Koríntur al final del discurso de Telperion y aunque esto causó más alegría entre los pobladores, Telperion no lo vio con tan buenos ojos. Y sólo porque la sobriedad y la templanza eran lo más adecuado en un elfo de su clase y condición, no mostró la aprobación que hubiese querido, pero tampoco impidió que el pueblo y los clérigos se preparasen para celebrar. La paz que sentía en su interior era tan grande que estaba decidido a beber una pinta de vino a la salud y gloria de Ehlonna.
En la puerta del templo, se encontró con su aprendiz. Se sonrieron ampliamente y el aprendiz se arrodilló a besar la mano de su maestro.
—A mí no —dijo Telperion, invitándolo a levantarse y añadió señalando al Gran Roble—. A Ella. Procura que sea una buena celebración. Nosotros necesitamos refrescarnos.
Y entraron al templo dejando atrás la fiesta, los rumores y los cantos. Antes que entregarse al regocijo, deseaban más que otra cosa unos momentos de silencio y tranquilidad. Sin embargo, aún no era momento ni para uno ni para otro.
Telperion cerró la puerta del templo y Koríntur se dejó caer sobre una de las bancas cuando Baltho empezó a gruñir. De inmediato Estrâik desenvainó la cimitarra. Contrario a lo que creían, no estaban solos.
Frente al altar, una silueta encapuchada les daba la espalda, con una inmovilidad tan oscura que, de no haberse sobresaltado cuando Telperion cerró la puerta, no la hubieran notado. Se volvió hacia los elfos y la capucha le oscurecía el rostro, ninguna de sus facciones era visible, excepto por su amplia y brillante sonrisa.
—Me alegra ver que todos están bien… sinceramente, me estaban preocupando. Pero gracias a la fortuna, no hubo ningún problema, ¿verdad?
Su voz era elegante y suave, casi aguda, llena de humor. Sin embargo, la excesiva zalamería le hacía sesear de forma desagradable, como el cascabel de una serpiente; Hínodel sintió un escalofrío a cada palabra y tuvo que tomar el brazo de Bélial.
—Disculpe, ¿quién es usted? —dijo Telperion tratando de mantener su entereza. Al haber dedicado su vida a la contemplación y a predicar la palabra del bien, era inevitable que su alma se hiciera más sensible a las bocas maliciosas y a los ojos hipócritas, pero jamás había sentido tan mala espina como con aquel hombre.
—Un amigo, maese Telperion —dijo con exagerada inocencia—. Un amigo que siguió de cerca sus pasos y sus planes. Un asunto muy desagradable el del portal, definitivamente.
—¿Qué sabe del portal? —el clérigo dio un paso hacia delante. Estrâik le cuidaba de cerca.
—Sé que lo cerraron y es la mejor noticia que podría tener del asunto —el hombre no dejaba su sonrisa de brillo tenue, lo único que podía indicarles su estado de ánimo—. ¿Y? ¿Puedo verlo?
—¿Qué cosa?
—El Orbe, maese clérigo. El orbe que encontraron en el portal y que traen con ustedes.
Sólo se oía la lluvia golpear el tronco del Gran Roble y el eco sordo de alguna gota de agua que se colaba por el techo. Ninguno de los elfos se movió y no le quitaron los ojos de encima al hombre, cuya sonrisa había cambiado a una mueca sardónica.
—¿Sabe algo del orbe? —preguntó al fin Koríntur.
—Un objeto sencillo —dijo la sombra—. El ornato perfecto para el centro de mesa de un rey.
—Si es tan sencillo, ¿por qué el interés?
La sonrisa del hombre dudó un momento frente a Koríntur y luego se volvió una sonora carcajada.
—¡Me has atrapado! Qué respuesta más tonta… es verdad. Es una gema valiosa, de eso no hay duda. Estoy dispuesto a pagarles lo que pidan por ella.
­—No, gracias ­—respondió de inmediato Telperion—. No estamos interesados.
—Por favor, maese clérigo, después de tanto esfuerzo para cerrar el portal, ¿no piensa obtener una recompensa?
—Ya tengo mi recompensa, muchas gracias. Eso es todo. Si nos disculpa…
—Ciertamente, no era mi intención ofenderlo, señor —el hombre hizo una exagerada reverencia—. Es sólo que esa gema es muy valiosa para mí. Pagaré el doble, si es necesario.
—Ya lo oíste —le dijo Estrâik con voz ronca y cortante—. No nos interesa.
El hombre no se movió, su sonrisa empezó a flaquear, su boca se abría como buscando las palabras, hasta que sus dientes brillantes se torcieron en un gesto lastimoso.
—Se lo ruego, señor. No tiene idea de lo importante que es esa gema para mí. Haría lo que fuera, lo que fuera por obtenerla. Busque dentro de usted un poco de piedad y ayúdeme.
—Pues no hizo lo único necesario: luchar para que el portal desapareciera.
—Soy demasiado débil, ¡un inútil! Por favor, maese, ayudaré a su templo, a su ciudad…
—Disculpe, pero la cordialidad de los extraños me parece siempre un motivo de desconfianza. Ahora, por favor, salga del templo.
—¡No entiende! —rugió el hombre, irguiéndose por completo. Un trueno resonó en el bosque y las paredes del templo. Sin prisa, pero con decisión, los elfos llevaron las manos a las armas.
—Lo siento, amigo, pero esta gema no puede caer en las manos equivocadas —dijo Bélial con cordialidad. Telperion se volvió hacia él, confundido.
—¿De qué estás hablando? —dijo el hombre, riendo tristemente—. ¿Qué podría hacer una gema…?
—Sabemos del Orbe —dijo Bélial—. Sabemos de su relación con el fuego.
Volvieron a guardar silencio. Hínodel sujetó con fuerza las correas de su mochila.
—Veo que los subestimé —dijo la sombra, volviendo a su sonrisa confiada—. Son más astutos de lo que pensé. Continúen así —y abrió su capa. Su cuerpo era aún más sombrío que su cara y sólo dejó ver una mano enguantada igual de negra que se extendió hacia el bardo—. Dénmelo.
—Tú abriste el portal —dijo Estrâik con una nota de rencor en la voz—. Tú eres el culpable de los incendios.
—En eso te equivocas, animal. Yo no abrí el portal, sólo sabía que se abriría, pero no dónde. Ciertamente, eligió un muy mal lugar. Hubiera preferido que apareciera donde no llamara la atención. En cualquier otro lugar los seres de fuego se habrían debilitado rápidamente y…
—Y habrías podido enfrentarlos tú en lugar de dejarnos hacer el trabajo sucio —le espetó Telperion. El hombre empezó a reír por respuesta.
—Seamos coherentes, maese. Ustedes son cinco y nosotros… bueno, por ahora sólo soy yo.
—El Orbe se queda con nosotros —sentenció Telperion.
—Pensé que podríamos arreglar esto civilizadamente —dijo la sombra llevándose la mano a la frente—. No me obliguen a quitárselas por la fuerza.
—Suficiente. Fuera —dijo Estrâik, yendo hacia el hombre. Cuando estuvo cerca de él, un trueno volvió a retumbar afuera y en apenas un parpadeo el hombre había desenvainado una espada de hoja delgada, había desarmado a Estrâik y le apuntaba al cuello. Baltho se arrojó sobre el hombre. Con velocidad cegadora, una daga había aparecido en su otra mano y la apuntaba hacia el lobo, Estrâik logró desviarla de una patada, pero el hombre reaccionó haciendo un corte en la mejilla del druida. Todo había pasado en el tiempo suficiente para que Hínodel cargara una saeta en la ballesta y cuando el hombre se incorporó, se encontró de frente con la puntería de la hechicera.
La saeta se hundió en la capucha, justo en el centro, empujando la cabeza del hombre hacia atrás. Pero éste no cayó. Lentamente enderezó la cabeza, de las sombras de la capucha sobresalía la saeta clavada firmemente. Ninguna sonrisa brillaba en el rostro del hombre, pero podían escuchar su respiración entrecortada. Se inclinó un poco hacia el frente y una gota oscura como el barro cayó al piso.
El hombre tomó la saeta con una mano y de un tirón la arrancó de su cara. A Hínodel le temblaron las manos y no pudo pensar en volver a cargar la ballesta. Cuando la sonrisa reapareció en la capucha oscura, ahora tenía los dientes manchados de sangre opaca.
­—Sólo le haré una advertencia, maese —dijo con la voz cargada de resentimiento—. Si no entregan el Orbe ahora, arrasaré con todo el maldito pueblo.
—Dijiste que estabas solo —le dijo Koríntur en burla.
—Dije que por ahora estaba solo —respondió el hombre—. Pero pronto Guardiardiente estará de mi lado. Todos esos soldados y armas… este pueblo sería sólo un entrenamiento… una distracción. Usted será responsable de la condenación de su gente, maese. Conserven el Orbe y no pasarán dos semanas antes de ver los estandartes de la guerra en el horizonte.
—Entonces temo que no puedo dejarlo salir —dijo Telperion y acto seguido disparó una flecha hacia la sombra, pero alguna oscura voluntad le mantenía alerta y con los reflejos tan despiertos como en el primer ataque; con un golpe del estoque desvió la flecha de Telperion y se arrojó sobre Hínodel. Bélial la empujó detrás de una de las bancas y trató de detenerlo con la espada, pero perdió el aire cuando sintió la rodilla de su oponente hundirse en sus entrañas.
¡Jactum magicus! —gritó Koríntur cuando el hombre se proponía abalanzarse sobre la elfa. Dos destellos azules iluminaron el recinto y detuvieron la carga del hombre encapuchado y una segunda saeta se le hundió en el pecho, Hínodel había reaccionado en su caída y había recargado el arma. Al verse superado en número, el hombre subió a una de las bancas del templo y desde ahí dio un salto sobrehumano con el que casi tocó el techo y se lanzó sobre Koríntur. El cuerpo de la sombra se cubrió de humo y antes de llegar al hechicero, el humo había tomado la forma de un corcel azabache de aspecto siniestro. Al verse amenazado por la montura, Koríntur apenas tuvo un segundo para saltar hacia un lado. El corcel de humo galopó hacia la puerta del templo mientras su jinete reía desaforadamente, como la última consigna de su amenaza de guerra.
El caballo dio una coz a la puerta y ésta se abrió de golpe. Todos le habían seguido, pero cuando llegaron al umbral se encontraron con el eco de su risa y una silueta informe que desaparecía en el horizonte, detrás de una lluvia que se veía más gris que antes.
Para su mayor sorpresa, nadie más parecía haber notado el escape del hombre. Dentro de las casas la luz de las velas se agitaba y las sombras desfilaban con el ajetreo de los pobladores, concentrados en preparar una celebración tan esperada.
—¡Valrya! —gritó Telperion con miedo. Después de unos segundos, el aprendiz apareció en el jardín del templo.
—¿Qué pasa, maestro? —el joven estaba sereno, incluso sonriente. Pero al ver la cara pálida de los elfos y su agitación su gesto se descompuso, como si todas las preocupaciones le hubieran vuelto de golpe—. ¿Pasa algo malo?
Telperion dudó un segundo.
—No —dijo y le dirigió a su aprendiz una sonrisa conciliadora—. Sólo… quería saber… ¿cómo van los preparativos?
Los elfos también sonrieron. En esos momentos era lo más sensato.

Un par de horas después, la algarabía llenaba el frente del templo. Los pobladores de Farbonta hablaban animadamente y pronunciaban alabanzas a Ehlonna entre música de flautines y cítaras.
Pero los elfos aún no se habían unido a esta celebración. Telperion había pedido a los clérigos de Ehlonna que los dejaran discurrir solos en el altar. Una práctica entre los cleros de varias religiones era convocar a un grupo selecto para discutir asuntos de extrema importancia, a estos grupos les llamaban “cónclaves”.
Se sentaron alrededor del altar y Hínodel puso sobre la mesa la mochila; de ella sacó el orbe envuelto en una capa de viaje y lo dejó reposar sobre la mesa. A pesar de que era como el cristal pulido, no se deslizó por la superficie. Se quedó tan inmóvil como lo habían dejado, como si adivinara la solemnidad de la sesión.
Todos aguardaron a que Telperion empezara a hablar, pero las preguntas se le revolvían en la cabeza, la curiosidad anteponía preguntas que él pensaba, no correspondían a la urgencia.
—Bélial —dijo al fin—. ¿Tú sabes por qué ese hombre quiere este… Orbe?
—No —dijo el bardo con simpleza—. Pero sé que no debería tenerlo.
—¿Por qué? —preguntó Koríntur.
—Creo que nos topamos con algo grande —dijo el bardo—. Algo grande y muy antiguo.
—Y peligroso —dijo Hínodel—. Me da miedo que en cualquier momento empiece a temblar y haga aparecer otro palacio de fuego.
—No lo hará. El Palacio del Fuego era sólo un mensajero —dijo Bélial revolviendo su mochila—. Y éste orbe era el mensaje.
—Las coincidencias no existen —dijo Estrâik acariciando la cabeza del lobo—. Ese portal no apareció ahí, cerca del templo de Ehlonna, sin motivo.
—Un momento, un momento —Koríntur se inclinó para ver de cerca el Orbe—. ¿Alguien envió esto desde el Plano Elemental del Fuego?
—Es más interesante aún —dijo Bélial revisando un fajo de pergaminos que llevaba—. Creo que se envió a sí mismo.
Los elfos contemplaron el Orbe en silencio. La música y los últimos resquicios de la lluvia golpeaban las paredes y los hacían sentir, en cierto modo, tranquilos. Pero ningún ruido capturaba tanto su atención como los golpes sordos que emanaban del orbe, como latidos lentos y cálidos que recorrían la mesa del altar e iluminaban trémulamente las caras del cónclave.
—Aquí está —dijo Bélial satisfecho, leyendo y releyendo un pergamino. Sus ojos se alternaban entre el orbe y el papel y a cada ojeada, el bardo parecía más emocionado—. Es lo que pensé.
Y enérgicamente lanzó el pergamino al centro de la mesa. Los elfos se inclinaron para revisarlo. Era una canción escrita con letra desigual, pero lo que atrajo su atención eran los cuatro dibujos que decoraban el escrito: cuatro esferas de distintas formas que de algún modo, eran similares. Y el último dibujo guardaba mucha semejanza con el orbe que en ese momento descansaba sobre la mesa.
—Esta es una canción que me mostró mi maestro en Levecäesin. Para mí fue sólo un logro más en mi instrucción y pensé que era sólo una historia ficticia; pero desde que tuve el Orbe… supe que habíamos dado… con algo grande. Es llamado el Alma del Volcán, uno de los cuatro míticos Orbes Elementales de los que habla la canción.
—¿Elementales? —Estrâik atrajo hacia sí el orbe—. Es decir que… hay otros tres como éste.
—Y funcionan de manera conjunta —dijo Bélial asintiendo.
—El orbe de fuego —dijo Hínodel tocando la esfera.
—¿Y qué hace? —preguntó Koríntur con interés.
—Es difícil de decir —dijo Bélial negando con la cabeza—. Sólo sé que deben reunirse los cuatro…
—¿Y que no debía caer en manos equivocadas? —le dijo Hínodel con una sonrisa.
—Eso se deduce fácilmente —le respondió con otra sonrisa Bélial—. Si por sí mismo el orbe pudo abrir un portal para llegar hasta este plano, imaginen su poder si se le sabe manejar. O si quien lo sabe manejar no tiene buenas intenciones.
—Y éste hombre ciertamente no las tiene —dijo Telperion, sombrío.
—Guardiardiente —dijo Koríntur asintiendo—. ¿Es una ciudad grande?
—Tanto como Líbermond —dijo Bélial—, sólo cambia los comerciantes y artistas callejeros por guerreros y soldados y las tabernas por forjas y caballerías. Todo es armas y armaduras hasta donde alcanza la vista. Su tradición bélica es tan antigua que han abandonado casi por completo el estudio o uso de la magia. Sin embargo —agregó, como si hubiera tenido una ocurrencia—, tienen una amplia biblioteca donde guardan toda clase de documentos. Se dice que incluso hay unos que datan de la fundación de la ciudad.
—Tal vez hallemos algo sobre el Alma del Volcán —Hínodel sonrió.
—Lo que es más importante —dijo Telperion, incómodo—, quiero descubrir por qué Guardiardiente se unirá a este hombre y atacará Farbonta. En algo tiene razón, esa ciudad puede, sin ningún problema, arrasar con este pueblo entero.
El cónclave volvió a hundirse en el silencio. Afuera el pueblo celebraba el final de una amenaza sin darse cuenta de que otra más se cernía sobre sus cabezas. Y Telperion pensaba que era mejor de ese modo, pues así como el conocimiento tiene una esencia liberadora, la ignorancia puede darnos, aunque sea por un solo día, una dicha inmensa.
Koríntur rompió el silencio riendo con simpatía.
—Ya sabía yo que este grupo me agradaría. No vamos saliendo de una aventura cuando tenemos otra esperando.
Los demás sonrieron, excepto Telperion.
—Agradezco tu interés, Koríntur, pero no estás obligado a intervenir. Ninguno de ustedes lo está. Les pedí ayuda para terminar con los incendios y les quedo más que agradecido por haberme acompañado. Pero no los puedo obligar a volver a arriesgarse.
—Por suerte, tampoco nos puedes obligar a no arriesgarnos —le dijo Bélial sin verlo, revisando el pergamino de los Orbes Elementales.
—¿Crees que habrías destruido el Palacio del Fuego tú solo? —le preguntó Hínodel. Telperion negó—. Entonces, ¿pretendes detener a una ciudad entera tú solo?
—No suena coherente —dijo Bélial sonriendo tras su pergamino.
—Se necesitan al menos cinco para eso —le dijo Koríntur con seguridad exagerada.
—Hemos hecho un buen equipo, hermano —le dijo Estrâik—. No veo por qué habría que desintegrarlo.
Telperion les sonrió con timidez.
—No me alcanzará la vida para pagarles —dijo.
—No, eso es cierto —dijo Bélial guardando sus pergaminos.
—Pero tienes toda una vida para intentarlo —le dijo Koríntur.
—Creo que somos mayoría, querido —le dijo Hínodel, guiñándole el ojo.
Telperion rió, tomó su símbolo sagrado para besarlo y lo levantó hacia sus compañeros.
—¿No podríamos sellar esto con vino? Muero de sed —dijo Koríntur levantándose.
Y el Cónclave de elfos de Farbonta salió del templo. Por ahora celebrarían y cantarían bajo la gran sombra. Si los gestos de los hombres se volvieran sombríos cada vez que una nube estuviera cerca, nadie sonreiría. Así que esa noche se decidieron a comer, beber y descansar. Pues al día siguiente se prepararían para ir a Guardiardiente, el reino de la guerra en el sur.

Fin de la Primera Historia de
El Tirano Mestizo.

domingo, 6 de enero de 2013

I. 15.- El Palacio del Fuego


Bajaron sin decir una palabra, con su sola mirada como apoyo. Tomaron algunos frascos de agua, se mojaron la ropa y la cabeza y descendieron despacio, buscando con los pies el terreno más firme antes de dejar caer todo su peso; un paso en falso y podían caer indefensos en un valle del que no sabían con exactitud qué esperar.
El agua que habían usado se mezcló con el sudor y pronto sintieron la ropa húmeda y pegada a sus cuerpos, el esfuerzo y el enorme calor que se sentía en el valle empezaban a incomodarlos y a abotagarles los sentidos. La sed no se hizo esperar, contenían la presión de las gargantas apretando los dientes, detrás de los agrietados labios.
Por varios minutos bajaron en silencio, sin que alguna amenaza se hiciera visible o interrumpiera el trayecto. La simple visión del Palacio y el calor eran suficientes para obligar a cualquiera a dar vuelta sobre sus pasos. Cuando Estrâik puso el primer pie en terreno firme, se quitó el sudor de los ojos con el antebrazo y se quedó contemplando la inmensa hoguera sólida.
—¿Eso es un portal? —la voz apenas y podía salir de tan seca que tenía la boca.
—Debe ser —dijo Bélial, un poco más alto. El flujo del río de lava, el aire caliente agitándose y el mismo Palacio emanaban un rumor constante, bajo y grave, pero suficiente para estorbar al oído.
—Pues bien, hay que cerrarlo —dijo Telperion bajando la mochila y dispuesto a tomar una de las flechas de plata de unicornio.
—¿Y si intentas primero con una flecha normal? —le dijo Koríntur—. No es que dude de ti… es que a veces no eres tan ágil.
Telperion no supo si molestarse más del comentario del hechicero o de que éste fuera secundado.
—Creo que tiene razón —dijo Bélial—. Sólo por intentar, al menos.
El clérigo tomó una flecha normal y la disparó sin prestar mucha atención a la puntería, ésta silbó con fuerza en el silencio del valle y siguió firme su camino hasta que cruzó el río de lava, entonces empezó a tambalearse, perdió altura y se clavó en el suelo, a unos metros del Palacio.
—Habrá que acercarse más —dijo el clérigo tomando otra flecha y avanzando hasta quedar cerca del río de lava, donde la intensidad del calor irritaba los ojos e inundaba la garganta, sin dejarlos respirar. Aún así, el clérigo disparó el proyectil; no oyeron ningún zumbido y la flecha se tambaleó en el aire antes de hundirse de lleno en el Palacio.
Se alejaron unos pasos para evitar el calor del río.
—Qué sencillo —dijo Koríntur—. Dispara la flecha y larguémonos de…
Un quejido se escuchó en todo el valle, lento y doloroso, un rugido que surgía del Palacio, que estremeció la tierra y agitó la lava. La temperatura comenzó a ascender. El aire se agitó y se hizo más pesado.
Entre el humo que salía del río, Estrâik pudo ver una pequeña figura incandescente surgir del Palacio.
—¡Telperion! —gritó el druida empujando al clérigo a un lado. Un segundo después, una lanza humeante caía en el mismo lugar.
—Atentos —el bardo tomó su flauta y se secó el sudor con la manga—. Ya saben que estamos aquí.
Los elfos desenvainaron las armas y cada uno se espabiló a su modo, el calor entorpecía los sentidos, no podían ver o escuchar nada con claridad. Ellos mismos tenían que hablar en voz muy alta para pasar sobre el rumor del fuego. Aún así, notaron que el azer que había salido del Palacio les hablaba en su lengua nativa.
—Bélial, ¿qué dice? —preguntó Telperion. El bardo murmuró en sus manos las mismas palabras que dijo estando en el río y luego se tocó las orejas.
—Dice que no somos bienvenidos, que este valle les pertenece —tradujo el bardo.
—Dile que este bosque pertenece sólo a Ehlonna, y que nosotros nos empeñaremos en defenderlo —respondió Telperion.
—Perdón, pero no puedo —se excusó Bélial—. Sólo entiendo lo que dicen, no puedo… ¿qué?
—¿Qué pasa? —el bardo se había callado súbitamente cuando el azer volvió a hablar.
—Nos está advirtiendo —le dijo a Telperion—. Si no nos vamos, arderemos como los árboles que solían habitar este lugar.
—¿Qué es lo que quieren? —preguntó molesto Estrâik, el bardo sólo se encogió de hombros.
—¡Queremos que se vayan de aquí! —le gritó Koríntur al azer y luego se volvió a sus compañeros—. Algo debe entender.
Son nuestras tierras —dijo el azer—, porque ustedes no pueden entrar aquí. Atrévanse a cruzar el umbral y responderán ante la Flama errante.
—¿Qué dijo ahora? —preguntó Koríntur.
—Lo que dijeron los unicornios —respondió el bardo—. Habló del fuego que camina. Nos retan a cruzar el río.
Hínodel apuntó con la ballesta y disparó, pero tan denso era el aire sobre el río que la elfa perdió puntería, la saeta pasó muy cerca del azer, quien ni siquiera se preocupó por esquivarla.
—No podemos pelear desde aquí —dijo Estrâik.
—Hay que obligarlos a salir —dijo Hínodel cargando otra saeta.
—No lo harán —dijo Bélial—. Están seguros en el portal.
—Puedo disparar desde aquí —Telperion mostraba el arco para intimidar al azer.
—Cualquiera de ellos preferiría recibir el disparo antes que dejar que dañaras el Palacio —respondió el bardo—. Habrá que cruzar.
—¿Alguna idea? —dijo Koríntur asomándose al río que no era demasiado ancho. La lava corría a ras de la tierra.
—Sólo hay un modo —Hínodel dio unos pasos hacia atrás antes de empezar a correr. Sin dar tiempo a alguno para protestar, saltó sobre el río con más destreza que aquella con la que aterrizó.
—¿Estás bien? —preguntó Telperion. Hínodel se había arrodillado al otro lado.
—Sin problemas —contestó la elfa.
—Sólo se te olvidó una cosa —dijo Bélial elevando la voz sobre el rumor del río—; eres la más ágil y ligera de nosotros.
Y luego señaló a Telperion.
—No es tan difícil —les gritó la elfa.
­—De cualquier modo, no tenemos muchas opciones —dijo Koríntur señalando un punto detrás de la elfa. Del Palacio del Fuego surgían otros tres azer, armados todos con pesados martillos de guerra que ardían al rojo vivo. Hínodel dio un paso hacia delante, levantando el puño que ya empezaba a brillar con un destello rosado.
—¡Deprisa!
—Tus deseos son órdenes, linda —dijo Bélial y tomando el mismo impulso saltó sobre el río para ir a reunirse con su compañera. Koríntur se volvió a los que se habían quedado.
—Adelante —le dijo Estrâik—. Necesitan más manos de aquel lado.
—¿Y cómo va a pasar Telperion?
—¡Ya se las arreglará, de prisa! —le gritó Bélial. Los azer echaban a correr hacia ellos levantando sus armas.
Koríntur saltó también, pero cuando cayó perdió el equilibrio. Bélial tuvo que sostenerlo mientras Hínodel lanzaba el proyectil de luz rosada contra uno de los hombres de fuego. No había recuperado por completo el equilibrio, cuando el hechicero también levantó la voz.
¡Jactum magicus! —sus dos proyectiles azules golpearon al mismo que Hínodel había elegido como blanco y así quedaron tres contra tres dentro del aro de fuego.
—Salta tú —le dijo Telperion al druida—. Me ayudarás a llegar desde el otro lado.
El druida, esgrimiendo ambas cimitarras, asintió y luego saltó él también, acompañado de su ágil lobo; mientras saltaba no vio que Telperion tomaba el símbolo sagrado entre sus manos.
Resitere ignis —y se hubría visto cómo un ligero halo rojizo surgía del símbolo y le envolvía el cuerpo de no confundirse éste con la luz que emanaban el río y el Palacio del Fuego.
Estrâik aterrizó pesadamente del otro lado y a pesar de ser más grande y corpulento, la fuerza que lo impulsaba lo hizo caer con total seguridad. Hínodel disparó contra los azer, pero la saeta ardió apenas tocó la piel de bronce fundido de uno de ellos. El druida debía intervenir, giró las cimitarras en sus manos y pasó entre Bélial y Koríntur.
—Ayuden a Telperion —les dijo sin voltear a verlos; Telperion gritó del otro lado del río para sacar fuerza y echó a correr antes de saltar. Sus compañeros, apenas lo vieron, le tendieron las manos y el clérigo llegó a tomarlas pero sin llegar al otro lado. Sus pies cayeron en la lava. Aterrados, Bélial y Koríntur jalaron al clérigo que cayó de cara sobre la tierra; luego cada uno vació rápidamente un frasco de agua sobre las botas metálicas de su compañero y vieron que la lava escurría como barro fresco.
Telperion se incorporó sin ningún gesto de dolor, solo una gran preocupación en los ojos.
—¡Hínodel!
Estrâik combatía a dos de los azer, haciendo gala de una gran destreza con las cimitarras; en esto le ayudaba Baltho a distraer a los adversarios mientras que Hínodel sólo se las ingeniaba para ir de un lado al otro esquivando los ataques del otro azer.
Koríntur y Bélial tomaron sus armas y se lanzaron en auxilio de su compañera.
Telum magicus —murmuró Telperion mientras tensaba una flecha en el arco y éste empezó a brillar como si toda la madera hubiera sido bañada en aguas plateadas, la cuerda parecía un hilo de hierro, fino y firme y toda el arma estaba revestida de un nuevo poder nacido de la fe del clérigo.
Tal era éste poder que la primera flecha que disparó fue a encajarse certera en el pecho de un azer antes de que pudiera dejar caer su martillo contra Estrâik.
Y es que no habían pasado en vano las anteriores batallas de los elfos, cada una les había dejado enseñanzas en el combate y el mejor modo de usar sus habilidades, y podía notarse esto en la diferencia del encuentro contra las estirges, más pequeñas y débiles que los azer, a éste otro del que los elfos obtuvieron rápida ventaja.
Quedaba el último azer en pie cuando decidió abandonar la batalla y darle la espalda a su contrincante para huir hacia el Palacio del Fuego. Estrâik no desaprovechó que había bajado la defensa y corriendo tras él dejó caer toda la fuerza de su poderoso brazo en una estocada que derribó al hombre de fuego; luego éste gritó algo en su lengua antes de que el druida sacara la espada con tal violencia que remató a su oponente.
Un nuevo silencio reinó dentro del aro de fuego y todos supieron que la batalla distaba de haber terminado.
—“Libérenlo” —dijo Bélial a sus compañeros—. Él dijo “libérenlo”.
—Que venga, entonces —dijo Telperion con un brillo en los ojos.
Las paredes del Palacio del Fuego se agitaron y las torretas se balancearon como si hubieran perdido firmeza; empezó a soplar una corriente de aire caliente que les golpeaba la cara y les empañaba los ojos, respirar era difícil y el sudor insoportable.
De una de las paredes, a cierta altura sobre las cabezas de los elfos, se desprendió una flama larga y continua como si el fuego saliera a presión; luego salió otra flama parecida. Ambas se torcieron sobre sí mismas y las puntas se apoyaron en el Palacio y luego se abrieron en varios filos punzantes, como garras. Muy pronto entendieron que eran brazos.
—Apuesto a que estar con Garulf ya no suena tan mal ahora, Bélial —Koríntur tragaba saliva y destensaba los dedos, preparando el siguiente conjuro. El bardo se limpió el sudor de nuevo y se humedeció los labios.
—Es fuego que camina —dijo Estrâik. Hínodel tosió un par de veces y Telperion tomó otra flecha del carcaj.
Los grandes brazos de fuego obligaron a una tercer flama a despegarse del Palacio, gruesa como el tronco de un árbol y de llamas oscuras y pesadas. Le costaba despegarse del portal; las raíces de esa hoguera inmensa se separaron en dos, formando el último apoyo del Elemental de fuego, dos piernas largas y trémulas que cuando se quedaban juntas se fundían en una sola columna ardiente.
Tan alto como tres hombres uno sobre otro, todo el Elemental bullía con fuerza devastadora y cuando se vio libre del portal, lanzó un rugido como cientos de carbones ardientes quebrándose al mismo tiempo. Habían encontrado el fuego que camina, la Flama errante.
Y entre el rumor constante del fuego, rompiendo la pesadez del calor, se escuchó música, una música clara y fresca que invitaba al combate. Bélial tocaba su flauta, notas largas que cambiaban con rapidez mientras giraba la espada en la diestra.
Estrâik, Baltho y una flecha de Telperion salieron al mismo tiempo, todos animados por la melodía. Pero apenas estaban por comprobar el poder del Elemental. Éste columpió los largos brazos y balanceó uno de ellos frente a él, descargando todo su calor sobre los atacantes. Druida y lobo fueron envueltos por el fuego que golpeaba con una fuerza que podía palparse, pero que escapaba al tacto, como el golpe del viento o de las olas del mar. Tal fue el impulso que ambos cayeron hacia un lado después del golpe.
Telperion dio vuelta sobre sí y disparó hacia el río, había advertido una nueva amenaza: de la lava empezaron a desprenderse pequeñas figuras humanoides que se sacudían la roca fundida entre risillas agudas, justo antes de desplegar sus alas de murciélago. Eran como los méfits que habían encontrado, pero no había ni una hembra entre ellos y estos no estaban envueltos en flamas, sino que su piel rocosa se agrietaba mostrando ranuras llenas de magma, cada hendidura liberaba un chorro de vapor oscuro. Si Telperion no hubiera derribado a uno de ellos con el arco, hubieran sido tres los Méfits que se acercaban aleteando pesadamente.
—¡Jactum magicus! —gritaron Hínodel y Koríntur. Tres destellos mágicos cruzaron el valle y golpearon a la Flama errante en distintos puntos. Cada golpe producía una pequeña explosión que hacía al Elemental retraer el miembro golpeado momentos antes de que éste surgiera en algún punto cercano. Con terrible agilidad, el Elemental separó sus piernas y caminó a grandes pasos por el valle. Los hechiceros corrieron rodeando el Palacio y aunque lo hacían por salvarse a sí mismos, también sabían que así lo alejaban de Estrâik que no se había levantado.
—¡Bélial, por aquí! —Telperion corría para revisar las heridas de su compañero alejándose de los méfits. El bardo varió la melodía de su flauta y no perdió de vista a uno de los diablillos, que empezó a aletear perezosamente antes de caer sumido en un profundo sueño.
Estrâik aún estaba consciente y el clérigo sólo lo ayudó a levantarse.
—Cuida a Baltho —le dijo antes de tomar las cimitarras y rodear el Palacio corriendo. Los hechiceros ya habían dado la vuelta y el Elemental los seguía de cerca, balanceando sus enormes brazos y levantando la tierra a cada golpe fallido. Los hechiceros abrieron paso al druida y éste se lanzó a la Flama errante con ambas cimitarras, pasando entre sus piernas y atravesando el fuego con los dos filos que de inmediato se calentaron. Una vez que estuvo detrás del Elemental volvió a levantar el muérdago.
Crearis aqua —una gruesa cortina de vapor se elevó y por un momento Estrâik pensó que le había causado un gran daño a su enemigo, pues la flama se redujo a la mitad de su tamaño, pero vibró tímidamente antes de volver a crecer y a arder con toda su fuerza.
Bélial se defendía con la espada contra el méfit, pero le costaba mantener la melodía que ayudaba a sus compañeros y al mismo tiempo manejar el arma. En medio de su confusión una segunda canción lo reanimó. Era la misma melodía pero improvisada por la dulce voz de Hínodel y que al mezclarse con la del bardo, imitaba su efecto en el corazón de los guerreros. Sin dejar de entonar esta melodía, la elfa soltó otro destello rosado para eliminar al último de los méfits. El valor que ambos músicos prestaban a sus compañeros obligó a Koríntur a lanzarse contra un nuevo enemigo, un par de azer que se habían separado del Palacio.
Todos hacían gala de una gran habilidad y fuerza, pero no podrían durar mucho tiempo; el portal seguía abierto y mientras no lo cerraran, las criaturas de fuego seguirían surgiendo y atacando, justo como en ese momento otro méfit más salía del río. Es por eso que apenas Hínodel empezó a cantar, Telperion rebuscó en la mochila y tomó una de las flechas de plata de unicornio, luego se alejó de Baltho unos pasos y la tensó en el arco. Se tomó apenas un segundo para apuntar directamente al Palacio del Fuego, pero fue suficiente para descuidar el terreno bajo sus pies.
Cuando iba a soltar la cuerda, un thoqqua surgió de la tierra, golpeando al clérigo y obligándolo a disparar la flecha que pasó muy lejos del Palacio, rozó la cabeza de Koríntur y se clavó en el azer contra el que peleaba. Apenas lo impactó, se escuchó una explosión como de cristales y un viento frío sopló sobre todos; la piel del azer quedó cubierta de escarcha y el destello ardiente de su carne era suplantado por un brillo azul plateado; lo había congelado. La sorpresa de Koríntur y el otro azer ante el impacto no duró mucho, la flecha se quebró en cientos de cristales de plata y acto seguido el azer congelado explotó en una potente ráfaga de hielo que derribó al hechicero y terminó con el otro enemigo.
Todas las criaturas de fuego contemplaron con horror la escena. Ese viento gélido no podía pasar desapercibido y aunque para Koríntur esta intrusión había sido oportuna, también le había costado a los elfos una de sus flechas mágicas.
Telperion había perdido el arco y huía a gatas del thoqqua que lo acosaba. Koríntur se levantó reponiéndose de la explosión y corrió hacia su compañero, pero fue a cruzarse entre Estrâik y el Elemental. El druida esquivó por muy poco el golpe que el hechicero no vio.
Después de un grito agudo de dolor, Koríntur se desmayó con la mitad de la cara llena de pequeñas ámpulas.
El druida provocó al Elemental para que lo siguiera y Telperion vio fugazmente que en algunas partes la carne de su compañero, cuando no tenía grandes manchas oscuras, tenía un brillo sanguinolento. Estrâik esquivaba lo mejor que podía los ataques de la Flama errante y conjuraba agua sobre éste para ver si así lo debilitaba, pero el enemigo no daba muestra alguna de ceder y el calor era una de las ventajas más obvias que tenía.
Telperion corrió hacia Koríntur y le extendió el símbolo sagrado.
Sanavi levis vulneris ­—y después de un brillo verde, el ardor de la cara desapareció y el hechicero abrió los ojos, pero un grito de sufrimiento les anunció que el enemigo ganaba ventaja. Al ver a Koríntur desmayado, Hínodel había corrido a enfrentarse contra el gusano de fuego, pero había sido golpeada por la ardiente cabeza del thoqqua y ahora yacía inconsciente en el suelo, a merced del monstruo. Koríntur se levantó de inmediato.
Jactum magicus —dijo y apenas unas chispas azules le salieron de las manos.
—¿Qué pasa? —preguntó Telperion asustado.
—Nada. Es el cansancio —el elfo recobró el aire, estaba agotado—. Jac… ¡Jactum magicus!
Los destellos fueron suficientes para hacer retroceder al thoqqua. Telperion, mientras tanto ayudó con el arco a Bélial a terminar al último méfit. El bardo ya no podía seguir tocando, le faltaba el aire.
—Hay que terminar esto —dijo Telperion y los tres corrieron rodeando el Palacio, a donde Estrâik se había llevado al Elemental que en ese momento volvía a golpear al druida con toda su furia; éste ya no se levantó por el resto del combate. Bélial, Koríntur y Telperion se quedaron inmóviles un segundo, a la vista de la Flama errante. Ésta volvió a rugir.
—Corran —murmuró Bélial y los tres regresaron sobre sus pasos, a tiempo para esquivar otro golpe del Elemental. Mientras huían de él, pudieron ver en la pendiente por la que habían llegado, un pequeño brillo, una luz muy clara que resaltaba entre el paisaje nublado. A su lado aparecieron algunos brillos semejantes y otras figuras más oscuras y rústicas.
—Y tú querías que se quedaran —dijo Bélial con voz cansada.
Los unicornios habían llamado a los pocos druidas que quedaban en Faunera y formando un reducido grupo, habían acudido para ayudar a los elfos, quienes los recibieron como un anuncio de esperanza. Pero su intromisión sólo consiguió enfurecer más a la Flama errante. De su mismo núcleo hizo nacer un nuevo rugido, más feroz y doloroso y más azer, méfits y thoqquas respondieron al llamado.
—Déjenselos —dijo Telperion—. La Flama errante es nuestra.
Halvaradian, a la cabeza de los unicornios fue el primero en relinchar, le siguieron los otros unicornios a coro; los druidas levantaron las cimitarras con un clamor de guerra. Ambos grupos echaron a correr uno contra el otro, dos pequeños batallones que juntos no superaban las treinta unidades, pero aún así tan terribles que su combate se escuchó en todo el yermo y más allá de los primeros árboles.
Mientras esta batalla se sucedía, los elfos se encararon al Elemental.
—Koríntur, hay que distraerlo —dijo Bélial dejando caer la flauta—. Telperion debe disparar la flecha.
El hechicero asintió y se colgó la maza al cinto antes de que echaran a correr. Apenas se separaron, el clérigo ya buscaba la flecha en su mochila; pero pronto vieron su intento frustrado. El Elemental no había caído y se lanzó directamente contra Telperion que en apenas un momento ya se encontraba envuelto por las llamas y sentía el impulso que había hecho caer a Estrâik. Sin embargo el fuego no le dañó como a su compañero, apenas lo tocó el brazo de la Flama errante, ese halo rojo e imperceptible volvió a extenderse de su símbolo sagrado, protegiéndolo del fuego como antes lo había hecho con el río de lava.
Koríntur intentó disparar sus proyectiles mágicos, pero ya estaba demasiado agotado, por lo que sólo pudo soltar una bola de nieve que no logró llamar la atención del Elemental.
Bélial, por su parte, gritaba cerca de él y agitaba su espada, sin estar muy seguro de dónde había que atacar. Intentó cortar el fuego con la espada y el Elemental reaccionó. Se volvió lleno de ira y lanzó un golpe contra el bardo; este cayó de bruces aún consciente. La Flama errante se volvió hacia él y cuando Bélial intentó incorporarse, repitió el golpe. Bélial rodó hacia un lado para esquivarlo y el Elemental sólo golpeó la capa que empezó a arder.
—¡Gira un poco más! —le gritó Telperion.
—¡Hacia acá! —Koríntur le hizo señas con los brazos.
El bardo entendió y siguió girando en el suelo, mientras evitaba los golpes del elemental hasta que éste, harto, barrió el suelo con su brazo. El cuerpo inmóvil de Bélial quedó cubierto por su capa aún llameante. Había cumplido.
Cuando la Flama errante se volvió a Telperion, éste ya tensaba la flecha de plata. Ambos quedaron inmóviles. No había algo parecido a una cara en el Elemental, o al menos ojos visibles, pero Telperion sintió su mirada.
La flecha salió con fuerza hacia la Flama errante, cruzó su cuerpo incorpóreo, atravesó con su filo helado las flamas y salió por su espalda, directamente hacia el Palacio del Fuego.
El valle quedó en silencio, los druidas y los unicornios ya no peleaban, sus oponentes no se defendían.
La flecha se clavó en el Palacio y estalló del mismo modo que con el azer. Elemental y Palacio empezaron a congelarse extendiéndose desde el punto donde la flecha los había tocado y cambiaron sus fulgores rojos por una tenue aura azulada. La Flama errante se retorcía sobre sí misma, hasta que la escarcha llegaba a cubrir los miembros que dejaba de mover.
Todos contemplaron cómo la enorme flama que era el Palacio del Fuego empezaba a helarse. Los thoqqua chillaron y se hundieron en la tierra, los méfits dejaron de volar y se arrastraron y los azer corrían con gestos llenos de angustia; el portal se cerraba y los confinaría a un mundo más frío que el suyo.
El río de lava se endureció, la roca fundida perdió su brillo y se volvió gris y opaca. Los méfits que no habían logrado salir a tiempo también se petrificaron. El calor empezó a bajar, el rumor del fuego ceso y el humo se alzaba en el aire para dispersarse y perderse en la memoria.
Cuando El Palacio del Fuego y la Flama errante se vieron cubiertos enteramente de escarcha, se hizo un nuevo y breve silencio en el yermo antes de que ambos reventaran en una explosión de viento y nieve tan potente que fueron pocos los que no fueron derribados por el aire, un amplio destello azul metálico que recorrió todo el bosque. Aún en Farbonta sopló un viento inusitadamente frío que azotó puertas y ventanas.
Los monstruos que no habían entrado al portal antes de que se congelara por completo ahora yacían en el suelo debilitados por la explosión, mientras su fuego se extinguía lentamente.
Sólo un montón de nieve y cenizas era lo que quedaba del Palacio del Fuego.
Koríntur empezó a reír y Telperion cayó de rodillas, exhausto. Alzó los ojos al cielo para agradecer a Ehlonna, pero antes de que pudiera decir algo, una gota le cayó en la frente.
—Llueve —dijo sonriente—. Para curar el sufrimiento de los árboles.
Y sin perder la sonrisa, se entregó al cansancio de quien ha pasado varias noches en diligencia y se desmayó.