El Sol
se hundió en el horizonte mientras pintaba el cielo de rojo y violeta. El
trabajo llegaba a su fin y hombres y mujeres volvían de su incursión en el
bosque para disfrutar de la recién renovada paz en Farbonta. Clérigos y
campesinos caminaban con los azadones y las palas al hombro, la cara manchada
de barro y las manos oscurecidas y con olor a tierra húmeda. Un druida y su
lobo encabezaban la marcha, ambos con su andar salvaje, pesado y enérgico.
Estrâik caminaba todo el tiempo con la mano en la empuñadura de una de sus
cimitarras, la destreza en batalla del semielfo daba tranquilidad al grupo que
aún temía que del bosque surgiera alguna amenaza; durante el trabajo todos
estaban atentos a él y sobre todo a Baltho, pues el más leve gruñido del lobo
habría puesto en guardia a su compañero.
Pero
nada había pasado y nada iba a pasar, Estrâik había visto la caída del Palacio
del Fuego y el fin de los incendios en el bosque y aún así quedó intranquilo
cuando uno de los campesinos le agradeció por acompañarlos. Ninguno de ellos
sabía que ni el druida ni el lobo estarían ahí para el amanecer.
Los
árboles frente al grupo dejaron ver la luz de diversas farolas y un rumor de
voces llegó hasta ellos. Se acercaban al pueblo que volvía a su tranquilidad
acostumbrada, a los ancianos que sacaban las sillas de casa para sentarse a ver
las estrellas, los niños que se reunían alrededor de la fuente, las mujeres que
intercambiaban vegetales o carne para el día siguiente.
El
límite entre el bosque y el pueblo se marcó en el breve horizonte: la enorme
sombra del Gran Roble que se cernía sobre su jardín como un anciano protector y
cuyo follaje estaba, en ese momento, infestado de luciérnagas que encendían sus
cuerpos en lumbreras amarillas y verdes.
Dentro
del templo construido en el árbol, cuatro elfos aguardaban el regreso de los
clérigos. Sentados en el altar, Bélial escuchaba a Hínodel tocar sus primeras
notas en la flauta; no era un simple pasatiempo musical, el bardo guiaba a la
hechicera en su entrenamiento para invocar la magia que podía emanar de las
canciones. Cerca de ellos, Koríntur se había acomodado cuan largo era en una de
las butacas, con una mano sostenía una hogaza de pan y con la otra arrancaba
trozos pequeños que lanzaba lo más lejos que podía para que Skrath, su cuervo
familiar, los atrapara al vuelo.
Aún
con sus diversiones, el ambiente estaba lleno de melancolía. Las puertas del
Gran Roble estaban abiertas de par en par y de pie, inmóvil en el umbral,
Telperion contemplaba el pueblo en una silenciosa despedida, enredaba su larga
barba entre los dedos mientras los ojos púrpuras repasaban las casas que veía
cada mañana al salir al jardín y que podía recrear de memoria; hubiera podido
recorrer el pueblo con los ojos vendados sin tropiezo alguno. La misión que le
esperaba en el sur era incierta y en apariencia no debía ser muy larga, pero
desde el momento que había decidido cumplirla una opresión se le alojó en el
pecho. Tenía la certeza de que no volvería a ver Faunera o Farbonta en mucho
tiempo.
Los
otros tres elfos no podían entender del todo ese sentimiento. El bardo era un
paria acostumbrado a vagar de pueblo en pueblo y cuya nación era el camino; los
dos hechiceros no tenían memoria de su vida antes de salir de Winbern, el
bosque de las Arboledas del Olvido al sur de la villa Vientoverde. Incluso a
Estrâik, que pocas veces había salido de Faunera, no le desanimaba de tal modo
abandonar su bosque, pues los druidas aceptaban cualquier entorno natural como
su hogar. Aún así, todos respetaban el dolo del clérigo y trataban de alegrarle
todo el tiempo.
Sin
embargo, esa noche era para el silencio. Saldrían antes del amanecer para
evitar cuestionamientos y a la mañana siguiente los pobladores no recibirían la
bendición de mano de Telperion, sino de Valrya, su aprendiz.
—Ya
vienen.
Dijo
Telperion caminando hacia el interior del templo. Sin su armadura, la túnica lo
hacía ver como el viejo que su barba plateada y su cabeza calva sugerían, quizá
también su mirada triste y su andar lento. Hínodel reinició la canción que
había empezado en la flauta de Bélial y trató de despejar la nube que se había
ceñido en el ánimo de todos. Su entrenamiento había dado frutos y Telperion
sonrió mientras los pasos de los clérigos resonaban en los adoquines de la
calle y las siluetas de Estrâik y Baltho aparecían en el quicio de la puerta al
mismo tiempo que caía la noche.
Las
farolas de las casas llevaban apagadas varias horas. Cada hogar resguardaba el
sueño de cada poblador de Farbonta. En el Gran Roble, los clérigos dormían con
holganza, felices de reposar los músculos de las labores del día y la cabeza de
preocupaciones pasadas. Los elfos, sin embargo, habían despertado y con todo el
silencio que podían se ajustaban las armas a los cintos, llenaban sus alforjas,
buscaban provisiones.
Telperion
encontró unas viejas capas de viaje que nunca habían sido usadas para ese fin y
las repartió entre sus compañeros. En menos tiempo del que tenían previsto,
todos estaban vestidos, con las armas en su lugar y las mochilas al hombro. Valrya
había contemplado todo con triste valentía, más nervioso que asustado.
—¿Sabes
las tareas que hay que asignar mañana? —le preguntó su maestro.
—Lovac,
Jao, Mentio y Violeta guiarán a los grupos de reforestación. Celana y Zurcaa
adoctrinarán a los niños y Lintarco y Jilepre harán su ronda por el pueblo
—recitó el muchacho tratando de que la voz sonara animada.
—¿Y
Ósfaut?
—Si
puede levantarse, veré que me ayude con las bendiciones y el cuidado del
jardín.
—Eso
le animará un poco. Si alguien pregunta…
—Al
norte, señor. Al templo en Teruth-Adur. Nadie debe sospechar de una amenaza del
sur.
—Bien.
—No
es por nosotros por quien debería preocuparse, maestro.
—Es
inevitable, muchacho. Pero confío en que estarás bien —el clérigo lo tomó del
hombro y le sonrió con auténtica alegría—. Lo único reconfortante de todo esto
es ver cuánto has crecido y todo lo que has logrado con tu entrenamiento.
Telperion
hizo una señal con la cabeza a sus compañeros y Koríntur abrió la puerta del
templo. Una brisa muy fría contrastaba con el calor dentro del roble, no era
una bienvenida agradable por parte del camino. El clérigo tomó con ambas manos
el bastón que usaba para apoyarse, aquél que en la parte baja tenía tallada una
coz y en la parte superior una punta en forma de cuerno de unicornio, y se lo
tendió a su aprendiz.
—Cuando
tengas dudas, recuerda que ésa es una señal de sabiduría. Esto ayudará a que no
lo olvides. Nos veremos pronto, clérigo en jefe del templo de Ehlonna.
Luego
besó en la frente a su aprendiz y salió del templo detrás de sus compañeros.
Cuando caminaba en los adoquines del jardín, escuchó la voz de su aprendiz.
—Clérigo
en jefe provisional —el muchacho estrechó el bastón con fuerza y levantó una
mano para despedirse. Telperion respondió la despedida y lo mismo hicieron el
resto de los elfos. Valrya los siguió con la mirada hasta que llegaron a una
calle que daba hacia el sur y, cuando doblaron la esquina, los perdió de vista.
Para
cuando el sol echó sus primeros rayos sobre el pueblo, los clérigos habían recibido
la noticia no sin cierto aplomo y el grupo de elfos caminaba por las planicies
del paso de Axirk.
El
cónclave había planeado que el viaje hasta Guardiardiente les tomaría poco
menos de una semana; debían hacer un ligero rodeo para evitar encontrarse con
las tribus bárbaras que proliferaban en la zona central del inmenso campo. Esta
era la razón por la que en Axirk no había caminos definidos, todo hasta donde
llegaba la vista era una planicie salvaje; los clanes bárbaros, conformados por
orcos, humanos o ambos, estaban continuamente en guerra y las alianzas,
traiciones y conquistas ocurrían todo el tiempo de forma caótica, por lo tanto,
una tribu no permanecía mucho tiempo en un mismo lugar. La mayor preocupación
del Cónclave de elfos era encontrarse con uno de estos grupos errantes y aunque
tuvieran de su lado el beneficio de la magia (tan misteriosa y atemorizante
para los bárbaros) los enemigos sin duda los superarían en número. Además, la
hierba más alta que habían visto les llegaba apenas a las rodillas y los pocos
castaños que encontraron en el camino eran pequeños y solitarios, de modo que
el grupo era perfectamente visible aún a grandes distancias y en caso de
peligro, no había dónde esconderse. La única ventaja que les daba el terreno
era que, del mismo modo, podrían ver cualquier amenaza con suficiente
anticipación para idear un plan. De cualquier modo, Koríntur había enviado a
Skrath a revolotear muy por encima de ellos, pues la altura le proporcionaba
una mejor visión del terreno.
Toda la mañana se mantuvieron alerta a estos
temores, pero al medio día, cuando se detuvieron para comer y descansar, el
ánimo había mejorado y lo apacible del campo relajó sus nervios; oían de vez en
cuando al viento romper contra sus ropas, las nubes delgadas y largas formaban
sombras como serpientes a lo largo del campo verde y amarillo, el terreno se
levantaba aquí y allá de manera irregular, matizando el vacío que producía el
horizonte, donde la hierba se unía al cielo. El sol los acariciaba sin quemar y
el clima produjo tal relajación en el grupo que hubieran permanecido toda la
tarde ahí mismo si no hubieran sentido la mirada apremiante de Telperion, cuyo
recelo natural lo mantenía siempre pensando en los problemas por resolver.
Antes
del atardecer, los sorprendió una ligera llovizna y todos agradecieron la
utilidad de las capas de viaje, pues no había un solo lugar dónde protegerse
del agua. A pesar de no ser muy fuerte, la lluvia fue duradera y en poco tiempo
llevaban toda la ropa humedecida; para cuando anocheció, tuvieron que buscar un
terreno de hierba gruesa para evitar el lodo y, contrario a su plan original,
encendieron una fogata para calentarse los miembros entumecidos por el frío.
Estrâik y Baltho, más acostumbrados a soportar los caprichos de la naturaleza,
hacían la guardia alrededor del grupo, alejándose de vez en cuando y en
diferentes direcciones para escudriñar el horizonte.
—Si
seguimos haciendo estos viajes juntos —dijo Koríntur mientras se sacaba las
botas— espero con mi alma que algún día tengamos una forma más cómoda de
hacerlos.
—Como
no sea en caballos, no se me ocurre otro modo —Bélial extendió su capa frente
al fuego—, y de cualquier modo, hay que dormir en la hierba.
—Habría
que ir en algo grande, como una carroza —dijo Hínodel, dándole trocitos de pan
a Skrath.
—¡En
un barco! —dijo el bardo en tono ridículo.
—Un
barco con ruedas jalado por caballos —Hínodel miró socarronamente a Bélial—. O
que vuele.
—Los
barcos son lo mejor que hay para hacer un viaje —la voz de Bélial estaba teñida
de melancolía—. Un barco volador no estaría nada mal.
—Me
pregunto si yo he viajado en barco —dijo Koríntur mirando a Hínodel. Aunque lo
tomaban con relativa normalidad, no dejaba de ser curioso que ambos salieran de
Winbern y que hubieran cruzado las Arboledas del Olvido para cumplir una misión
que, por obvias razones, no podían recordar. Muchas veces se habían preguntado
si no eran amigos antes de haberse encontrado en Farbonta.
—Yo
no conozco el mar —dijo Telperion quitándose la última pieza de armadura—.
Ahora que lo pienso, es algo que me gustaría hacer antes de regresar a
Farbonta.
—Cuando
todo esto termine, maese clérigo, yo mismo me aseguraré de mostrarte el mar
antes de que vuelvas a enclaustrarte en tu bosque —Bélial bebió de un odre
distinto al que había usado el resto del día y que, Telperion sabía, no
contenía agua.
—Tú
que has visto tantos lugares, Bélial, ¿conoces ese “Aguardiente” al que vamos?
—dijo Koríntur estirando la mano para que el bardo compartiera el vino.
—Nunca
he estado en Guardiardiente, pero muchos de sus guerreros visitan Líbermond
para los juegos anuales del Coliseo. Siempre dicen con orgullo que es un reino
con una antigua tradición bélica. Sus murallas son el doble de fuertes que las
de Líbermond y están protegidas con almenas y torres. Ahí la gloria se alcanza
con la espada, la lanza o el escudo, no hay habitante que no sepa usarlos. Para
la mayoría de los guardiardienses la magia es desconocida y no tienen interés
en aprenderla.
—Ellos
se lo pierden —dijo Hínodel con una nota de resentimiento en la voz—. Ya me
imagino la clase de recibimiento que nos darán.
—Para
ser alguien sin memoria de su pasado, tienes muchos resentimientos, linda.
—Aunque
tiene razón —dijo Koríntur—. Cuando estaba buscando Farbonta no encontré en
todo el camino nadie que quisiera ayudarme. Tampoco es que me encontrara con
mucha gente: un par de pastores alejaron su rebaño de mí, un grupo de
exploradores me hicieron burla y en una pequeña villa ni siquiera me dieron
alojamiento.
—Te
ven y de algún modo lo saben. Y les da miedo —la elfa extendió sus manos hacia
el fuego para calentarse—. No los culpo de temerle a un hechizo, pero nadie
espera conocer al que lo hace antes de juzgarlo.
—No
puedes esperar eso de todo el mundo, pequeña —Telperion tomó una de las manos
de la hechicera y la estrechó entre la suya—. ¿Recuerdas qué tan respetada es
en Líbermond?
—Porque
son magos, Telperion —dijo la elfa resignada—. Los respetan por sus estudios.
La gente sólo piensa en que naces con un talento sin pensar en el trabajo que
te costó dominarlo.
—¿Tú
puedes recordar eso? —preguntó Koríntur, intrigado.
—Creo
—Hínodel se encogió de hombros—. Es como una sensación…
—Sí,
te entiendo —Koríntur miró al fuego pensativo y todos guardaron silencio un
momento. A lo lejos, podía oírse a Estrâik que le decía algunas palabras a
Baltho mientras le acariciaba la oreja—. ¿Tú sabes por qué, Bélial? ¿Por qué
algunos nacemos con la magia mientras otros tienen que aprenderla?
—Se
me ocurren algunas teorías, aún hay mucho que descubrir sobre la magia. Algunos
hechiceros nacen porque son hijos de magos poderosos. Uno de los grandes
misterios de la magia es el efecto que tiene sobre el cuerpo y la sangre. Hay
sabios que defienden que la magia se queda impregnada en quien la practica, lo
que podría convertirse en una extraña herencia para sus hijos. Aunque, claro,
se sabe de antiguas familias de magos que han transmitido su conocimiento de
generación en generación y, por más poder que acumulan, no hay ni un solo
hechicero en su árbol. Ahora que lo recuerdo… bueno, es algo de lo que solía
hablar mi maestro en Levecäesin… y no suena tan descabellado…
—No
te detengas —Telperion había detenido su cena, atrapado por la plática del
bardo.
—Hay
sólo un tipo de criaturas que nacen con un inmenso potencial mágico: los
dragones. Algunos aseguran que, en realidad, la magia misma fue inventada por
ellos, dicen que las palabras que pronunciamos provienen de su lenguaje
primigenio y se quedaron impregnadas en cada hechizo, por eso conocemos las
palabras aunque no sepamos qué significan. La sangre de dragón es una de las
sustancias más extrañas, exóticas y valiosas para los magos, pocas cosas la
superan, por ejemplo…
—La
plata de unicornio —dijo Estrâik detrás del bardo, que había alcanzado a oír lo
último de la plática.
—¿Saben
por qué es tan valiosa? Porque la sangre misma es mágica, contiene hechizos.
Ahora, se sabe que hay dragones capaces de tomar forma de humanos… o de elfos,
y que mantienen esta forma incluso por varios años. En ese caso, podrían llegar
a relacionarse con miembros de esas razas, incluso, de tener descendencia con
ellos. Yo conocí a uno de esos llamados “semidragones”, era un hombre alto,
corpulento y la cara muy similar a la de un reptil, con el cuerpo cubierto de
escamas blancas. Venía del norte.
—Increíble
—Koríntur miró su brazo brillar con el fuego.
—Pero
en ese caso, ¿no todos los hechiceros serían semidragones? —Hínodel había
abandonado la tarea de alimentar a Skrath y el cuervo ahora picoteaba el pan
sin empachos.
—Si
fueran descendientes directos, sí. Pero imagina que esos semidragones tienen
hijos con otros no-dragones, que a su vez tienen hijos y así, diluyendo la
sangre hasta que le pierdes el rastro. En ese caso, nacería de nuevo con
apariencia “normal”. Tendría que ser un antepasado dragón muy distante; si me
lo preguntan, es una teoría que será poco probable, pero no imposible.
Koríntur
miró las estrellas y sintió una súbita emoción. Quizá la fuente de su poder era
ésa, tal vez dentro de él corría la sangre de las criaturas más peligrosas que
podía imaginarse, pero muchas de esas incógnitas estaban enterradas más allá de
las Arboledas del Olvido.
—¿Alguno
ha visto un dragón? —preguntó Hínodel.
—No
—dijo Estrâik con su acostumbrada seriedad.
—Solamente
de lejos, en las montañas —confesó Bélial.
—Nunca
—negó Telperion—. La leyenda cuenta que el último dragón que pisó Farbonta fue
una inmensa sierpe verde que la misma Ehlonna fulminó con su arco, Jewerlyn. Y
el mismo lugar en que cayó el monstruo es donde la diosa sembró el Gran Roble.
Un
nuevo silencio recorrió el campamento, sólo roto por el crepitar del fuego y
los grillos en el campo. De pronto Koríntur sintió una oleada de excitación que
a la vez estaba teñida de miedo: en cualquier punto del Continente podría haber
un dragón esperándolo y si seguía de aventuras con el Cónclave quizá llegaría a
enfrentarse a uno. Tal vez él sí era descendiente de esa raza orgullosa y a su
sangre les debía su talento mágico; conocía los dragones por pinturas y relatos,
pero nunca se había imaginado la posibilidad de estar frente a uno. Imaginó su
tamaño, la fuerza de sus escamas, la elegancia de su vuelo, incluso recreó en
su mente lo que podría ser un rugido de dragón; se entregó de tal modo a la
imaginación que después dudó si aquel ruido había sonado dentro o fuera de su
cabeza. Después recordó que sí había visto un dragón, en sus sueños, en ese
sueño que se repetía constantemente: ejércitos negros alejándose del mar, una
figura malévola y oscura surgiendo entre ellos, y en lo alto de un cielo rojo
de nubes negras un cuerpo serpenteante que volaba con alas de murciélago
gigante. Definitivamente era un dragón.
En
esos pensamientos quedó Koríntur cuando todos empezaron a recostarse sobre la
hierba y Bélial se levantaba para hacer la siguiente guardia. Arrullados por la
música que el bardo tocó en su flauta, uno a uno se entregaron al sueño.