Despertaron
poco antes del amanecer, sin necesidad de que Koríntur, que hacía la última
guardia, les diera ningún tipo de aviso. En realidad, el mismo hechicero había
cabeceado los últimos minutos de su turno hasta que el frío matutino y los
primeros brillos en el cielo le impidieron el sueño como a los demás. Acampar
en el Paso de Axirk los había hecho sentir vulnerables, no era el mismo tipo de
terreno que en el camino a Líbermond y las amenazas eran mayores. Cuando
reanudaron la marcha en silencio, aún no veían el sol en el horizonte. Somnolientos,
temblando de frío y malhumorados, se hicieron a la idea de que así serían todas
las noches hasta que llegaran a Guardiardiente.
—Cuando
estaba en Líbermond extrañaba la libertad de los viajes —dijo Bélial masticando
su desayuno a media marcha—. Ahora no me acuerdo qué era lo que extrañaba
tanto.
—Los
dos habríamos podido cargar los cerdos de Garulf —Koríntur le siguió el juego.
—No
puedes ni hacer una guardia, quiero verte cargar un cerdo —terció Hínodel.
Ni
Estrâik ni Telperion participaron en la plática que se prolongó por horas entre
bromas y anécdotas; el druida por ser de naturaleza callada y el clérigo porque
hallaba cierta calma en el silencio, la cual necesitaba para superar la crisis
melancólica que sufría. Conforme el día avanzó, el ánimo general decaía, sobre
todo en la noche cuando unas hogueras lejanas los pusieron alerta. Bélial y
Estrâik subieron a una ligera elevación y miraron en dirección al oeste ayudados
con un catalejo que el bardo llevaba.
—No
están cerca —dijo el bardo— pero no deberíamos confiarnos. Si nosotros pudimos
ver su fuego, ellos podrían ver el nuestro.
—Y
no son pocos —dijo el druida aguzando sus ojos de semielfo—. ¿Son bárbaros?
—Estoy
seguro. Humanos u orcos, daría lo mismo si su objetivo es sacarnos de sus tierras
—Bélial presionó el catalejo para que volviera a su tamaño portátil—. Sólo
espero que no se les ocurra salir de cacería nocturna.
—¿Qué
vieron? —preguntó Telperion cuando los vio bajar. Él, Hínodel y Koríntur habían
montado ya un pequeño campamento y preparaban la madera para una fogata.
—Que
hoy tendremos que pasar frío —dijo Estrâik quitándose su capa de viaje—. Toma,
hermana, la necesitarás.
—No
es necesario, hombretón —Bélial empezó a desabrochar la suya—, puede tomar la
mía.
—Yo
haré la primera guardia —dijo el druida sin inmutarse—. Puedes hacer la
segunda, entonces tomaré tu capa.
—Tampoco
es que vaya a sentir demasiado frío —el bardo se encogió de hombros y miró a
Hínodel—. He viajado a lugares más fríos y… empiezo a recordar cómo se sentía.
—Entonces
préstamela —dijo Koríntur tomando la prenda—. Me estoy congelando aquí.
Koríntur
se puso el ropaje del bardo mientras éste sentía un escalofrío en los brazos.
Se volvió hacia Hínodel que le sonreía desde el suelo, igual de bien cubierta.
—¿Compartimos?
—preguntó el bardo con simpatía.
—Buenas
noches, Bélial —Hínodel le dio la espalda. Telperion resopló y el bardo vio al
clérigo reír por primera vez en el viaje. Cuando Bélial miró hacia donde estaba
Estrâik vio al druida sentado sobre la hierba, mirando hacia el oeste y con el
lobo recostado sobre sus piernas, ayudándolo a mantener el calor con su pelaje.
El bardo inclinó la cabeza resignado y rebuscó en su mochila. Sacó una bota de
vino, su pipa y un poco de tabaco y los preparó, dispuesto a esperar despierto
su turno en la guardia.
Por la
mañana, desviaron el curso hacia el sureste, lo que los alejaría más del camino
principal, pero también de la tribu que habían visto. En lugar de las hogueras
ahora veían delgadas columnas de humo claro serpenteando hacia el cielo.
Gracias al catalejo de Bélial pudieron ver que los bárbaros también despertaron
temprano y, aunque no se distinguían con claridad, los veían moverse a lo largo
de su campamento, el cual parecía más grande a la luz del sol.
A
mediodía esa preocupación había quedado atrás y los elfos retomaron la animada
plática del día anterior. Incluso Bélial se animo a cantar algo que los
guerreros de Líbermond solían entonar cuando iban a combatir en el Coliseo.
Dejemos
nuestros miedos en las puertas,
tomemos las espadas del valor
que sólo soltarán las manos
muertas.
Que no
me abrace el peto del temor
ni el espaldar en ruinas del
pasado
ni el yelmo de la duda y el
dolor;
el
viento me tendrá mejor guardado,
será mi sangre ardiente mi
montura,
mi espada es este puño
desarmado.
Es sólo el que se atreve el que perdura,
no hay modo de fallar o de
perder,
la muerte es solamente otra
aventura.
Mi enemigo querrá retroceder,
llorará por la calma de su
hogar,
no volverá a jugar ni a
contender;
yo no sé qué se siente renunciar,
mi hogar está en el campo de
batalla,
yo lo único que sé es cómo
luchar,
mi padre era…
El
bardo interrumpió el canto al mismo tiempo que su marcha. Aún con la boca
abierta, dejó la vista en un punto del horizonte con el ceño fruncido. Los
demás se volvieron hacia él cuando notaron el silencio pero ninguno preguntó,
sino que miraron en la misma dirección que Bélial.
—Bárbaros
—dijo Estrâik con la vista más adaptada a las distancias. A su lado, el lomo de
Baltho se erizó y el lobo gruñó por lo bajo.
—Hay
que escondernos —propuso Telperion.
—Después
de usted, maese clérigo —dijo Bélial y tomó el catalejo de su bolsa—. A menos
que puedas cubrirnos de pasto, lo veo muy difícil.
—¿Puedes?
—preguntó Koríntur al clérigo.
—¿Crees
que nos hayan visto? —Hínodel se acercó al bardo.
—No,
pero lo harán —Bélial mantenía el catalejo fijo en dirección a donde había
visto la amenaza—. A menos que retrocedamos hasta perderlos de vista.
—Eso
no es garantía —el druida giró la cabeza y los huesos de su cuello crujieron—.
Si nos ven, avisarán al resto de su tribu.
—¿Y
si a la tribu no le interesan unos viajeros insignificantes como nosotros? —Koríntur
se quitó la capucha y Skrath graznó desde su hombro.
—Entonces
da lo mismo si caminamos a lado de ellos —dijo Hínodel que había adivinado lo
que Estrâk y Bélial estaban pensando.
Los
elfos reanudaron la marcha en silencio, con todos los músculos tensos. Hínodel
quitó el seguro que mantenía su ballesta fija al cinturón para desenvainarla en
cuanto fuera necesario, mientras que Telperion puso ambas manos en la espalda
para ocultar que sostenía el arco con firmeza. Skrath optó por esconderse en la
mochila de Koríntur mientras el hechicero repasaba sus conjuros en un leve
murmullo. Por su parte, Estrâik y Bélial caminaban con las diestras en tensión,
esperando llevarlas a sus espadas.
En
el horizonte se removió la pequeña mancha del grupo de bárbaros.
—Siete
—dijo el druida cuando pudieron diferenciar una silueta de otra. El grupo
frente a ellos marchaba desordenadamente, pero de manera constante. No iban
directamente hacia los elfos, sino que se torcían hacia el noreste, en
dirección al grupo que habían dejado atrás por la mañana. Cuando los bárbaros
estuvieron a una distancia suficiente como para que los elfos notaran sus
ropajes de pieles y sus yelmos de huesos y hojas, se detuvieron. Bélial miró a
Estrâik y al ver que éste no se detenía, siguió caminando. Los demás imitaron
este momento de duda. A la distancia podían oír las palabras guturales de los
bárbaros, en un lenguaje que se advertía tosco y violento.
—Orcos
—dijo Telperion con la mirada encendida. Aunque no lo entendía, pudo reconocer
la lengua con la acostumbrada repulsión que le ocasionaba oírla—. No nos
dejarán pasar.
—¿No?
¿Por qué no? —preguntó Koríntur, quien albergaba la esperanza de evitar el
combate.
—¿Tampoco
recuerdas a tus enemigos naturales? —Bélial se pasó los dedos por el bigote—.
Hay tres elfos aquí, seguro que los han olido.
—Atentos
a mi señal —dijo Estrâik, pero la espera fue corta. Los bárbaros caminaron
hacia los elfos y casi de inmediato empezaron a trotar. Estrâik llevó la mano a
la espada pero no desenvainó y aceleró un poco, seguido por los demás. Los
orcos empezaron a correr y levantaron en el aire sus melladas hachas, gruñendo
entre borbotones de saliva; Estrâik dio la orden y todos desenvainaron antes de
echar a correr contra los enemigos.
El
druida eligió a su primer enemigo, un orco que como él, encabezaba su grupo y
que llevaba un yelmo que parecía hecho con el cráneo de otro orco más grande.
Estrâik tomó la espada con ambas manos y se inclinó; en cuanto vio que el
enemigo descuidaba la guardia por levantar el hacha, impulsó el cuerpo hacia
delante y lanzó una estocada que atravesó al orco por el vientre.
Antes
del primer golpe del druida, Telperion se había rezagado junto con Hínodel y ambos
cargaron sus armas. Al mismo tiempo que Estrâik desenterraba la cimitarra
bañada en la sangre pastosa y negra del orco, una flecha y una saeta volaron
hasta el torso desnudo de otro bárbaro y atravesaron su piel grisácea. El orco
cayó hacia atrás con gesto desorientado, sus facciones simiescas se relajaron y
la mueca de furia que hacían sus dientes amarillentos y podridos desapareció.
Koríntur
corrió a lado de Bélial y ambos levantaron sus manos.
—¡Fulmen de pruina!
—¡Adepis!
Dos
brillos turquesa fluyeron desde el codo del hechicero y salieron despedidos de
la punta de sus dedos, golpeando en la cara al orco que amenazaba al bardo,
mientras que éste apuntaba a los bárbaros de la retaguardia; una pequeña gota
de aceite corrió por la mano de Bélial y los dos orcos que había señalado
resbalaron con el terreno, muy confundidos. El pasto se había cubierto
mágicamente de algo oscuro y viscoso que les impedía levantarse con soltura. El
bardo rió por la jugarreta pero el gusto le duró poco, el orco que Koríntur
había golpeado con su magia no estaba inconsciente y clavó en la pierna del
bardo su pequeña hacha de mano. Bélial dio un grito de dolor y Telperion se
volvió hacia donde estaban ellos. Antes de que el orco se arrojara sobre su
compañero, el clérigo le había metido una flecha en el hombro.
Estrâik
y Baltho se encargaban de otros dos bárbaros, que tenían gran dificultad para
defenderse del hombre del bosque y su lobo. El druida había desenvainado su segunda
cimitarra y ahora combatía con un arma en cada mano; con una desviaba los
ataques y con la otra aprovechaba la guardia baja del enemigo.
Uniendo
sus conjuros “Fulmen de pruina”,
Hínodel y Koríntur habían dejado fuera de combate a uno de los orcos que habían
resbalado con el aceite antes de que pudiera levantarse. Telperion no pensaba
atacar a un enemigo en posición desfavorable y prefirió ayudar a Baltho, que
para evitar el hacha de su contrincante no había lanzado una sola mordida, sólo
giraba a su alrededor para mantenerlo a raya.
Hínodel,
con menos miramientos morales que Telperion, cargó la ballesta y afinó su ojo
lo mejor que pudo. Desde el suelo, el orco adivinó sus planes y al mismo tiempo
que la elfa disparaba una saeta, él arrojó su hacha. La primera dio entre los
ojos del bárbaro. La segunda en el muslo de la hechicera, que soltó el arma con
el dolor ahogado en la garganta.
Estrâik,
ayudado de Telperion, despachó a los dos últimos orcos; esa porción del terreno
quedó cubierta de sangre negra y cadáveres musculosos y grisáceos envueltos en
pieles gruesas.
Telperion
se acercó a sus compañeros heridos. Bélial había logrado sacarse el hacha de la
pierna, pero Hínodel no se atrevía a tocar la herida; la elfa respiraba con
agitación y sin embargo no hacía ni una mueca de dolor.
—Relájate
—le dijo Bélial arrastrándose a su lado—. Koríntur, tómale la mano.
—No
es necesario —dijo Hínodel.
—No,
no lo es, hasta que empiece a sacar el hacha.
Hínodel
miró con enojo la sonrisa irónica de Bélial y levantó una mano. Koríntur la
estrechó entre las suyas y miró a Bélial. Telperion miraba con horror,
apretando el símbolo sagrado de madera contra su pecho. El bardo tomó el mango
del hacha y con un poco de fuerza desenganchó la hoja de la carne de Hínodel.
La elfa cerró los ojos sin contraer la cara; Koríntur sintió cómo ella le
atenazaba los dedos; ella no soltó ni un suspiro y derramó una sola lágrima antes
de ver el arma fuera, mientras la herida se desangraba copiosamente.
Telperion
levantó el símbolo sagrado y se arrodilló a lado de sus compañeros. Elevó la
oración “sanavi levis vulneris” a Ehlonna y un brilló verde lo
recorrió. Koríntur no dejaba de fascinarse cuando veía esa luz salir del
clérigo, iluminar una herida y verla sanar con sorprendente rapidez.
—Tú
todo lo puedes —le dijo el hechicero con simpatía, dándole unas palmadas en la
espalda.
—Hasta
ahora he podido lo necesario —respondió el clérigo mientras curaba a Bélial—.
Ruega a Ehlonna que no necesite del poder que no se me ha concedido.
Estrâik
se acercó a sus compañeros con Baltho al lado, había sacudido ambos filos de
las cimitarras para quitarles la sangre de orco.
—Esta
noche el frío no será problema. Los bárbaros traen pieles en buen estado.
—Si
no les importa el aroma de los orcos cuando sudan, dormirán plácidamente —dijo
el bardo poniéndose en pie.
—Prefiero
pasar la noche en vela temblando de frío antes que ponerme nada que haya usado
un orco —sentenció Telperion besando su símbolo sagrado y volvió a colgarlo de
su cuello.
—No
hay que desaprovechar esta oportunidad, hermano —Estrâik se acercó al cadáver
del primer orco del que dio cuenta y le quitó el yelmo para descubrir un rostro
deforme, muy peludo y con nariz porcina—. Desde el sur sopla un viento frío, la
noche va a ser más dura hoy. Tal vez vuelva a llover.
Y
giró al cadáver para desabrochar su gruesa capa de piel. Bélial extendió la
mano a Hínodel para ayudarla a levantarse.
—Los
dos fuimos los peor heridos… los dos en la pierna… con hachas. Eso debe hacer
una especie de vínculo entre nosotros, ¿no? ¿Una señal?
La
elfa se sacudió la ropa y aseguró la ballesta a su cinturón.
—Sin
duda es una señal de que debemos tener más cuidado —le respondió con una
sonrisa y le desordenó el cabello antes de ir a revisar los cadáveres de orco.
Gracias
a las pieles con que se cubrían los bárbaros, el Cónclave pasó una noche más
cómoda y su marcha fue más decidida a la mañana siguiente. En el horizonte
detrás de ellos, al norte, a veces veían siluetas como hileras de hormigas por
lo lejanas, marchando a ritmo constante, ondulando contra el cielo claro.
—Es
como si estuviéramos en el centro del Paso de Axirk —dijo Bélial con
nerviosismo—. Hay demasiado movimiento.
—Quizá
no nos desviamos tanto como esperábamos —dijo Telperion.
—Estoy
seguro de que vamos al suroeste —dijo Estrâik con decisión—, después del
mediodía, según Bélial, debemos torcer al sureste.
—Ahora
creo que da lo mismo —Bélial se detuvo y miró alrededor—. Deberíamos cambiar el
rumbo ahora. Nos ahorrará tiempo.
—De
cualquier modo, ya peleamos contra bárbaros —Koríntur se encogió de hombros.
—Eran
un grupo de exploración, no estaban preparados para un combate —dijo Hínodel.
—Son
bárbaros, linda —Bélial se arrodilló—, siempre están preparados para el
combate.
—No
esperaban que nos defendiéramos —espetó la elfa—. Faltó poco para que tú y yo no camináramos hoy; lo mejor
sería mantenernos alejados de las tribus y que dejaras de jugar con la tierra.
Bélial
había rascado el terreno con las manos para juntar tierra, abrió su odre de
agua y lo vació en el pequeño montículo. Bajo la mirada confundida de sus
compañeros, el bardo empezó a revolver el barro.
Estrâik
sonrió.
—Los
hombres con tus ideas viven poco, hermano —dijo de rodillas al lado de Bélial.
—No
se me ocurre una mejor opción para mantener las espadas en la vaina —el bardo
juntó algunas hojas. Ahora Estrâik también reunía tierra.
—A
mí tampoco —Koríntur tomó su odre de agua.
—¿Podrían
incluirme en su juego? —les dijo Hínodel más extrañada que molesta—. ¿Qué hacen
ahora?
—Ah,
no… —Telperion dio un paso atrás—, no creo de ningún modo que funcione.
—Acéptelo,
maese, los bárbaros han salido del centro del Paso de Axirk y estarán
explorando todo el terreno, como nuestra hermosa compañera acaba de señalar
—Bélial tomó un puñado de barro en una mano y lo alargó hacia la elfa—.
Anímate, linda. Le hará bien a tu piel.
Hínodel
y Telperion intercambiaron una mirada de antipatía y con un suspiro de
resignación, tomaron el barro que Bélial ofrecía. Los compañeros se maquillaron
con barro y hojas, ocultando cada viso de piel clara para hacerlo pasar por la
correosa y sucia piel de los orcos. Luego se acomodaron las pieles como si
fueran sus propias armaduras y reanudaron la marcha. Aunque los disfraces se
veían efectivos, no podían ocultar que de todos ellos, Estrâik era el único con
la corpulencia suficiente para semejar un bárbaro; por otro lado, el vientre
prominente de Bélial lo hacía ver como un guerrero perezoso. Pero el resto de
ellos eran más delgados y su forma de caminar era muy distinta de la de un
orco. Cubrieron la falta de cuerpo con las mismas pieles y Bélial pensó que
mientras no se tuvieran que mezclar con una tribu, todo andaría bien. Ni
siquiera debían preocuparse por el olor a elfo, pues quedaba cubierto por la
peste de la ropa de los bárbaros, para sofoco de Telperion y Hínodel.
Las
sospechas de Estrâik sobre la lluvia se vieron confirmadas hacia la media
tarde, cuando una llovizna ligera empapó sus recién adquiridos ropajes y
ablandó el barro de su cara. El aire soplaba con relativa fuerza y la visión en
el horizonte se opacó; el cielo otrora azul claro y lleno de nubes había
cambiado por un gris uniforme, lo único distinto en él era el disco luminoso
del sol como una mancha blanquecina. La visión se les había entorpecido tanto
que, para cuando vieron a una nueva comitiva de bárbaros, estaban ya muy cerca
de ellos como para evitarlos.
—Sigan
caminando —murmuró Estrâik y miró de soslayo a Bélial.
El
bardo empezó a caminar más tosco, tambaleando el torso de un lado a otro y bajó
la cara, al sacar la mandíbula inferior su gesto se volvió torpe y hosco. El
druida, impresionado por la capacidad de engaño de su compañero, intentó imitar
cada gesto. Hínodel y Telperion, detrás de ellos les siguieron el juego, pero
bajaron más la cabeza, temiendo que la lluvia les limpiara el barro y dejara
ver sus rasgos. Koríntur se sentía desprotegido en la retaguardia y optó por
fingirse un orco enfermo y tullido y caminó con traspiés.
Poco
a poco se acercaron más al nuevo grupo de bárbaros. Supieron que el plan había
tenido éxito cuando los orcos —contrario a su encuentro anterior— no se habían
detenido a discurrir sobre ellos. Pasaron de largo sin siquiera saludar. La
buena suerte y la lluvia estaban del lado del Cónclave y los acompañaron por
otro tramo del camino, pues en poco tiempo no fueron grupos de exploración,
sino campamentos de avanzada los que encontraron en su camino. A izquierda y
derecha, podían ver a cierta distancia a los bárbaros sentados sobre la hierba,
afilaban sus armas y descansaban en tiendas hechas de pieles aún más gruesas
que las que llevaban los elfos.
En
poco tiempo, los compañeros se sentían ya fatigados. No por la marcha en sí, la
tensión de mantener ésta con cierta “naturalidad” les había entumecido las
piernas y el frío no ayudaba. Sentían en los oídos el palpitar de sus corazones
y les costaba respirar con libertad bajo el montón de pieles. Cuando llegó el
atardecer, la lluvia se había convertido en una ligera niebla y los bárbaros
habían quedado atrás. Aún así, prefirieron no arriesgarse y siguieron su camino
disfrazados hasta ya entrada la noche.
No
vieron ninguna hoguera a su alrededor, aunque como bien señaló Estrâik, podía
ser efecto de la niebla. Decidieron no encender fuego pero Hínodel no esperó
para quitarse el barro de encima y hubiera hecho lo mismo con las pieles, de no
ser porque la noche se antojaba fría. Cenaron con fruición para compensar que
no habían podido probar bocado desde la mañana y, agotados por la marcha y los
nervios, se entregaron al sueño rápidamente, aún sin poder creer la suerte que
habían tenido al pasar inadvertidos entre los bárbaros.
El
ánimo mejoró durante el último día de viaje. La niebla no se había dispersado
del todo, pero dejaba pasar los rayos del sol. Koríntur envió a Skrath a un
rápido reconocimiento del terreno y el cuervo les confirmó que alrededor no
había señal alguna de los bárbaros. Al cortar camino por el lugar que querían
evitar, habían dejado atrás la única amenaza de su viaje. Mejor aún, después de
un desayuno tranquilo, los elfos emprendieron la marcha con bríos renovados y
en poco tiempo otra silueta apareció en el horizonte, una que les daba
esperanza.
Detrás
de la capa de niebla, contra el cielo blanco, vieron formarse siluetas de
torreones, almenas, castillos y banderas. Como una aparición misteriosa y llena
de poder, la ciudad de Guardiardiente le daba la bienvenida a los elfos.
Contentos
por ver el fin de su viaje, los elfos aceleraron la marcha, pero la alegría no
duró mucho. Mientras más se acercaban a la ciudad, más clara era su silueta
entre la niebla y mejor podían ver las banderolas, pero a Bélial le extrañó que
no podía percibir el ruido acostumbrado de las grandes poblaciones. Por más
gruesas que fueran sus murallas, la vitalidad de una ciudad podía sentirse a la
distancia.
Aquello
estaba extrañamente silencioso. De algún modo, el Cónclave entero compartió las
sospechas de Bélial sin que éste pronunciara palabra. Incluso Skrath giraba
sobre sí, nervioso, en el hombro de Koríntur y Baltho sollozó de modo casi inaudible.
—¡Agh,
pisé algo! —la exclamación de Koríntur rasgó la tensión.
—¿Metiste
el pie al barro? A mí me pasó lo mismo —Hínodel sacudió el pie.
—También,
pero… de verdad sentí que pisé… ¿qué es esto? —la voz del hechicero cambió
extrañamente.
—El
aire está húmedo para que el barro esté tan espeso —le dijo Estrâik a Bélial.
El bardo se inclinó para tocarlo.
—No
es agua lo que estamos pisando —Telperion tenía la voz contraída y se abrazó al
símbolo sagrado.
—¡Es
sangre! —Bélial se incorporó después de haber tocado el suelo. Koríntur pateó
aquello que había pisado y vio que era una masa carnosa, sanguinolenta e
indefinida.
Hínodel
se adelantó al grupo y parpadeó antes de llevarse las manos a la boca. Como si
el ambiente hubiera montado un espectáculo perverso, se descorrió poco a poco
el velo de la niebla y dejó ver un campo inmenso y oscuro.
—Es
un campo de batalla —dijo Hínodel con un hilo de voz.
—No
—Telperion reanudó la marcha—. Es un cementerio.
Aquí
y allá los cadáveres de guerreros caídos se amontonaban unos sobre otros. La
sangre había formado diminutos ríos que con la tierra habían hecho una mezcla
oscura y desagradable. Orcos y humanos por igual habían perecido en ese lugar,
los unos envueltos en sus pieles y los otros en armaduras melladas y opacas.
—Creí
que sólo Farbonta tenía problemas —Telperion levantó el símbolo sagrado en
señal de respeto—. Pero alguna oscura voluntad ha sido liberada en estas
tierras.
Hínodel
ahogó un grito. Se había encontrado de frente con la cara de un hombre que la veía inexpresivo, con la boca
abierta y la lengua hinchada. El resto de su cuerpo estaba tirado en una
extraña posición y la cabeza se sostenía atravesada por una pica desde el
mentón hasta la coronilla. La elfa bajó la mirada.
—Esta
batalla la ganaron los bárbaros —dijo Bélial al ver el hallazgo de Hínodel.
—Pero
no fueron ellos los que cobraron todas las vidas —Estrâik se había inclinado
sobre el cadáver de un guerrero humano—. ¿Podrías decirme, hermano, qué clase
de arma hace esto?
Hínodel
y Bélial se acercaron hasta el druida y Telperion tras ellos. Los guerreros que
ahí habían caído no tenían heridas abiertas ni les faltaba algún miembro, como
muchos otros cadáveres; sino que tenían la piel enrojecida, quemaduras que describían
extrañas figuras en la piel de los hombres, como si diminutos ríos de fuego los
hubieran cruzado. Los párpados y los labios habían ardido como si el fuego les hubiera
salido del interior.
—He
visto un hombre con estos mismos signos —dijo Bélial más confundido que
horrorizado—, pero no fue atacado por ningún arma.
—¿Otro
elemental? —preguntó Telperion.
—No.
Fue alcanzado por un rayo.
—¡Aquí
hay alguien vivo! —gritó Koríntur desde un lado del campo. El hechicero trataba
de hacer girar un cuerpo que estaba encima del sobreviviente que había
encontrado. Cuando sus compañeros llegaron hasta él, antes de iniciar cualquier
ayuda, la mirada de Telperion se encendió.
—¡Es
un orco!
—No,
es una mujer orco —le corrigió Koríntur con naturalidad. La bárbara había sido
herida de gravedad en casi todo el cuerpo y apenas podía moverse. Miraba a los
elfos con los ojos inyectados en sangre, a los cuales se asomaban destellos de
odio. Pero tan maltrecha como estaba, su enojo sólo podía inspirar lástima.
—¿Qué
podemos hacer? —Hínodel se volvió a Telperion con mirada suplicante de genuina
duda.
—La
bárbara es ella, no yo —sentenció Telperion tras una pausa—. Haremos lo que es
correcto: curarla. Y que sea lo que Ehlonna quiera.
Pero
cuando el clérigo se inclinó sobre la mujer orco, un rumor de pisadas los rodeó
y antes de que ninguno de ellos pudiera reaccionar o decir algo, una voz
desconocida estalló en el campo.
—¡Al suelo y suelten las armas!
¡Están rodeados y no dudaremos en disparar!
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