Primera Historia - El Palacio del Fuego

"El Tirano Mestizo" es una narración dividida en varias novelas, o 'historias'.
Actualmente estás leyendo la Segunda Historia: el Reino de la Guerra.
Y así será mientras el castillo se vea en el fondo de pantalla.

jueves, 26 de septiembre de 2013

II. 3.- El sitio

La voz que les había dado la orden era indudablemente humana, cargada de una furia que le advirtió a los elfos del peligro y no vacilaron en soltar las armas, excepto Estrâik que levantó una cimitarra con puño firme. A su lado, Baltho erizaba su lomo en un gruñido bajo.
—¡No disparen, no somos enemigos! —gritó Bélial. Un coro de golpeteos metálicos levantó su rumor, podían oírse los pasos entre el barro sangriento y dos voces intercambiar unas palabras.
—¡Identifíquense! —ordenó el mismo hombre de antes.
—Soy Telperion, el clérigo en jefe del templo de Ehlonna en Farbonta, a cinco días al noreste de aquí. Si bajan sus armas, el resto de mis compañeros podrán presentarse. Venimos en una misión diplomática y éstas no son condiciones apropiadas para hablar.
Desde algún punto les llegaron un par de risas que no se antojaban amistosas; luego oyeron el chapoteo de unos pasos enlodados. Entre la niebla se dibujo la silueta de un hombre alto protegido por una cota de mallas y faldones de cuero, con el arco en la mano; era de constitución más ágil que corpulenta y aún así podía adivinarse una musculatura definida y poderosa.
—Definitivamente no son orcos —dijo el hombre ya cerca de Telperion; mientras mascaba algo, su tupida barba de perilla subía y bajaba.
—Me alegra que pueda verlo —le respondió el clérigo.
—Entonces no deberían usar éstas —el hombre señaló con la espada las pieles que cubrían a Telperion—. Estuvimos a punto de estropearlas con nuestras flechas.
—Agradezco su retraso, entonces —el clérigo desamarró los cinchos que mantenían las pieles fijas a su armadura.
—Fue por ellos dos —el hombre señaló con la cabeza a Koríntur y Hínodel—, son tan pequeños que sólo alguien muy estúpido los tomaría por orcos.
—Veo que está convencido de nuestra inocencia, pero no veo que dé la orden de bajar las armas. Supongo que nos siguen apuntando.
El hombre, más alto que Telperion, recorrió al elfo con la vista sin dejar de masticar y sonrió.
—¡Compañía! ¡Destensen y enfunden! ¡Formen un perímetro, cinco en el exterior de guardia! El resto, aquí conmigo.
De todos lados vieron acercarse al menos diez siluetas muy parecidas a la primera, pero el rango de esos hombres era marcadamente inferior, a juzgar por sus armaduras de cuero y los arcos, un poco más pequeños.
—Délbar, hijo de Pélebar, de la casa de Guerrodiz —el hombre le extendió la mano a Telperion—, Capitán de la sexta compañía de exploradores al servicio de la corona de Guardiardiente. ¿Dice que vienen del noreste?
—Sí, señor —Telperion contestó el saludo mientras sus compañeros se unían a él.
—¿Y cómo lograron pasar el bloqueo?
Los demás elfos cambiaron una mirada de duda, Telperion simplemente se encogió de hombros.
—Tuvimos suerte, supongo.
—Y una buena idea —agregó Bélial mientras se quitaba las pieles de encima.
—Pues, señor Telperion, lamento decirle que este es un muy mal momento para misiones diplomáticas. Guardiardiente está en guerra.
—Lo sabemos —intervino Koríntur—. Venimos porque recibimos una amenaza de que Guardiardiente atacaría nuestro pueblo.
Telperion miró al hechicero con una mezcla de burla y simpatía. No sabía si Koríntur se proclamaba habitante de Farbonta por cariño legítimo o porque no tenía memoria de otro hogar.
—¿Hace cuánto recibieron esa amenaza?
—Menos de una semana —se apresuró a contestar Hínodel.
—Imposible —el explorador giró la cabeza y escupió—; llevamos una semana sitiados.
—¿Por los bárbaros? —Bélial se situó a lado de Telperion—. Pero ellos no se organizan para combatir y ninguna tribu es lo bastante grande como para trazar un bloqueo alrededor de Guardiardiente.
—Una sola no —dijo el explorador—, pero todas las tribus del paso de Axirk aliadas sí que pueden resultar una jodida molestia.
—Eso no tiene lógica —dijo el bardo como para sí—. No hay razón por la que las tribus formarían una alianza.
—Quisiera que no, pero mire este lugar —el hombre dio un mordisco a la raíz que llevaba en la mano—. Y no es que no disfrute hablar con los únicos amigos que han podido llegar hasta aquí en meses pero necesitamos movernos, éste no es un lugar seguro.
—¡Hey! —todos se volvieron a Koríntur, que le gritaba a uno de los hombres de Délbar—. ¿Estás mal de la cabeza? ¡Baja esa flecha!
El explorador estaba apuntando a la orca herida que los elfos estaban por curar.
—Señor, es que hay una viva…
—No te preocupes muchacho —Délbar le dio una palmada en el hombro a Koríntur—, es nuestro asunto ahora. ¡Góran, mátala de una vez!
—¡No! —ordenó Telperion—. Ni siquiera se está defendiendo.
—Ella es parte del enemigo —lo encaró el explorador.
—No puede luchar, ni siquiera creo que pueda pararse sola —dijo Bélial—. Por honor, deben tomarla como prisionera de guerra.
—¡No vamos a darle asilo a un orco cuando nuestro propio pueblo está viviendo en la ruina!— dijo Délbar con desdén.
—¡No es un orco! —le espetó Koríntur—. Es una orca.
Délbar miró a su alrededor, el resto de sus hombres miraban al grupo con interés; luego vio a Estrâik, cerca de la orca y el explorador que aún le apuntaba y vio que el druida llevaba una mano a la otra cimitarra. Una mirada le bastó para saber que el guerrero del bosque no dudaría en contraatacar para defender a la herida.
—Lo hago responsable de ella —le dijo Délbar con enojo a Telperion—; cualquier daño que haga, por pequeño que sea, usted cargará con su costo. ¡Compañía! ¡En escolta de tres a vanguardia y retaguardia! ¡Los sanadores que tomen a esa orca por prisionera! Andando. Hay que volver a la ciudad.
Telperion miró resentido a Koríntur por el compromiso en que lo había metido. El hechicero le contestó con una sonrisa que fue secundada por Hínodel y Bélial. Al ver que Estrâik se encogía de hombros, el clérigo resopló a través de su espesa barba y marchó detrás de Délbar.

Los exploradores guiaron al cónclave a través de la niebla hasta el costado este de la ciudad. Los elfos pudieron ver una muralla el doble de alto que la que protegía Líbermond, de piedra más oscura y hosca. No estaba formada por ladrillos, más bien eran peñascos informes que, de algún modo, habían sido acomodados de modo que todos encajaban como si hubieran sido moldeados siglos atrás por manos más que hábiles. Sólo pudieron ver la entrada principal a la distancia, un grueso portón de hierro oscuro con un bajorrelieve tallado que no se podía distinguir; ningún tipo de alhaja o metal precioso lo adornaban. Mientras que estas diferencias entre la arquitectura de Guardiardiente y Líbermond emocionaban al bardo y los hechiceros, para Estrâik y Telperion eran el telón de un escenario triste, marchito por la guerra.
Caminaban en silencio, acompañados por el chapoteo de sus pasos en el lodo, el canto solitario de un ave desde algún lado, algo como el rumor de la lluvia lejana. Sólo los exploradores en la retaguardia rompían el silencio con expresiones crueles hacia la orca herida.
Llegaron al pie de uno de los torreones, cuya base sobresalía de la muralla y estaba cubierta por matorrales. Algunos exploradores se apartaron un poco para inspeccionar a su alrededor; al mismo tiempo, Estrâik alzó la vista y se encontró con los ojos de otro guerrero que los miraba desde lo alto del torreón. Los hombres agitaron una mano y Délbar asintió, luego desenvainó la espada y golpeó tres veces entre los matorrales, y las tres veces resonó un eco grave y metálico. Después oyeron la fricción de un metal y luego una voz opacada por el grosor de alguna puerta.
—La vida para el honor —dijo.
—La muerte para la gloria —respondió Délbar con voz cansina.
A estos breves juramentos siguió el ruido de los metales al frotarse, gruesos y largos pestillos que se descorrían, cadenas que soltaban sus amarres y por último, el chirriar de unos goznes. Délbar y otro de sus hombres revolvieron entre los matorrales y quitaron un par de ellos que no tenían sus raíces en la tierra. Los elfos pudieron ver la pequeña puerta secreta en el momento en que era abierta por un guardia desde el interior.
—¿Quiénes son esos? —preguntó con recelo, apuntando la abultada nariz hacia los elfos. La cara, empañada de tierra, apenas era visible entre la poblada barba negra y la melena hirsuta aplanada por un casco mellado en el combate. La perspectiva no ayudaba mucho a descifrar su estatura, pero la forma del torso, las manos y hasta el tono de la voz lo evidenciaban como un enano.
—Los encontramos cerca de la muralla norte —respondió Délbar y volvió a escupir.
—No puedo dejar pasar a ningún extraño.
—Y yo no puedo dejarlos ir con el bloqueo allá afuera.
—A mí me da igual. Si se las arreglaron para pasar, se las arreglarán para salir.
—Todos estamos cansados para discutir. Abre tu corazón, Hierofer. O cuando menos, el paso.
El enano se apartó casi de inmediato con la cara arrugada de tan molesto. Délbar cedió el paso a algunos exploradores antes de entrar él; hizo una seña con la cabeza para indicarle a los elfos que lo siguieran y se inclinó para entrar por la estrecha apertura, más baja que el mismo enano que había abierto. Tras el umbral los aguardaba una espesa oscuridad, apenas dispersa por la luz del exterior. Una docena de escalones descendía hasta una habitación de guardia, en el centro de ésta esperaba Hierofer apoyado en una enorme hacha de guerra. No desvió la atención de los elfos hasta que vio bajar por las escaleras a los dos últimos exploradores que jalaban el cuerpo de la orca remolcado sobre las pieles que llevaron los elfos.
—¡Ustedes se vuelven más estúpidos cada vez que sopla el viento! ¿Qué hacen cargando esa porquería?
—Es prisionera de guerra, al parecer —dijo Délbar sin esconder su molestia.
—¡Es el enemigo! —el enano avanzó hasta la herida con el hacha entre las manos, pero Telperion le cerró el paso.
—Como ya le ha dicho el capitán, la prisionera viene con nosotros. Está demasiado herida como para intentar dañar a alguien, incluso para defenderse. Si su entrenamiento de guerrero no da más que para atacar a alguien en clara desventaja, adelante; puede ser todo lo cobarde que quiera.
—¡Que los demonios se lleven a los pisa-hojas! ¡No tienes idea de con quién hablas, elfo estúpido! ¡Yo ya había matado mi primer orco cuando tú no tenías edad para bailar las tonterías de tu gente! Te mostraré lo que este enano cobarde puede hacer. ¡Enciérrenla y cúrenla! Quiero que pueda levantar su arma sólo para que la suelte cuando muera por la mía. Délbar, habla con estos tipos lo que tengas que hablar y que se larguen, no quiero volver a verlos hasta que les abra la puerta para echarlos.
El enano subió la escalera con furia, a cada paso las placas de su armadura chocaban como si dos hombres se enfrentaran con espadas y con el mismo enojo corrió pasadores y pestillos para volver a asegurar el cuarto que se sumió en la oscuridad apenas dispersa por un par de antorchas en la pared.
—Movámonos —dijo Délbar sin perder la calma­—. Ya me metieron en un aprieto, no quiero hacerlo más grande. Ustedes dos, ya oyeron, con la bestia a los calabozos. Tomaremos un descanso.
Los exploradores hicieron escolta a lado de los elfos y siguieron al Capitán que tomaba una de las antorchas de la habitación para iluminar el oscuro corredor por el que se encaminaron. El techo, las paredes y el piso eran de amplios ladrillos azulados esculpidos en medidas exactas; el aire apelmazado entre los muros aumentaba el sentimiento de encierro, ninguno de ellos recordaba haber visto un sistema de caminos tan amplio construido bajo tierra, Baltho lamía nervioso la mano de su amo, quien le respondía con algunas caricias detrás de las orejas para tranquilizarlo; a Bélial le resultaba parecido a los calabozos en la prisión de Líbermond (los cuales se había asegurado de pisar una sola vez) y ahí no había espacio para caminar.
A pesar de la oscuridad y el encierro, el lugar no era lúgubre, mucho menos silencioso. A lo largo del camino pasaron, en varias ocasiones, por puertas que daban a otros corredores donde podían escucharse personas hablar o comer, pasos y choques metálicos; y no eran sólo voces de guerreros, se oía a niños quejarse, a mujeres ir de un lado a otro, historias de viejos. Aunque el capitán Délbar no había dado más que un par de vueltas, los elfos estaban desorientados; detrás de ellos, los exploradores empezaban una plática en voz baja, algunas risas. Koríntur los miró con disimulo y notó que dirigían sus ojos hacia Hínodel. Se alegró de que no los hubieran desarmado antes de entrar y se mantuvo a la expectativa.
—Listo —Délbar se detuvo a lado del inicio de otro pasillo que doblaba a la derecha y les hizo un gesto con la cabeza para que pasaran—. Pónganse cómodos, si pueden.
Telperion cedió el paso a Hínodel y no se separó de su lado cuando entraron a la habitación en la que desembocaba el pasillo. Koríntur empezaba a sentirse nervioso por el encierro y agradeció que ninguna de aquellas salas tuviera puerta. Los exploradores se liberaron del peso de sus armas y acercaron pequeñas sillas de madera a la mesa en el centro del lugar; no había ningún otro mueble ahí y por las mantas arremolinadas contra la pared, los elfos supieron que esa habitación servía de hogar al grupo.
Un joven explorador se acercó a la elfa y, con una sonrisa, le tendió su silla. La elfa agradeció y cuando el hombre dejó el asiento a sus pies, se alejó con un guiño.
—Debo disculparme por la forma tan austera en que los recibimos —Délbar tomó una vasija de bronce y escupió en su interior todo lo que quedaba de la raíz en su boca—. Nuestra gente no es famosa por su hospitalidad, pero procuramos tener algo que comer y beber para compartir. Ahora, sin embargo, no es posible. Nuestras reservas están contadas.
—Entonces nosotros compartiremos lo que tenemos —dijo Telperion y abrió su mochila, pero descubrió con vergüenza que casi habían agotado sus propias reservas de comida.
—¿Tiene vasijas limpias? —preguntó Estrâik con su voz a medio camino entre hosca y pacífica. Los exploradores cambiaron miradas que apuntaban a la burla, pero Délbar asintió y le extendió otra de las vasijas; tres hombres más siguieron el ejemplo de su Capitán. El druida tomó la rama de acebo y muérdago de su cinturón—. El hambre no debe ser tortura para hombres como ustedes.
—La verdad, podemos vivir con poco —aceptó Délbar con una nota de orgullo.
—Pero la sed es otra cosa —Estrâik agitó el muérdago sobre las vasijas—. Este es un lugar seco.
Mientras agitaba la rama sobre los recipientes, murmuró “Crearis aqua” y el agua surgió del centro de éstas, cada vasija estuvo llena casi al instante, como si una copiosa lluvia invisible hubiera abastecido a los exploradores, que se acercaron sorprendidos.
­—Es fresca —dijo Estrâik y le tendió uno de los recipientes a Délbar, que a mitad de su conmoción, sólo hizo una inclinación de cabeza antes de beber con fruición. Los demás hombres se apresuraron a tomar las vasijas que pasaban de mano en mano para refrescar sus gargantas.
—Ahora no me sorprende que hayan pasado el bloqueo —dijo Délbar con la voz más suave—. Ustedes son hombres de magia.
—Aquí saben poco de eso, ¿no? —soltó Koríntur.
—No nos es desconocida —aclaró Délbar—. Nuestros clérigos recitan algunas oraciones mágicas de vez en cuando, curan nuestras heridas y bendicen el agua. Pero en nuestras condiciones, crearla es como un milagro.
—¿Cómo inició el bloqueo? —preguntó Bélial, con evidente ansiedad por saber la respuesta.
—Primero notamos un comportamiento raro en los bárbaros: dejaron de pelear entre ellos. Luego enviaban emisarios de una tribu a otra; algunos grupos errantes se unían a tribus más grandes.
—¿Los espían? —preguntó Hínodel.
—Es nuestro trabajo —se apresuró a contestar el mismo hombre que le había dado el asiento—; mantenemos a los bárbaros a una milla de distancia del reino y evitamos que entren a las rutas comerciales que conectan con nuestra colonia en los Puertos de Idrial.
—Pero un día fueron demasiados para mantenerlos a raya —dijo otro que revisaba la cuerda de su arco.
—Las tribus crecieron demasiado hasta volverse una sola —dijo Délbar y dio otro trago al agua.
—Debe haber un orco muy poderoso allá afuera —dijo Bélial—, sólo así se puede mantener el control de tantos bárbaros.
—Yo lo vi —el explorador del asiento hablaba más hacia Hínodel que a los demás—. Es un guerrero inmenso, alto como dos de nosotros, con piel de piedra y colmillos del tamaño de un puño. Puede talar un árbol con tres golpes de su hacha y su único ojo está lleno de rabia.
—Todos lo hemos visto —dijo el que arreglaba su arco—. Estrangula hombres con una sola mano. Orcos y guerreros se apartan de su camino cuando enfurece porque toma los cadáveres que encuentra en su camino, los destaza y arroja los restos a la multitud. Cuando oyes los tambores sabes que va a empezar su baño de sangre.
—¿Un solo orco ha sitiado toda una ciudad? —preguntó Telperion, los exploradores soltaron risas amargas.
—Ojalá, maese clérigo —Délbar se sentó a lado de Estrâik—. Eran pocas las veces que debíamos enfrentar a los orcos cuerpo a cuerpo. Generalmente con una lluvia de flechas huían. Pero esta vez llegaron con algo que nunca los habíamos visto usar.
—Máquinas de guerra —sentenció el hombre del arco.
—Catapultas muy rudimentarias —Délbar agitó una mano frente a él para restar importancia a la mención—. Podíamos deshacernos fácilmente de ellas. Nosotros seríamos un grupo de avanzada que distraería a los bárbaros mientras una cuadrilla de guerreros abandonaba la ciudad para destruirlas.
—Ahí vimos al orco —dijo el hombre de la silla.
—Y a su mascota —dijo otro más, que raspaba la mesa con una navaja.
—¿Mascota? —Bélial se volvía a cada hombre que hablaba.
—Esto es lo mejor, muchachos —dijo Délbar con una sonrisa triste—. Un orco, por más monstruoso que sea, no va a replegar a una ciudad entera a su refugio subterráneo. Aquél día creímos que sería una batalla normal entre el reino y los bárbaros, quizá distinta en que esta vez eran muchos más. Pero los tambores anunciaron algo más que al jefe de la tribu. Oímos un rugido que no venía de ningún lugar en el campo de batalla, el rugido estaba sobre nosotros; después una sombra pasó de prisa por el campo y todos miramos hacia arriba. Fue la primera vez en mi vida que vi un dragón real. Peor aún, la primera vez que lo veíamos atacar.
—Su aliento acabó con varios de nosotros en apenas un instante —dijo el del arco con la mirada perdida—. El viento se llevaba nuestras flechas cuando queríamos alcanzarlo al vuelo, y las pocas que llegaban hasta él se rompían con sus escamas.
—Yo logré enterrarle dos —dijo el que estaba con Hínodel—, pero estoy seguro que ni siquiera las sintió.
—Nos distrajo. Nos hizo sentir miedo. Tuvimos que tocar la retirada —seguía el hombre del arco—. Pero Acofisinian voló sobre la ciudad y sembró el pánico, destruyó casas y forjas, golpeó nuestros castillos, sus alas traían la tormenta y sus fauces el estruendo del relámpago, su aliento acabó con muchos inocentes…
—Un dragón azul —dijo Bélial para sí y los exploradores lo miraron con sorpresa.
—¿Lo has visto? —preguntó Délbar.
—Jamás. Lo que no me explico es… ¿cómo consigue un orco que un dragón los ayude a invadir una ciudad? ¿Y para qué quieren Guardiardiente?
—Yo me hago las mismas preguntas, amigo —Délbar tomó otra raíz de su cinturón.
—El Rey no debió ignorar las amenazas de ese hombre —sentenció el explorador del arco con la voz ahogada.
—¿Qué hombre? —se apresuró Telperion y miró a sus compañeros.
—¿Capitán? —en la puerta habían aparecido los exploradores que habían llevado a la orca.
—Adelante, muchachos —Délbar los invitó a pasar con un gesto de la mano—. Descansen.
—Será después, señor —dijo uno de ellos—. Ahora el Rey quiere hablar con usted y con los extranjeros.
—¿Conmigo? —Délbar se levantó y miró a los elfos—. ¿Góran, qué le han dicho ustedes?
­—Nada —dijo el otro explorador—. No sabemos cómo se ha enterado, envió a uno de sus guardias, dice que quiere hablar con “los elfos”.
El Cónclave se levantó nervioso, el gesto de Délbar era ilegible y no sabían si estaba asustado o sólo pensativo. Escupió en la vasija y dijo a media voz:
—Pensé que Hierofer podía meternos en un problema, pero no en uno con el Rey. Andando.