Primera Historia - El Palacio del Fuego

"El Tirano Mestizo" es una narración dividida en varias novelas, o 'historias'.
Actualmente estás leyendo la Segunda Historia: el Reino de la Guerra.
Y así será mientras el castillo se vea en el fondo de pantalla.

martes, 24 de enero de 2012

I. 3 - La primera jornada



Estrâik estiró las piernas en el jardín fuera del templo, caminando en círculos. Había una promesa de por medio. Él también estaba involucrado en el acto, y aunque así lo había querido no podía evitar el peso sobre los hombros. Sin embargo, la Orden de los druidas se había expresado claramente: “haz todo lo que sea necesario”.
—Paciencia —se dijo—. Es lo que siempre dice padre. Paciencia.
Y la calma era necesaria pues el druida cerraba los puños tan sólo de pensar que aquello había sido un asesinato. Las causas se engendran en las pasiones y se pierden por ellas, así que no podía ser tomado como una venganza. La promesa al unicornio debía ser su fuerza.
La puerta del Gran Roble se abrió.
—No seas injusto con tu lobo —dijo Koríntur, dejando salir a Baltho—, no sabe abrir puertas. ¿Estás bien?
—Lo estaré en cuanto encontremos a un responsable.
—Tranquilo, estoy seguro de que lo encontraremos. Lo que me preocupa es enfrentarlo —la simpatía del hechicero calló cuando Estrâik sólo respondió con un gesto seco.
Dentro del templo, Hínodel y Valrya preparaban mochilas de viaje con lo necesario para alimentarse en el camino. Telperion, inmóvil y en silencio, seguía pidiendo perdón al gran símbolo de plata en el altar. En un paño muy limpio entre sus manos guardaba un crimen y una esperanza. Hínodel se le acercó en silencio, le sonrió y le tendió la mochila de viaje. Telperion acomodó dentro el paño con cuidado y la colgó en su hombro.
El choque de las placas de metal anunció a Valrya que cargaba la vieja armadura de su maestro, un espaldar y peto muy sencillos de los que colgaba la cota de escamas como un pez seco; aquí y allá se veían pintadas de naranja herrumbre. Telperion la contempló con nostalgia, recordando viejas y sencillas aventuras. Sencillas, pues pensó tal vez con cierto gusto, que ninguna había sido tan grande y tan importante como ésta.
La edad no le había mermado las fuerzas como para no poder calarse la armadura él solo, ajustando cada pieza tranquilamente. Luego, ajustó el carcaj a la espalda y echó el arco largo al hombro. Ya armado, el clérigo parecía rejuvenecido y más fuerte, listo para los contratiempos.
Salieron del templo y Hínodel tendió a Koríntur y Estrâik sus mochilas preparadas con las raciones necesarias para el viaje, además aceite y paños para hacer antorchas y pedernales para prenderlas. Y toda precaución parecía poca para la elfa, pues no sólo llevaba su ballesta y el carcaj de saetas a la espalda, había agregado en su cinto una espada larga en una vaina de cuero de color claro. Koríntur se volvió hacia Estrâik quien sólo llevaba una cimitarra y se sintió reconfortado de sólo llevar una maza pequeña y vieja al cinto. Recordaba haberla tomado de un bandido en una refriega camino a Faunera. Después de todo tenía mejores talentos que el de las armas.
—Bueno —dijo Telperion tras un suspiro, sujetando las correas de la mochila con ambas manos—, lo mejor es que nos pongamos en camino. Estás a cargo en mi ausencia, Valrya —se volvió hacia el muchacho—. Iremos lo más rápido que podamos, confío en que tú y los demás clérigos puedan hacerse cargo de todo. No desesperen. Adiós.
No era siempre tan frío el carácter del clérigo, pero sabía que las despedidas necesarias deben ser rápidas.
—Que Ehlonna cubra de hojas su camino, maestro —dijo Valrya ocultando el miedo que se adivinaba en sus ojos. Le estrechó la mano a Telperion y luego el grupo de elfos echó a andar calle arriba, con las callejuelas de Farbonta a su izquierda y el bosque de Faunera a su derecha.
Estrâik y Baltho encabezaban el grupo, en las tierras salvajes el sentido de orientación del druida les ayudaría a no desviarse de la ruta más directa a la ciudad de Líbermond; Telperion caminaba detrás de ellos apoyándose en su largo bastón de madera con Hínodel a su lado. Koríntur cerraba la marcha, mientras jugueteaba con un saquito de cuero que le colgaba del cinto.
El rumor del viaje de Telperion corrió rápidamente por el pueblo. Después de unos minutos, todas las ventanas de las casas por las que pasaban se abrían para dejar ver a los asustados inquilinos que temían que el clérigo en jefe los estuviera abandonando. Telperion trataba de no verlos. Con el ceño fruncido seguía avanzando haciendo tintinear sonoramente su armadura, el único ruido claro en el lugar.
De una de las calles, muy bajo, la voz de una anciana se hizo escuchar.
—Sabe que no hay esperanza. Sabe que este bosque está perdido y por eso se va.
A las palabras de la anciana siguió un rumor nervioso que crecía entre la población. Telperion se detuvo apenas un segundo y sin volverse dijo con voz clara y decidida:
—Antes ardería yo a permitir que otro unicornio fuera herido. Serenidad ante todo en los tiempos difíciles. Va para todos —dijo y reanudó la marcha—. Volveremos en un par de días y traeremos ayuda.
Aquellas palabras no calmaron del todo a los curiosos que volvieron a levantarse en un coro de desconfianza mientras los elfos se alejaban en dirección al norte. En poco tiempo llegaron al límite norte del pueblo donde empezaba otra porción de bosque y se perdieron entre los árboles. La anciana negó con la cabeza, aún recelosa.
—Van a la ciudad del norte —dijo mientras se revolvía en su capa—, nada bueno puede salir de ese lugar.

Al silencio intimidante del pueblo siguió la quietud abrumadora del bosque. Era como si toda la vida, advertida del peligro, hubiera huido a un lugar más seguro. Sólo se oían sus pasos sobre la hierba y de vez en cuando una que otra ramita que se rompía, siempre acompañados por el tintineo de las armas y la armadura de Telperion.
—Usted sí sabe organizar aventuras, señor Telperion —dijo Koríntur que veía receloso a todos lados—. Nos dice que hay un peligro mortal en el bosque e inmediatamente entramos en él.
—Puedo asegurarte —dijo el clérigo— que no hay peligro en este punto del bosque. Desde el primer ataque los clérigos han montado guardias en los terrenos cercanos.
—¿Cómo hallaron a los unicornios heridos? —preguntó Koríntur. Telperion soltó un suspiro profundo.
—Algunos llegan buscando ayuda. A otros los han encontrado cuando hacemos alguna incursión más profunda.
—Al sur del Río Verde, supongo —dijo Estrâik sin volverse.
—El Río Verde es el río que alimenta el bosque —explicó Telperion a Koríntur y Hínodel— y tiene una única delta muy en lo profundo de éste. Esa delta es usada por los druidas para sus ritos y congregaciones.
—Entonces tú eres de ahí, ¿no es así? —preguntó Koríntur al druida, que no respondió—, ¿Estrâik?
—No vivimos en ese punto —dijo el druida—, ni en ninguno en específico. Es sólo un punto de reunión. Sin embargo lo usamos como refugio en los momentos de peligro.
—Pero esta vez el refugio se volvió el peligro —dijo Hínodel pasando con dificultad entre las gruesas raíces que sobresalían del suelo.
—Exactamente —dijo despacio el druida—. Un par de miembros de la orden fueron atacados. Pero el fuego también era infrecuente, por eso es que si su origen se oculta en las profundidades del bosque no está cerca del río.
—Suena bastante obvio —río Koríntur, de nuevo Estrâik le reprendió con su silencio.
—Aquí estamos seguros —dijo el clérigo, mirando de soslayo los árboles a su alrededor.

La luz del sol los golpeaba desde el oeste cuando al fin salieron a la pradera. Telperion se detuvo ante el amplio paisaje: un campo sin árboles se abría ante él, la hierba crecía más que en el camino recorrido, pero en un lugar tan amplio resultaba pequeña y compacta. Un sentimiento de ansiedad embargó al clérigo. Hínodel se detuvo a su lado.
—¿Está todo bien?
—Hace años que no salía del bosque —dijo el clérigo tragando saliva con dificultad—, de hecho, éste será el viaje más largo que jamás haya hecho.
—Dijiste tener un amigo en Líbermond —dijo Estrâik.
—Lo conocí en este mismo bosque. Desde entonces nos hemos comunicado por cartas, algunas veces ha venido, pero yo… —dándose cuenta de que aquella turbación era inútil en ese momento, respiró y echó a andar hacia el campo seguido por sus compañeros.
El viento en el campo olía muy diferente al del bosque, ahí no abundaban las hojas ni la savia, ahí el pasto era tostado por el sol y el viento corría libre haciendo ondas inmensas en la hierba, todo ante ellos se abría sin límites aparentes. Después de caminar en silencio por mucho tiempo, Telperion miró hacia atrás y el bosque de Faunera se había vuelto un punto verde detrás de él. Era una suerte que aún lo viera, el campo era un terreno desigual lleno de elevaciones y depresiones tan amplias que no se sentía cuándo se subía o cuándo se bajaba.
En ocasiones, Estrâik y Baltho se adelantaban varios metros al grupo para comprobar que la ruta hacia el norte fuera la correcta. El druida sabía que entre Farbonta y Líbermond no había otra ciudad, así que lo primero que apareciera en el horizonte como un gran asentamiento debía ser Líbermond. Varias veces se volvía y mantenía la vista fija en el sur con la curiosa sensación de que alguien los seguía. Pensó que tal vez era el miedo que tenía a los bárbaros del paso de Axirk, aunque sus asentamientos se encontraban más al sur.
—Suficiente —dijo Koríntur deteniéndose cuando habían llegado a una elevación—, me he portado bien todo el día, he soportado con una sola comida porque vi que nadie quería detenerse, pero el sol ya se está metiendo. ¿Nadie está cansado ni tiene hambre?
Estrâik lo vio un momento y sonriendo negó con la cabeza.
—La verdad, creo que tiene razón —dijo Hínodel—, si queremos mantener un ritmo constante mañana, lo mejor será descansar bien por ahora.
—La dama ha hablado —dijo triunfal Koríntur. Estrâik interrogó con la mirada a Telperion.
—Me parece justo —dijo el clérigo—, pero mañana nos levantaremos con el primer brillo del sol y reanudaremos la marcha.
—Totalmente de acuerdo­ —dijo Hínodel quitándose la mochila.
—Mujeres —musitó Koríntur.
Estrâik echó un último vistazo al sur antes de sentarse a cenar con los demás.

Llegó la noche y con ella la necesidad de repartir las guardias. Originalmente Koríntur sería el primero, pero al terminar la cena bostezaba tan sonoramente que Telperion tomó la sabia resolución de ser él quien cuidara al grupo. Además estaba acostumbrado a las noches de vigilia, orando con los ojos cerrados pero con el resto de los sentidos muy atentos ante cualquier movimiento.
Pasada la medianoche Estrâik despertó para relevar a Telperion. Baltho dormitaba a su lado, siempre haciéndole compañía. El druida se recostó sobre la hierba y contempló las estrellas; cada cierto tiempo se levantaba y daba una vuelta alrededor del grupo, observando el campo desde la elevación que habían elegido para el campamento.
Cuando el cielo empezaba a aclararse en el este, Estrâik se levantó de golpe al mismo tiempo que Baltho. Algo venía del sur. Un ruido agudo y rasposo se había anunciado, sin embargo Estrâik no desenvainó su arma ni alertó a sus compañeros, bastante instruido estaba en el canto de las aves como para saber que ése era el graznido solitario de un cuervo.
—Sabía que no eran ilusiones mías —le dijo al lobo—, alguien nos seguía.
Y efectivamente, el cuervo comenzó a descender, pero mientras se acercaba soltó un graznido fuerte y prolongado, muy parecido a un grito. El cuervo, más que aterrizar, se dio un golpe contra el suelo, rebotó, volvió a caer y giró, todo entre graznidos entrecortados que Estrâik entendió como “¡ay!”.
No le parecía alguien de temer, pero sí había sospechado que un espía alado viajaba tras ellos, podía oír los aleteos débiles. El cuervo se levantó, agitándose; las plumas se le erizaron y volvieron a peinarse. Estrâik sonrió al ave que entre pasitos y aleteos llegó a la altura de la cabeza del hechicero y con mucha delicadeza quitó la tela de la capucha que le cubría la cara. Estrâik quiso prevenir al hechicero pero el cuervo levantó el pico al cielo y movió la cabeza como si contara hasta tres.
Un grito de dolor resonó en el campo.
Telperion y Hínodel despertaron sobresaltados y se levantaron lo más rápido que pudieron, Estrâik no sabía exactamente qué hacer mientras Baltho gruñía. El cuervo picoteaba de manera insistente el rostro de Koríntur mientras este trataba, en vano, de defenderse.
—¡Basta! ¡Basta! ¡Ya es suficiente! —el hechicero se levantó de golpe y encaró al cuervo— ¿Qué demonios te pasa?
Para sorpresa del grupo, el cuervo le contestó.
—¡Tres pintas de cerveza! ¡Un trueque por tres mugrosas pintas de cerveza! —le espetó el cuervo.
—¿De qué estás hablando?
—¿De qué estoy hablando? —y el cuervo se lanzó de nuevo contra la cara del hechicero. Éste, como pudo, lo tomó de las patas y le sujetó el pescuezo.
—¿Dónde estabas? —le preguntó.
—¿Dónde me dejaste?
—¿No estabas en la mochila?
—¡Y ni siquiera te acuerdas! —y el cuervo trató de picarle las manos.
—Pequeño problema —dijo Kortíntur tratando de esbozar una sonrisa al resto del grupo—, en un momento… lo… resolveré.
—¡Suelta al pájaro! —gritó Telperion, a quien no le había caído nada bien la manera tan brusca de despertar. De súbito el hechicero y el cuervo se detuvieron.
—¡Sí, suéltame! —dijo el cuervo volviéndo a picotear las manos de Koríntur.
—Este desagradable animal —dijo Koríntur con dificultad— es Skrath, es… debería ser una compañía mágica, pero, ¿dónde te metiste?
—¡Me cambió por tres pintas de cerveza! —gritó el cuervo a los demás elfos—. Me tomaron por un ave cualquiera de ornamento. Tuve que escapar y luego averiguar donde estabas y luego te metiste a ese árbol grande y luego te tuve que seguir por el bosque y luego hasta aquí y luego…
—¿Y por qué no me llamaste?
—¡Porque quería esperar a que te durmieras! —dijo el cuervo enojado—. ¿Y qué clase de amo desobligado eres? ¡No te diste cuenta que no estaba contigo!
—Creí que estabas en la mochila.
—¡Estaba en la mochila!
—¿Y entonces?
—¡También la dejaste!
­Koríntur levantó la mochila de viaje, recordando que no era la suya. Luego le sonrió al cuervo.
—Pero me encontraste.
—¿Creías que no? —dijo el cuervo soltándose y dando un último picotazo en la frente del hechicero.
—Bueno, al menos ya estamos levantados —dijo Telperion sacando las raciones para un breve desayuno.
Los rayos del sol coronaron el horizonte. Mientras comían contemplaron un amanecer limpio de nubes. Hínodel limpiaba con un paño húmedo las ligeras heridas que el cuervo había hecho en la cara de Koríntur, quitando los pequeños rastros de sangre entre los quejidos aislados del hechicero.
A media mañana ya habían recorrido otra porción de camino. Skrath ahora seguía a la comitiva dando vueltas sobre sus cabezas, su aleteo acompañaba el zumbido del viento contra la hierba y era todo el ruido en la pradera que no venía de los elfos. Cada uno guardaba silencio ocupado en distintos pensamientos.
Telperion trataba de armarse de paciencia y levemente apretaba el paso, mientras más pronto volvieran a Farbonta con una solución, mejor. Estrâik, más que preocuparse por la solución le inquietaba el problema, los incendios tenían, de alguna u otra manera, inteligencia; sabían atacar de manera precisa y se esfumaban sin hacer el mayor daño a su paso, él hubiera querido internarse en las profundidades del bosque y descubrir el secreto pero ese pensamiento ya había hecho desaparecer a otros miembros de la orden.
Koríntur y Hínodel, por el contrario, se entretenían en pensamientos más tranquilos aunque sin quitar la atención del problema central. Hínodel tenía un espíritu arrojado, pensaba que el ansia de aventuras debió ser la razón por la que abandonó las Arboledas del Olvido y la mejor aventura, pensó, era aquella que ayudaba a alguien más. Koríntur sonreía ante la cantidad de coincidencias que había entre sus sueños, las cosas que ocurrían en el bosque y sus nuevos amigos. Además, sentía que incluso aquel campo le era familiar.
Recién pasaba el mediodía cuando el camino empezó a poblarse de árboles bajos con denso forraje, sin embargo éstos tenían un comportamiento extraño: cada cierto tiempo, las hojas se agitaban, como si el árbol sufriera un pequeño espasmo de frío. Aquella era una visión encantadora para Telperion a pesar de que había pasado su vida entera en el bosque y había visto árboles extraños, mágicos y comunes.
Una plancha inmensa en la pradera se adornaba de esas ramas temblorosas, los troncos estaban separados entre sí por varios metros. Debido al camino que seguían, los elfos no cruzaron entre ellos, sólo los veían extenderse hacia el oeste pasando cerca de unos cuantos.
—Qué día más curioso, parece que hoy los árboles están particularmente friolentos —dijo Koríntur viendo los espasmos de un árbol solitario que era el más cercano a ellos.
—Fascinante —dijo Telperion sonriendo—, nunca había visto que algo así pasara. ¿Por qué temblarán?
—No creo que sean los árboles —dijo Estrâik sin detener el paso, tratando de que los demás lo siguieran, pero Telperion ya se estaba acercando al árbol próximo a ellos. Hínodel río del impulso infantil del clérigo ante un mundo nuevo para él.
El clérigo se acercó al árbol y tocó el delgado tronco. Las hojas del árbol volvieron a convulsionarse, con un ruido seco como el aire golpeando las ramas. Levantó la mirada para ver si veía algo entre las hojas pero a pesar de que el tronco era delgado y pequeño, el verdor del árbol era abundante, con trabajos la luz del sol podía pasar. Estrâik suspiró y tuvo que detenerse.
El clérigo levantó su bastón y trató de apartar las hojas con él, algo de color rojizo colgaba entre las hojas, como una flor o un capullo.
—Lo mejor es continuar —gritó desde lo lejos Estrâik—; ya habrá tiempo para ver árboles, hermano.
—Sólo un momento —dijo Telperion apartando las hojas. Súbitamente el capullo rojo se movió y el árbol sufrió una violenta convulsión. Telperion bajó el bastón de golpe pero las convulsiones del árbol no se detenían, el clérigo se alejó del árbol mientras contemplaban cómo algunas hojas caían debido a las sacudidas.
—Telperion, aléjate de él —dijo Hínodel mientras quitaba el seguro que ataba la ballesta al cinto.
Cuando el clérigo dio un paso hacia atrás, del árbol surgió lo que él había visto como un capullo rojo. Una especie de zancudo del tamaño de la cabeza de cualquiera de ellos pero con un cuerpo hinchado, carnoso y rojo brillante; cuatro alas iguales a las de un murciélago se agitaban rápidamente y lo mantenían en el aire mientras unos ojos amarillos, pequeños y bulbosos se centraban en Telperion, apuntándolo con un largo aguijón en el frente de la cabeza.
Todo pasó en un segundo, la criatura se lanzó sobre Telperion y éste alcanzó a agacharse a tiempo para evitar el aguijón en el momento en que una saeta disparada por Hínodel atravesaba al bicho por completo.
Algunos árboles aledaños se agitaron con enojo mientras de ellos emergían más de los bichos. Seis aguijones planearon hacia ellos con toda la intención de clavárseles.
Hínodel recargó aprisa la ballesta pero ahora el vuelo de las criaturas era errático y desigual, aunque muy ágil; Telperion siguió corriendo hasta estar en una distancia prudente para disparar con el arco mientras Estrâik usaba su cimitarra para asustar a los bichos, pero no cortaba más que el aire.
Skrath volaba alrededor confundiendo a los bichos mientras Koríntur sonreía confiado. Levantó el puño a la altura de la cabeza y éste se cubrió de un resplandor azul claro y, como si arrojará una piedra muy fuerte, dio un paso hacia delante.
¡Jactum magicus! —gritó y se escuchó una explosión como un latigazo. De su mano surgió un destello del mismo azul claro que cruzó los aires con un zumbido armónico, volando en zig-zag entre las cabezas de sus compañeros, describió un arco sobre ellos y golpeó al bicho más cercano a Telperion, derribándolo.
La sorpresa que se llevó Estrâik al ver el conjuro del hechicero le hizo bajar la guardia y otra de las criaturas se pegó a su espalda. Baltho gruñía y amagaba mordiscos pero no podía atacar directamente, el bicho escalaba la espalda de su amo y se preparaba a clavar su aguijón. Los demás evitaban verse en la misma situación mientras los bichos simulaban abrazos grotescos con las extremidades puntiagudas. Hínodel, quien se mantenía más atenta a lo que pasaba a su alrededor, corrió hacia el druida sujetando en una mano la ballesta mientras con la otra desenvainaba la espada.
—¡Abajo! —le gritó a Estrâik, éste se encorvó levantando la espalda al mismo tiempo que la criatura clavaba su aguijón y Hínodel cortó éste y sus cuatro patas, dejándolo aturdido en el suelo y listo para que Baltho lo rematara.
Telperion demostraba tener una habilidad con el arco insospechada en él. Aunque no todos sus tiros acertaban, ponía en aprietos a los enemigos mientras varias flechas zumbaban en el aire acompañadas de la vibración de otro conjuro de Koríntur. Cada vez que uno de los bichos era rebanado por una espada o una flecha, una sangre oscura y casi purpúrea caía al suelo o bañaba los filos.
Koríntur soltó un grito ahogado de dolor mientras se retorcía, en un descuido uno de los bichos se le había pegado al cuello y clavaba su largo aguijón en su pecho. Al querer quitárselo con las manos, las patitas se le aferraban a la carne cada vez con más fuerza y en la determinación de no soltarlo abrían heridas con las pequeñas ganzúas. Entonces empezó a sentir que perdía aire y un cosquilleo desagradable en el pecho: el bicho le bebía la sangre.
Estrâik se deshizo de uno más en un golpe acertado y corrió hacia el hechicero, pidiéndole que se detuviera. Antes de que Estrâik llegara, algo cruzó su hombro rápidamente haciendo vibrar el aire: alrededor de Koríntur un destello rosado giraba sin control hasta que se estrelló cerca de la cabeza del hechicero.
Al verse superadas, dos solitarias criaturas levantaron el vuelo asustadas y fueron a refugiarse de nuevo en sus árboles. Koríntur se incorporó y vio al bicho muerto en el suelo. Estrâik miraba con ojos muy abiertos a Hínodel que había dejado caer la espada y aún seguía con la mano extendida en dirección a él.
—¡Pudiste darme a mí! —reclamó el hechicero a Hínodel en medio de su sorpresa.
—Sabes que no —dijo la elfa levantando su espada—. He apuntado bien.
—Lo mejor será que sigamos adelante —dijo Telperion, colgándose el arco de nuevo—, podrían venir más.
—No mientras uses ese bastón sólo para apoyarte —dijo Koríntur antes de tambalearse hacia atrás.
—¿Estás bien? —preguntó el clérigo avanzando hacia él y Koríntur se descubrió una incisión sangrante en el pecho—. Le han drenado sangre. Necesitas descansar pero lo haremos más adelante, donde estemos fuera de peligro. Apóyate en mí.
—Estoy bien —dijo Koríntur soltándose de Telperion justo antes de tambalearse por un nuevo mareo—. Pero… quédate cerca.
—Hechicera —dijo Estrâik asintiendo con la cabeza mientras Hínodel se colgaba su ballesta de nuevo. La elfa le guiñó un ojo.
—¿Qué creías? ¿Qué sólo sonreía y disparaba saetas?

Aún con la debilidad de Koríntur tuvieron que caminar por mucho tiempo, solamente lo dejaron comer algo mientras avanzaban a pesar de tener las provisiones contadas. Estrâik y Baltho se adelantaban al grupo en las elevaciones del terreno para comprobar que fueran por una ruta que les hiciera el camino más corto y esta vez Skrath los apoyaba desde el aire.
Sólo se detuvieron cuando el sol ya no los favoreció y nuevamente buscaron acampar en terreno elevado. Koríntur se dejó caer sobre la hierba respirando con dificultad mientras Estrâik prendía una fogata pequeña.
Debido al estado del hechicero, nuevamente quedó relegado de la guardia. Hínodel se ofreció a hacerla pero a Telperion no estuvo de acuerdo, así que repetirían los turnos del día anterior.
—¿No viste que puedo defenderme bien? —preguntó Hínodel mientras Telperion se acomodaba con su arco en el punto más elevado.
—No dije que no pudieras. Dije que no quería.
El día siguiente fue más tranquilo, el sol calentaba el campo, algunas nubes claras recorrían el cielo creando sombras intermitentes sobre la hierba y un aire fresco y constante les secaba el sudor de la frente. Telperion, sin embargo, se sentía intranquilo. En primer lugar por la distancia, repasaba en su cabeza el camino recorrido y se sorprendía de lo rápido que se había alejado tanto de su pueblo; en segundo lugar la prisa, en cualquier momento podía desatarse otro incendio y él no estaría ahí para hacer algo al respecto.
Lo mejor era mantener la mente ocupada en el camino.
Koríntur, que había recuperado el color por la noche, silbaba una canción para acompañar la silenciosa caminata, que empezaba a incomodarle.
—¿Alguien sabe una canción? —sólo Hínodel se volvió hacia él, pero negó con una sonrisa—. ¿Una historia? ¿Nada? No me quiero quejar pero… esto se pone aburrido.
—No viajamos por diversión, Koríntur —dijo Telperion que no podía apartar la mente de sus reflexiones.
—Sí, lo sé. Pero si la situación ya es bastante grave, ¿por qué dejar que la tristeza nos consuma? Ni la resolvemos con caras largas ni la ignoramos con sonreír.
Estrâik se volvió hacia Telperion que marchaba tras él. Aunque Koríntur llegaba a desesperarlo, no podía negarle la razón.
—Muy bien —dijo Telperion—. Conozco una historia, pero si la cuento tú harás la guardia esta noche.
—Sólo si está bien contada —dijo el hechicero señalándolo como una advertencia amistosa.
Estrâik sonrió mientras Baltho volvía a adelantarse al grupo y Skrath empezó a volar más bajo. Telperon caminó con la vista en el horizonte recordando la historia unos momentos. Luego empezó a relatar.
—Hace tiempo, había un hombre que era conocido por su mal genio y las peculiaridades de éste. No le molestaba que la gente fuera a comer a su casa, ni que alguien le echara un vistazo a las flores de su jardín, la gente lo llamaba por apodos y hablaba mal a sus espaldas pero eso no le molestaba; lo que de verdad lo enojaba eran cosas más triviales, pequeñas e irracionales.
“Le molestaba, por ejemplo, que se le terminara la comida del plato cuando aún tenía hambre, o quedar satisfecho cuando aún tenía comida; le molestaba que la gente guardara silencio demasiado tiempo o que no supiera cuándo terminar una conversación; se enojaba cuando una historia no se contaba completa o cuando ésta se hacía demasiado larga y aburrida; se sentía molesto cuando ninguno de sus amigos estaba en casa cuando él iba a visitarlos y se molestaba si alguno lo iba a visitar cuando él no estaba.
“Una vez incluso se enojó bastante con su vaca cuando se le ocurrió dar leche de más, pues eso significaba tener que trabajar más tiempo del destinado a ordeñarla.
“Tenía, en fin, un mal genio bastante particular, pues donde el resto del mundo se molestaba, él parecía no enterarse de nada y lo que al mundo le parecían tropiezos comunes para él eran errores en su contra.
“Un día recibió la visita de una amiga suya, la cual se había hecho un nuevo vestido de lana largo y fresco, que a cada paso que daba era como un jirón de nube que bailaba. ‘Es un vestido muy lindo’ dijo el hombre tranquilamente. ‘¿Lindo? ¡Si me ha quedado perfecto!’ dijo su amiga saltando de alegría. Sin embargo, el hombre había reparado en un pequeñísimo hilo de lana que salía de la parte baja del vestido. Otra cosa que le molestaba muchísimo eran los hilos sueltos de la ropa, pues éstos se atoraban en todos lados y le parecía que la ropa se veía vieja y fea cuando los hilos empezaban a desprenderse. Un hilo suelto era algo que no podía tolerar en la ropa nueva.
“Su amiga se ofendió cuando él le hizo ver éste detalle como un mal incurable, pues sentía que él veía sólo la calidad de la prenda y no el trabajo que había invertido haciendo el vestido. Sin hacer ninguna pregunta, en un arrebato que tomó por sorpresa a su amiga, el hombre se arrodilló y tomó el vestido por la parte baja. Ubicó el pequeño hilo que salía y trató de jalarlo para quitarlo, pero el hilo no se rompió de inmediato, sino que se deshilachó e hizo un pequeño corte en el vestido.
“Su amiga, horrorizada y ofendida, se llevó las manos a la boca y el hombre se quedó con un largo hilo en la mano, contemplando la rasgadura de dos palmos que había hecho en el vestido de su amiga. Inmediatamente el hombre se ruborizó. Con el afán de arreglar algo que no lo necesitaba, había dañado algo que su amiga valoraba. Ofendida, la mujer salió camino a su casa para ponerse a trabajar de nuevo en el vestido.
“Llegó la noche y el hombre seguía pensando en lo que había ocurrido. La culpa que sentía le hizo variar de emociones, desde la vergüenza hasta el enojo. ‘Si ella hubiera hecho el vestido perfecto desde el inicio, esto no hubiera pasado’, pensó mientras jugueteaba con el hilo en las manos. Para aclarar su mente, decidió salir a caminar al bosque.
“Caminó y caminó mientras aún pensaba en lo que había pasado y mientras aún jugaba con el hilo. Después de andar mucho camino se detuvo. ‘Debería volver y disculparme’ pensó, ‘aunque ella debería entender que yo tenía la mejor intención’ dijo tratando de convencerse de que no había hecho mal. ‘Quisiera no tener que regresar’ dijo finalmente derrotado por sus acciones. Entonces un ruido lejano le hizo apartarse de sus pensamientos.
“Era música, una música alegre y juguetona, flautas, laúdes y tambores sonaban en las profundidades del bosque. Intrigado por la música, caminó con mucha cautela para ver si podía hallar la fuente del ruido. Se internó en el bosque en zonas cada vez más profundas e inexploradas, pero nada le preocupaba que no fuera la música maravillosa que oía. Después de caminar sin saber cuánto y por cuánto tiempo, vio una luz en un claro.
“No dio crédito a sus ojos cuando vio la fantástica imagen: al menos dos docenas de hadas bailaban en círculo. Hombrecillos de barba verde del tamaño de manos tocaban los diminutos instrumentos mientras otros con forma de grillos hacían sonar sus patas; en el centro las haditas de forma femenina y de varios colores bailaban alegremente mientras que otras volaban alrededor; todas las criaturas brillaban y alumbraban su pequeña fiesta.
“El hombre sintió miedo un segundo, no sabía si le estaba permitido estar en ese círculo de hadas. Además, las historias que había oído sobre las hadas del bosque iban desde cuentos maravillosos hasta leyendas aterradoras. Hay que recordar que las hadas son, ante todo, seres enigmáticos.
“Entonces una de ellas lo vio, y cuán grande fue su sorpresa al ver que ésta lo llamaba a entrar al baile. El hombre dudó un momento, pero los hombrecillos de barba verde tocaron con más rapidez y entusiasmo sus flautas. Cuando menos se dio cuenta, el hombre se encontró moviendo los pies dentro del círculo de hadas con sus diminutos anfitriones.
“La mayor de las hadas, grande como una liebre y de un brillante color violeta le preguntó: ‘¿Qué haces aquí, tan lejos de tu casa y tan cerca de la nuestra?’ ‘He querido alejarme de mi casa’ dijo el hombre. ‘¡Alejarte! ¿Pues por qué?’ preguntó el hada. ‘Porque en mi hogar sólo molesto a la gente, no logro ayudar a nadie, me enojo con facilidad por cosas sin sentido y además he molestado a mi mejor amiga por eso’ dijo el hombre ya sin fuerzas para mover los pies. ‘No te preocupes’ dijo el hada sonriente, ‘aquí no tienes que recordar tus problemas, ni te preocuparás por regresar, sólo bailarás, feliz y alegre’, entonces las flautas empezaron un baile distinto, los duendes en forma de grillo tocaron alegres sus patas y las hadas revolotearon en chispas de colores.
“Y el hombre bailó y siguió bailando. Y no se dio cuenta por cuánto tiempo bailó. A veces sus piernas no le daban para más y seguía bailando. Sintió ampollas y que éstas se reventaban y él no dejaba de bailar y la hierba pisoteada por las hadas se tiñó con la sangre de los pies del hombre, pero éste no dejó de bailar.
“Rendido y sintiéndose desfallecer, se desmayó. Y aún inconsciente, algo le hacía pensar que seguía bailando. Cuando despertó, el bosque se había aclarado y las hadas se habían ido. Lo único que lo convencía de que no había soñado lo ocurrido fue el círculo de hierba pisoteada que las hadas formaron en su fiesta. Después sintió una picazón en la barbilla. ¡Qué sorpresa al descubrir que ahora una poblada y larga barba le había crecido! Sus zapatos estaban destrozados y sus ropas estaban rotas en varias partes, además estaba más delgado de lo que recordaba.
“Y a pesar de todo eso se sentía más tranquilo, su mente estaba más despejada, así que decidió volver al pueblo y buscar a su amiga para pedirle finalmente disculpas. Pero al llegar a su casa vio que ésta lucía tétrica y extraña y se asustó al creer que lo habían robado pues la puerta no estaba. Pero en el interior todo estaba en su lugar, sólo que cubierto con una gruesa capa de polvo.
“Pensó que tal vez el viento había soplado fuertemente en la noche y que eso había arrancado la puerta y llenado de polvo todas sus pertenencias. Buscó unos zapatos distintos, se calzó y salió en busca de su amiga, pero al llegar a su casa recibió una nueva sorpresa al ver que quien le abría la puerta no era ella, sino una anciana pequeña y encorvada. Al preguntar por su amiga la anciana lo vio confundida. ‘Yo he vivido aquí por casi diez años’ dijo al hombre, al cual le flaquearon las piernas con la noticia. ‘La mujer que usted busca se fue del pueblo a comerciar sus vestidos y se hizo muy rica con ellos, dicen que ahora vive en la ciudad’.
Sobrecogido por la sorpresa, el hombre volvió a su casa. Caminó lleno de cansancio hasta su cama y al dejarse caer en ella algo sonó bajo la almohada. Metió la mano y sacó un pequeño sobre. Lo abrió y leyó la sencilla nota: ‘Por si llegas a regresar: perdóname por la forma en que me fui, pero entiende que estaba muy triste, así que yo te perdono por la forma en que te fuiste. Mis vestidos ya no tienen hilos sueltos, gracias.’
“El hombre estrechó la carta contra su pecho y fue lo último que supo de su amiga. Había deseado no volver para no tener que enfrentar la vergüenza que le causaba haber ofendido a su amiga y lo había logrado, pero con eso sólo logró ofenderla más. El hada le había dado una gran lección.
“Revolvió su mano y se dio cuenta de que, a pesar de que había pasado diez engañosos años con las hadas, aún tenía el hilo del vestido en la mano.”
Telperion carraspeó mientras subían la pendiente, Koríntur lo miraba con atención.
—¿Y después? —preguntó el sorprendido hechicero.
—Pues ya, es todo —dijo Telperion un tanto ofendido.
—Vaya… —dijo el hechicero y agitó los hombros en un escalofrío—, no es precisamente un cuento alegre.
—Es un cuento —dijo Telperion.
—Y ha hecho que el viaje más tranquilo —dijo Hínodel levantando la vista, el cielo se había oscurecido.
—Cuando lleguemos a lo alto, acamparemos —dijo Estrâik cansado. Era la elevación más pronunciada que habían subido pero eso le daba una buena señal, Líbermond estaba dentro de un valle, así que sentía que debían estar bastante cerca. Sus sospechas fueron confirmadas casi de inmediato por Skrath.
­—¡Luces! —graznó el cuervo que había levantado el vuelo en cuanto el relato de Telperion había terminado—, ¡veo luces adelante!
Se apresuraron a llegar a la cima del pequeño cerro. Al otro lado del valle otro cerro se elevaba aún más alto y en las faldas de éste una gran mancha de luces centelleantes anunciaba un poblado grande y lleno de vida, algo visible aún a la distancia.
—Una noche más —dijo Telperion satisfecho. Estrâik respiró y contempló la mancha urbana con desconfianza.
—Mañana llegaremos a Líbermond.

















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