Del bosque llegaba un leve rumor de
hojas. A excepción de eso, dentro del Gran Roble sólo se escuchaban sus
plegarias en voz baja; siempre las decía en la lengua Celestial, así lo hacía
desde que era un aprendiz y ahora que el bosque y el templo que estaban a su
cargo eran amenazados elevaba sus plegarias con más desesperación, pero nunca
con menos fe.
Farbonta era un
pequeño pueblo apenas percibido por los grandes reinos de los alrededores,
pacífico y aislado, parecía ser una extensión más del bosque; las plantas que
crecían entre los pocos adoquines en el suelo y las enredaderas que subían por
las paredes de las casas o colgaban desde los techos de las más altas daban un
aire rústico a las viviendas, como si el pueblo estuviese abandonado a la
merced de la naturaleza. Los pobladores estaban acostumbrados a hacer de
jardineros comunitarios, más que una responsabilidad o un trabajo, para ellos
era una tradición cuidar la flora que los envolvía. Farbonta era el último
lugar donde uno esperaría que la paz fuera perturbada.
Faunera era el
bosque al este de Farbonta, aunque más conocido que su poblado vecino seguía
siendo un santuario apartado del mundo, así lo querían los druidas que se
habían asentado en él desde hace siglos pues el bosque era hogar las criaturas
más místicas que han pisado esta tierra: los unicornios. Durante las noches más
oscuras, cuando un viajero prestaba la atención suficiente, un brillo
intermitente cruzaba entre los árboles galopando con tranquilidad.
Las leyendas cuentan
que fue ahí donde Ehlonna, diosa de los bosques, dio muerte ella sola a un
dragón verde usando solamente una flecha de su arco y que en el lugar donde el
dragón había caído ella sembró el Gran Roble para ser un templo que protegiera
al bosque de Faunera.
Las hojas volvieron a agitarse con el
viento. Un par de siluetas caminaban desde el bosque y se acercaban al pueblo,
un hombre y una bestia se movían con total serenidad entre las sombras que los
árboles creaban aquella tarde soleada.
El hombre de aspecto
tosco y salvaje contempló el pueblo por un momento con ojos serios. No era un
bárbaro de las tierras del sur, como su vestimenta de pieles podía sugerir, su
semblante era mucho más sereno y pese a sus brazos amplios y fuertes no parecía
alguien violento. Ni siquiera el lobo que iba con él le daba un aspecto
amenazante, ambos guardaban un silencio profundo en el que parecían entenderse
y sus miradas mostraban la misma calma y los mismos pensamientos.
Farbonta estaba
desierta. Dentro de las casas se escuchaba movimiento, de algunas chimeneas
salía humo y las ranas croaban en los charcos, pero el aire estaba tenso y
tanto el hombre como el lobo podían sentirlo. El único movimiento que se podía
ver desde los límites del bosque era el de un hombre trabajando en un jardín al
pie de un roble inmenso.
—Vamos —le dijo el
hombre al lobo y con la misma tranquilidad se acercaron al Gran Roble.
Desde fuera, el
templo de Ehlonna parecía un roble enano en estatura pero amplio de tronco,
dentro de un jardín con pequeñas flroes blancas rodeado de una cerca de madera.
En él, un muchacho de cabello castaño claro canturreaba y se afanaba en el
cuidado del jardín. Vestía una túnica verde olivo, lo que lo presentaba un
clérigo de Ehlonna.
Cuando sintió la
presencia del hombre, el muchacho dio un respingo y se quedó inmóvil un
segundo. A pesar de haber estado cantando con aparente tranquilidad, el miedo
se leía claramente en sus ojos. El hombre de las pieles levantó una mano en
señal de calma sin quitar la vista del Gran Roble. El muchacho parpadeó
confundido.
—Espera aquí afuera
—dijo el hombre con una voz tan serena que era difícil distinguir si estaba
molesto o tranquilo. Al oír la orden, el lobo se sentó sin dejar de contemplar
a su amo.
El hombre entró en
el templo. Algunas bancas estaban dispuestas a las orillas y al centro del
recinto, frente a un altar lleno de hojas húmedas de rocío matutino. Todo en el
lugar parecía surgido de la misma madera del roble excepto por un adorno en lo
alto del altar, un inmenso círculo de plata del tamaño de un hombre en el que
estaba tallada la figura de un unicornio encabritado. El cieno cubría las
partes altas y bajas de las paredes y algunas hierbas pequeñas salían de entre
las tablas del suelo, perfumando el aire con el aroma de la tierra recién
mojada.
Sólo unas velas
pequeñas iluminaban el lugar, aparte de la escasa luz que entraba por la
puerta. El hombre aspiró profundamente, el aire estaba lleno de esa
tranquilidad que el bosque no mostraba últimamente.
En la banca más cercana
al altar, un clérigo oraba de rodillas y en voz muy baja, su concentración daba
fe de la devoción con que hacía sus plegarias. El hombre de las pieles se
acercó hasta el clérigo. Vestía la túnica verde olivo que caracterizaba a los
clérigos de Ehlonna, su cabeza calva estaba inclinada sobre las manos
entrelazadas alrededor de un largo bastón de roble. Teniendo respeto por la
oración, el hombre de las pieles habló con completa calma.
—Buen día, hermano,
estoy buscando a Telperion, el clérigo en jefe de este templo.
Pero el clérigo
continuó orando sin inmutarse. Sintiéndose algo incómodo, el hombre repitió con
más tosquedad.
—Busco a Telperion,
el clérigo encargado de este templo.
Pero de nuevo no
obtuvo respuesta. En el umbral de la puerta apareció la cabeza curiosa del
muchacho. Con un dejo de impaciencia, el hombre se acercó y puso su mano
pesadamente sobre el hombro del religioso.
—Estoy buscando a
Telperion…
En el instante en
que tocó al clérigo, éste giró el bastón en sus manos y la parte que estaba
apoyada en el suelo apuntó a la cara del hombre, el bastón había sido tallado
semejando el cuerno de un unicornio. Apenas un segundo duró esa tensión pues el
clérigo no vio frente a él ninguna amenaza, al contrario, la serenidad del
hombre que había interrumpido sus oraciones le daban la certeza de que era la
respuesta a las mismas. Un tanto apenado, bajó el bastón y se levantó.
—Mis disculpas. No
era mi intención, es la tensión de los últimos días. Yo soy Telperion, el
clérigo en jefe del templo de Ehlonna.
Telperion sonrió a
través de su larga barba blanca, un rasgo muy extraño para un elfo, pero que
acentuaba la sabiduría que emanaba de sus ojos violetas; en ese momento su
mirada transmitía una tranquilidad amistosa contraria a la fuerza que tenía
cuando empuñó el arma.
—No hay problema,
hermano, ninguno de nosotros ha tenido un momento de tranquilidad en días.
—Mucho menos
ustedes, que viven rodeados del peligro —dijo Telperion señalando un tatuaje en
el brazo del extraño, cerca del hombro, donde un árbol formaba un círculo
completo, las hojas cerraban la parte superior y las raíces la inferior—, me
alegra que los druidas se hayan decidido a cooperar con nosotros.
—La Orden es demasiado cerrada,
los ancianos tardaron en reconocer que no podíamos solos contra los incendios.
Mi nombre es Estrâik.
El druida inclinó la
cabeza hacia el clérigo, lo que hizo que Telperion se fijara en el tocado que
llevaba en la cabeza, un gorro de piel adornado con ramas secas a manera de
cornamenta, un signo distintivo entre los druidas. El cabello de Estrâik era
largo y tan oscuro como sus ojos. En un rápido escrutinio, el clérigo encontró
satisfecho que el druida parecía muy apto para la batalla, por las cicatrices
en los brazos vio que era un combatiente resistente y por unos rasgos afilados
ligerísimos en los ojos, la nariz y las orejas supo que no era totalmente
humano.
—Semielfo, ¿no es
así?
—De padre humano y
madre elfa. Antiguos druidas de la orden.
—El hijo de Khôrven.
—¿Lo conoce?
—He oído sobre él.
Veo que traes compañía, adelante, hazlo pasar.
Estrâik sonrió e
hizo un leve gesto con la cabeza al lobo de la entrada, éste se levantó y entró
en el templo con total serenidad, una bestia corpulenta con abundante pelaje
blanco, sólo una franja grisácea que nacía desde el hocico le cruzaba la cabeza
y el lomo e iba a perderse en la cola.
—Es Baltho, mi
compañero. Hemos estado juntos desde que inicié mi entrenamiento en la orden.
Es un lobo muy listo y bastante fuerte.
—Estoy seguro de que
nos será de gran ayuda —dijo Telperion acariciando la cabeza del lobo y con una
sonrisa que se desvaneció al mismo tiempo que terminó la frase. Estrâik pudo
reconocer un gesto de dolor en Telperion y pensó que lo mejor era darse prisa
con la misión que lo había llevado hasta ahí.
—La Orden me encomendó apoyarte
en todo lo que pueda, y soy consiente de los peligros que podemos correr. Estoy
dispuesto a arriesgarme, así que en cuanto tengas un plan, podemos comenzar.
—Yo tengo la misma
disposición, Estrâik, pero creo que si nuestros esfuerzos han fallado, todo se
debe a la ignorancia. No sabemos contra qué estamos peleando.
—Los druidas que han
sobrevivido cuentan que los incendios comienzan de la nada. Algunos aventuran
ideas más extrañas en las que el fuego nace de la tierra, o baja del cielo.
—Ahora puedo creer
lo que sea —Telperion se sentó en la banca en la que antes oraba—; los
unicornios que hemos sanado hablan de que el fuego camina, dicen que corre y
que embiste contra ellos.
—¿Han sanado a
muchos unicornios? —preguntó Estrâik lentamente. Telperion tragó saliva y bajo
la cabeza. Adivinando la respuesta, Estrâik se quitó el gorro en señal de duelo
y Baltho soltó un lamento muy pequeño.
Días antes la
tranquilidad del bosque se vio alterada por un incendio como Telperion jamás
había visto. El fuego se inició en el lado norte y se movía rápidamente hacia
su centro. No crecía, se movía. Se prendía repentinamente, carbonizaba varios
metros de vegetación y con la misma velocidad se apagaba, avanzando hacia otro
punto.
La noche que eso
ocurrió los clérigos de Ehlonna salieron a los lindes del bosque para restaurar
la vegetación que se pudiera. En el silencio de su labor pudieron escuchar a la
distancia el relinchar de un unicornio, un llanto lastimero y fuerte que alertó
a Telperion. Acompañado de una pequeña comitiva de clérigos y pobladores
entraron al bosque para investigar qué había ocurrido. En su camino escucharon
que algo galopaba hacia ellos, un momento después vieron salir de entre los
árboles al unicornio herido cojeando de una de las patas traseras. Algo lo
había quemado.
Desde esa noche los
ataques a unicornios continuaron. A pesar de que el bosque estaba lleno de
ellos, los pobladores de Farbonta no estaban acostumbrados a verlos tan
seguido; pero ahora a cada momento llegaba algún unicornio herido al templo y
otros más eran rescatados por los clérigos. Y de los incendios nadie podía ver
nada, sólo que repentinamente se elevaban sobre los árboles largas columnas de
humo negro. Ésa solía ser la señal de que pronto algún unicornio sería atacado.
Siendo los
protectores del bosque, los druidas habían tratado de intervenir por su parte
sin obtener buenos resultados. Los antiguos de la Orden de la Arboleda Verdeante
acordaron que lo mejor era aliarse al templo de Ehlonna, apelando al respeto
que el clérigo en jefe tenía en la localidad, y siendo los clérigos más
comunicativos que los druidas, éstos pensaron que alguna otra alianza podría
surgir y apoyarlos.
—¿Tenemos más
aliados? —preguntó Estrâik, recordando lo hablado en la Orden.
—Es probable —dijo
Telperion, la noticia parecía reconfortarlo—. He escrito a un viejo amigo en la
ciudad de Líbermond, un mago muy sabio que en algo sabrá ayudarnos.
—Líbermond —repitió
Estrâik con un pequeño gesto de disgusto—, la ciudad del norte, ¿no?
—La gran ciudad del
norte —dijo Telperion sonriendo ante el desagrado de Estrâik—. Entre tanta
gente debe haber alguien dispuesto a ayudar.
Telperion sabía que
los druidas no gustaban de la presunción material o la vida ostentosa. Eran
gente sencilla que vivía de lo que proveía la naturaleza, sin exigir más ni
quejarse de alguna carencia, sólo viviendo en armonía con el entorno. Todo lo
contrario a Líbermond.
—Tendremos que ir
para allá. Además —el semblante de Telperion volvió a ensombrecerse—, cualquier
ayuda en este momento es buena. Es necesaria.
Baltho alzó la
cabeza y olfateó el aire. Estrâik también presintió que alguien se acercaba y
un segundo después una voz femenina llegó desde la entrada del templo. Con la
luz del atardecer sólo podía distinguirse una silueta delgada y de largo
cabello hablar con el clérigo joven que afuera cuidaba las plantas, y un
momento después avanzar algunos pasos dentro del templo.
—¿Hay visitas, maese
Telperion? —preguntó. Telperion alzó la vista y sonrió con simpatía a la mujer.
—Sí, pequeña, y muy
gratas. Él es Estrâik, un druida enviado de Faunera para ayudarnos con el
misterio del fuego en el bosque. Hermano Estrâik, ella es Hínodel Berethani.
Hínodel se acercó
hasta donde hablaban, la silueta se reveló como una hermosa elfa de piel muy
clara con grandes ojos color miel. Una larga cabellera negra y lacia caía hasta
la parte baja de su espalda, donde un cinturón de cuero sostenía una gruesa
ballesta de madera, cosa que sorprendió a Estrâik pues con su baja estatura, su
apariencia amable y la fragilidad de su paso, no se esperaba que Hínodel
pudiera ser alguien preparado para el combate. Su atuendo era sencillo pero muy
bien aliñado, botas de viaje y pantalón marrones y una blusa bordada blanca con
detalles rosas, todo daba señas de haber sido usado en un largo viaje.
—Es todo un honor,
hermana Hínodel —dijo el druida haciendo una reverencia.
—¿Alguna noticia
nueva? —preguntó el clérigo.
—Encontré a otro que
fue atacado. No es demasiado grave, él pudo encontrarme a mí. Aún así, necesita
cuidados. Le he pedido a Valrya que lo ayude a lavarse en el estanque.
—Gracias, pequeña.
Supongo que tendrán hambre. Hínodel, ¿por qué no buscas algo en la alacena
mientras yo echo un vistazo al unicornio?
—Muy bien.
—Me gustaría
acompañarte, hermano —dijo el druida y luego se volvió hacia el lobo—. Tú hazle
compañía a Hínodel, Baltho.
El lobo movió la
cola mientras Hínodel le rascaba detrás de las orejas.
Telperion condujo a
Estrâik al lado derecho del altar, donde iniciaba un pasillo que se extendía
por la parte trasera del templo, ahí estaban la puerta de la alacena, unas
escaleras de caracol que conducían a un nivel superior y más al fondo otra
puerta. Caminaron en silencio, acompañados solamente por el golpeteo del bastón
de Telperion.
La puerta daba a un
pequeño jardín en la parte trasera del Gran Roble; varias plantas, árboles
pequeños y rocas daban cierta privacidad al lugar, sin hacerlo de ningún modo
secreto. A Estrâik le recordó el modo en que los druidas marcaban sus
santuarios.
En el centro del jardín
había un estanque grande y poco profundo, de unos diez pasos de largo; por el
brillo cristalino y el olor a césped, el druida supo que ese estanque era
creado por el Río Verde, que alimentaba a la vegetación de Faunera.
Al otro lado del
estanque, un unicornio se inclinaba a beber de él. Del mismo tamaño que un
caballo pero menos voluminoso, tenía las patas fuertes y ligeras, el pelaje era
muy blanco y en la cola y las crines era largo y abundante, como jirones de
nube; unas pezuñas negras y hendidas se apoyaban con firmeza sobre la hierba,
mientras el cuerno, de unos cuatro palmos de largo, reflejaba su brillo en la
superficie del agua.
Era una visión
tranquilizadora, hasta que giró un poco la cabeza. Tenía una quemadura que se
extendía desde el cuello hasta la parte baja del ojo derecho, el pelaje estaba
chamuscado y la carne blanca había enrojecido severamente.
Estrâik apretó los
puños y tomó aire.
—Buenas tardes,
amigo —dijo Telperion al unicornio, acercándose lentamente y tratando de
esbozar una sonrisa tranquila—. Yo soy Telperion, el clérigo en jefe del templo
de Ehlonna.
El clérigo más joven
se acercó con una gran hoja de árbol en la mano que usaba para contener una
pasta verdosa y brillante que se adivinaba estar hecha de distintas hierbas
machacadas.
—Ya has conocido a
Valrya —continuó el elfo—. Lo que te va a poner es solo un ungüento que
preparamos para refrescar la piel y sanar la quemadura. Puede arder un poco al
principio, pero te sentirás mejor.
El unicornio levantó
sus grandes ojos grises hacia el clérigo. Telperion hizo una señal con la
cabeza a Valrya y éste se puso al lado de la quemadura. Un tanto nervioso, tomó
un poco de ungüento con los dedos y lo aplicó sobre la herida. El unicornio
sólo se movió levemente hacia un lado y parpadeó.
—Gracias —dijo el
unicornio, con una mirada que oscilaba entre la tristeza y el enojo.
—Para eso estamos
—dijo Telperion tratando de reconfortarlo con la voz—. Sé que puede ser un poco
rudo en este momento, pero me gustaría saber cómo fuiste atacado y qué fue lo
que viste. Tratamos de descubrir qué está causando los incendios y detenerlo,
queremos ayudarlos. Como puedes ver, somos amigos, a todos nos afecta de alguna
u otra manera. ¿Cuál es tu nombre?
El unicornio alzó la
cabeza y parpadeó un segundo, evaluando al clérigo. A pesar de que los
unicornios sabían del clero de Ehlonna no tenían trato directo con él. En eso
Estrâik comprendió al unicornio, los druidas también se volvían recelosos
frente a todo aquel que fuera ajeno a su comunidad.
No esperaron mucho
la respuesta del unicornio, pues el silencio fue interrumpido por un ruido muy
fuerte cuyo eco se elevó en el cielo. Las aves cercanas alzaron el vuelo y
todos se volvieron hacia el templo, sumidos en un súbito silencio. Algo había
explotado.
—¿Otro incendio?
—preguntó aterrado Valrya.
—No —dijo Telperion
con mucha preocupación, y fue rápidamente hacia la puerta—. Eso vino del
pueblo.
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