El ruido metálico de la reja al abrirse les previno
del guardia que se había acercado sin llamar la atención.
—El maestro Mirdin
los espera —dijo y la luz de la lanza brilló en sus lentes. Los terrenos de la Academia se habían
llenado de guardias tan rápido como ésta se había unido con las sombras. Varias
siluetas marchaban haciendo ronda a su alrededor.
—Después de
esto, buscaremos tu anillo —dijo Hínodel al lado de Telperion, mientras
caminaban detrás del guardia.
—Eso es lo que
quiere que hagamos —dijo el clérigo con la voz tensa.
—Entonces… ¿que
se lo quedé?
—No puedo dejar
ese anillo en manos de cualquiera. Es un sello distintivo del clero de Ehlonna.
—Será un
problema dar con él —dijo Estrâik—. En una ciudad tan grande.
—No —aseguró Telperion—,
estará justo donde lo encontramos. Esperándonos.
—¿Cómo lo sabes?
—preguntó Hínodel. Por respuesta Telperion se volvió a ella y le sonrió con
pena. La elfa entendió e hizo una mueca de desagrado.
El zumbido se
crecía conforme se acercaban a la torre, una imagen como de cristal muy pulido
era el único indicio de las escaleras. Pero Mirdin no estaba en ellas esta vez,
el guardia avanzó frente a ellos y abrió la puerta invisible, revelando el
majestuoso recibidor en penumbras, donde el zumbido exterior y el viento de la
noche guardaban un silencio sustituido por el calor de las esferas lumínicas en
el techo.
—Aguardaremos un
minuto —dijo el guardia.
Los elfos
esperaron en silencio conteniéndose incluso para respirar. En la solemnidad de
la sala flotaba un aire distinto al de la noche anterior, una opresión o una
densidad extraña. Koríntur pensó que debía ser que tenía un mejor recuerdo del
lugar, o que la última vez no había pasado tanto tiempo sin moverse.
Telperion tuvo
un mal presentimiento cuando una sombra alargada apareció en el rellano de la
escalera. No era Mirdin. Era otro mago, un poco más alto y de piel morena, con
una barba pequeña de perilla y la cabeza rapada excepto por una pequeña porción
en la parte trasera de la coronilla, donde el cabello estaba amarrado en una
coleta, todo de un brillante color negro. El mago se envolvía en una túnica
igual a la de Mirdin pero en lugar de detalles púrpuras, éstos eran rojos e
intensos y el broche de la capa era un ópalo de fuego que centelleaba con cada
paso de su portador.
—¿Ustedes qué
hacen aquí? —su voz era grave y segura—. ¿Por qué ha dejado entrar a estos
desconocidos?
—Órdenes del
maestro Mirdin, señor —dijo el guardia con respeto.
—Pues hay que
recordarle a Mirdin que está prohibido que los extraños entren en la Academia. Sobre
todo a estas horas.
—Le aseguro que
no hay de qué preocuparse —Telperion intentó sonar tranquilo—. Somos amigos de
Mirdin y no tenemos ninguna mala intención.
—No puedo
asegurar eso —dijo el mago con gesto despectivo.
—Pero yo sí —la
amable voz de Mirdin bajo desde las escaleras. El mago caminaba lentamente
sonriendo con calma al grupo. Entre las manos sostenía un paquete alargado
envuelto en lo que parecía ser seda. A pesar de su carácter risueño, los ojos
de Mirdin dejaban ver el cansancio de una larga jornada de trabajo.
—¿Entonces le
parece correcto pasar por alto las reglas de la Academia sólo por sus amistades,
maestro? —dijo el mago con una solemnidad que rayaba en la amenaza.
—De ningún modo,
Vortigern, de ningún modo. Tampoco me parece correcto dejarlos esperando afuera
cuando las calles se vuelven inseguras. Sólo han venido a hacerme una consulta.
Los dos magos se
sostuvieron la mirada un segundo. El mago al que Mirdin había llamado Vortigern
cruzó los brazos arremolinando su túnica y dijo con una calma aún más
amenazante.
—Confío en su
buen juicio, maestro Mirdin. Por eso sé que dada la inseguridad, no dejará que
nadie ajeno a la Academia
se hospede aquí. Habiendo tantas tabernas en la ciudad. La noche aún es joven y
además —agregó con una desagradable sonrisa y mirando de soslayo las armas de
los elfos—, dudo que sus amigos estén indefensos. Lamento las molestias.
Hizo una breve
reverencia al Nigromante y se fue ondeando su capa escaleras arriba.
—Gracias por traerlos,
Céfirus —Mirdin hizo una inclinación de cabeza hacia el guardia—. Por favor,
espera afuera.
El guardia
asintió y salió del recibidor.
—Si causamos
algún problema… —comenzó Telperion con pena, pero Mirdin lo interrumpió con un
gesto despreocupado de la mano.
—Ustedes no son
ningún problema, amigo mío. Sin embargo, me temo que esta noche no podrán
quedarse aquí. Aunque sea desagradable, Vortigern tiene razón, las reglas son
las reglas y ustedes no deberían estar aquí.
—Entendemos
—dijo Telperion y le sonrió a su amigo—, y agradecemos el riesgo que ha
corrido.
—Por mí lo
correría toda la semana —dijo devolviéndole la sonrisa—, pero ustedes tienen un
asunto más importante y será mejor que se apresuren a volver a tu tierra.
Desenvolvió el
paquete que tenía entre las manos. Dos flechas brillaron con la luz de las
velas, sólo que a diferencia de las flechas normales no había madera en ellas,
todo era de un metal que brillaba con fuerza, y aún así lucían frágiles y
claras como el cristal.
—Fue difícil,
pero de un solo cuerno he podido sacar suficiente materia para hacer dos
flechas. Es plata de unicornio. Si las tocan verán que están tan frías como el
hielo, y ésa justamente es su fuerza.
Telperion tomó
con cuidado las flechas y las examinó. Eran perfectamente rectas y los filos
eran tan agudos como los mismos cuernos de los unicornios.
—Los huesos
guardan la memoria de la criatura que alguna vez fueron —continuó el mago—. El
cuerno que trajeron tenía la esencia de su dueño, la cual me comunicó lo que
hay en tu bosque, amigo Telperion. El fuego camina y se mueve como si viviera,
pero no es un fuego tranquilo como el del hogar, sino flamas con sed de crecer,
de consumir y reducir lo que puedan a cenizas. Es un fuego malicioso que sin
lugar a dudas salió del Plano Elemental del Fuego. Para que ese plano se
conecte con el nuestro, debe haber un portal abierto en pleno bosque. Ese
portal es tu enemigo primario. Si quieres terminar con los incendios debes
encontrar el portal y cerrarlo. Las flechas son lo suficientemente frías como
para dañar el portal de Fuego, pero úsalas con cuidado, porque en cuanto la
punta se estrella con algo liberan toda su energía.
“El bosque es
ahora territorio de los invasores, por lo que tratarán de evitar que lleguen al
portal, por eso es que los unicornios son atacados, cuando están demasiado
cerca el fuego los aleja. Mientras más cerca estén, el fuego se hará más agresivo,
no desesperes y guarda las flechas para el último momento porque cuando llegues
al portal lo más seguro es que también tengas que enfrentarte a quienquiera que
lo haya abierto, y te aseguro que es una poderosa criatura elemental.
—No tengo cómo
pagar este favor —dijo Telperion—, sólo dándote mi palabra de que te lo
devolveré y que no dudes en pedir ayuda en todos los momentos de necesidad que
tengas.
—Siempre es
agradable hacer algo por los amigos —dijo el nigromante sonriendo—. Me hace
sentirme útil. Muy bien, ahora… de verdad, lamento mucho que no puedan quedarse
aquí otra noche.
—Ya has hecho
suficiente por nosotros, Mirdin —dijo Telperion y agregó con cierto recelo en la
voz—, además, hay un pequeño asunto que de verdad quiero resolver esta misma
noche.
—Muy bien. Los
acompañaré a la puerta. Cuando estés de vuelta en Farbonta, házmelo saber, por
favor.
—Lo haré, Mirdin
—se detuvieron en el umbral de la puerta de la Torre Rólegard, el guardia los esperaba unos
metros más abajo, al pie de las escaleras invisibles. De nuevo sintieron el
viento frío que soplaba con un poco de fuerza.
—Buen viaje,
amigo mío —dijo el nigromante dándole un abrazo a Telperion.
—Gracias por
todo —respondió el clérigo.
Mirdin se
despidió de cada uno de los elfos antes de volver a entrar a la Torre. Los elfos siguieron al
guardia a través del patio de la
Academia , en un silencio que era sólo interrumpido por el
zumbido de las esferas.
—Supongo que volveremos
con el ladrón —dijo Estrâik rompiendo el silencio una vez que abandonaron los terrenos
de la torre.
—No dejaré que
se salga con la suya —Telperion mientras metía con cuidado las flechas en su
mochila—. Ya sabía yo que no era alguien de confiar.
—Pues yo no sé
qué pensar —dijo Koríntur mirando el cielo junto con Skrath—. Tal vez sí sea un
ladrón, pero tenía razón. Sin usar ni un conjuro supo el origen del fuego.
Hínodel sonrió
resignada.
La calle se llenaba del ruido de multitudes
embriagándose en tabernas lejanas. Las farolas parpadeaban con colores extraños
alargando las sombras de los elfos sobre los adoquines.
—¿Alguien
recuerda cómo llegar? —preguntó Koríntur.
—“El bicho”
estaba por ese camino —dijo Hínodel señalando una callejuela frente a ellos.
—Hay que darnos
prisa —dijo Estrâik—, ya quiero salir de esta ciudad.
Estrâik se puso
a la cabeza del grupo y Koríntur cerraba la marcha mientras Baltho y Skrath
rondaban alrededor. Cada vez que llegaban a un cruce de caminos escuchaban el
bullicio lejano del centro de la ciudad, mientras que en su camino apenas y
veían algún caminante solitario o un pequeño grupo de faroleros que se hacían
bromas pesadas.
Cuando llegaron
a la calle de “El bicho” la noche había sumido el lugar en unas sombras tan
profundas que no podían ver por dónde andaban en la estrecha callejuela.
Se guiaron por
las luces en las ventanas de “El bicho” para rodearlo hasta que entre las
sombras resaltaba el letrero de “El ojo de Gruumsh”. La suciedad en las
ventanas apenas y dejaba salir una tímida luz que sólo era visible vista de
cerca; de lo contrario, “El ojo de Gruumsh” parecía un lugar abandonado.
Koríntur se paró
frente a la puerta viendo a sus compañeros y Skrath bajó a posarse en su
hombro. El hechicero fue el primero en entrar.
Si “El ojo de
Gruumsh” era perturbador durante el día, de noche era deprimente. La quietud
nocturna permitía poner más atención a los chillidos y olor de los cerdos y las
pocas velas del lugar sólo conseguían acentuar más las sombras. Aún así, el establecimiento
estaba lleno. Un numeroso grupo, conformado en su mayoría por medianos, jugaban
a los dados y bebían en una esquina; en otra mesa los enanos apostaban a quién
podría beber más; un guardia de la ciudad pequeño y rechoncho bebía en la barra
y un grupo de exploradores fumaban en sus pipas mientras soltaban carcajadas
obscenas. Además, por todas las mesas rondaban mujeres humanas y gnomas,
insinuándose a los comensales y ocultando la coquetería de sus ojos entre las
volutas de tabaco.
Al sentir la
mirada de los exploradores cercanos, Telperion se acercó a Hínodel, pero ésta
se limitó a quitar el seguro de la ballesta en su cinto y, de manera muy
discreta, jugaba con una saeta en su mano.
Koríntur se
acercó a la barra. Garulf el tabernero seguía con su habitual gesto de mal humor
y apenas movió la cabeza cuando vio a los elfos acercarse.
—Cerveza —dijo
Koríntur con rudeza. Cuando Garulf se volvió para servirla, sonrió ante el gesto
de reprobación de Telperion.
—¿Lo ves por
algún lado? —preguntó el clérigo a Estrâik.
—No creo que nos
lo ponga tan sencillo —dijo el druida sin perder detalle del lugar. Estaba
seguro de que el grupo de medianos murmuraba y los señalaba, aunque la luz no le
dejara ver sus caras con claridad.
Una mujer de
cabello rizado se acercó a la barra. Garulf sirvió la cerveza de Koríntur y le
tomó la orden.
—Disculpa —dijo
Hínodel a la mujer—. ¿Conoces a Bélial?
La mujer
recorrió rápidamente a Hínodel con la mirada y le sonrió.
—¿Te debe
dinero? Si es así, debió desaparecer en cuanto te vio.
—No me… ¡no es
por dinero! —dijo Hínodel sin ocultar su ofensa.
—¿Estaba aquí?
—preguntó Telperion.
—Claro que
estaba aquí, no se le permite salir por la noche.
—¿Quién no se lo
permite? —preguntó el clérigo. Garulf dejó un tarro de cerveza frente a la
mujer al mismo tiempo que soltaba un resoplido tan fuerte que levantaba el
polvo de la barra.
—Garulf es de
los pocos que se han cobrado lo que Bélial les debe.
—¿Lo conoces
bien? —preguntó Hínodel.
—¿Tú no?
—respondió la mujer con una sonrisa insinuante y Hínodel estuvo a punto de
romper la saeta que llevaba en la mano.
—Si no puede
salir, ¿dónde está? —preguntó Telperion.
—Escondido,
seguramente.
—Era de
esperarse —dijo el clérigo.
—Sí, le
desagradan los exploradores de la ciudad —dijo la mujer riendo antes de dar un
trago a su cerveza.
—¿Les debe
dinero? —preguntó Hínodel con sorna. Y antes de que la mujer pudiera dejar de
beber para responderle, de la mesa de los exploradores se elevó una voz.
—¡Música,
Garulf! ¡Queremos música!
Los enanos
negaron con la cabeza, pero el grupo de medianos apoyó la petición de los
exploradores. Garulf hizo una mueca grotesca, que podía entenderse como una
sonrisa. Tomó una escoba de detrás de la barra y golpeó el techo con el mango.
—¡Sierpenegra! ¡Trae tu lira para acá!
—Es por eso —le
dijo la mujer a los elfos—. Lo han tomado como su bufón personal.
—Me extraña que
no haya intentado escapar —dijo Koríntur burlón, la mujer se le acercó,
sonriéndole con amabilidad.
—Lo ha intentado, guapo. Pero Garulf es… más
influyente de lo que parece —y luego giró sus ojos hacia la mesa de los
medianos. Estrâik, que los vigilaba desde que habían llegado ya había notado
que cada uno llevaba varias dagas y algunos pequeñas ballestas—. Las cofradías
de ladrones lo tienen en alta estima y Sierpenegra
no es tan tonto como para poner a una cofradía entera en su contra.
—Esto va a ser
divertido —dijo Koríntur al oído del druida, señalando el fondo de la taberna. Bélial
se acercaba desde detrás con una sonrisa claramente fingida, saludando con pena
a los exploradores. Entre las manos traía lo único en su aspecto que se mantenía
brillante y bien cuidado: una lira negra con cuerdas blancas y brillantes. Bélial
se volvió hacia Garulf para dirigirle una mirada de rencor, pero sus ojos se
detuvieron en los elfos. Un gracioso gesto de sorpresa apareció en su cara.
—¡Música!
—repitió uno de los exploradores— ¡Música para esa hermosa mujer que ha
llegado! ¡Yo pago!
—Ten cuidado —le
dijo la mujer a Hínodel—. Se vuelven tercos cuando beben.
Bélial apartó
con el pié una de las sillas cercanas a él y subió a ella. Algunos aplausos se
escucharon en el lugar, mientras que los enanos abucheaban y le empezaron a
escupir cerveza entre grandes risotadas. Bélial sólo podía sonreír resignado.
Sin embargo, cuando empezó a hablar, no necesitaba hacer mucho esfuerzo para
hacerse oír entre la multitud.
—¡A la cortés y
hermosa extranjera pasajera, que esta noche ha bendecido éste lugar tan
perdido, se le han dedicado versos, música y esfuerzos! ¡Atención, atención!
¡Atención a la canción que amerita la ocasión!
Rasgó una vez
las cuerdas y Garulf dio un golpe en la barra. Todos guardaron silencio y Bélial
se volvió rápidamente hacia el semiorco.
—Solo música
—dijo Garulf amenazadoramente—. Sin trucos, sin magia. Solo música.
Bélial asintió
con una sonrisa tímida. Luego saludo con cinismo a Telperion y terminó poniendo
los ojos en Hínodel. De un golpe, la elfa clavó la saeta en la barra.
Entonces Bélial
empezó a tocar.
Era como si la
música suavizara el aire y lo aligerara; unos arpegios rápidos que eran casi
golpes sobre las cuerdas hicieron que algunos medianos aplaudieran al compás. A
pesar de su velocidad, las notas eran amables y alegres, y bien oídas podían
relajar el humor. Bélial se pasó la lengua por los labios y comenzó a silbar
una melodía antes de empezar a cantar.
Si de los campos tomamos
mañanas y atardeceres
para volverlas mujeres,
sólo veremos que erramos.
No hay flores, soles o días,
noches, estrellas o vientos
que igualen los sentimientos
que siento en su compañía.
Porque pienso que cantar
para igualarte es tan poco
que si me atrevo es por ver
si sólo así te provoco.
Pues si bajo las estrellas,
llamo ninfas, corto flores,
y otras bellezas mayores
serán, por ti, menos bellas;
si son para convencerte
de que sonrías y lo haces,
¡que con tus ojos me abraces
sólo para engrandecerte!
Porque pienso que cantar
para igualarte es tan poco
que si me atrevo es por ver
si sólo así te provoco.
Y si las mujeres son
una creación ejemplar,
a todos reto a dudar
sólo de tu perfección,
pues ángeles en los cielos,
o sirenas en el mar,
o ninfas para encantar,
frente a ti, que ardan de celos.
Porque pienso que cantar
para igualarte es tan poco
que si me atrevo es por ver
si sólo así te provoco,
pues la belleza no sirve
si no hay nadie que la vea,
yo tengo ojos para ver
y un alma que te desea.
Bélial terminó
con dos golpes de bota en la silla y saltando para bajar de ella. La gente de
la taberna aplaudía y brindaba mientras reían. Bélial se volvió hacia los elfos
y les hizo una profunda reverencia, mientras Koríntur devolvía la sonrisa
levantando su tarro de cerveza hacia él. Incluso Telperion le sonreía antes de
recordar el asunto que lo había llevado hasta ahí. Con gesto serio se acercó al
músico.
—Tienes más de
un talento, ¿no es así?
—Qué gusto
volver a verlo, maese clérigo.
—Devuélvelo.
—¡Garulf! ¡Más
música! —los exploradores gritaban desde su mesa.
—¡Ya los oíste!
¡Otra vez!
—Si esperan
aquí, se los daré —dijo Bélial con gesto cansado—. Tengo que atender esto.
—¡Sierpenegra!
—¡Ya voy,
Garulf! —y le guiñó un ojo a los elfos antes de volver a subir a la silla—.
¿Qué les gustaría oír?
Los exploradores
comenzaron a gritar distintos nombres de canciones que no tenían nada que ver
con lo que acababan de escuchar, como Dos
cerdos y su montaña, ¡A levantar los
vestidos! y La casa del alcahuete. Bélial reía ante las menciones, pero en un
breve vistazo a los elfos movió los ojos con hastío. Respiraba para juntar
fuerzas y cantaba lo que se le pedía, historias vulgares y cantos con palabras
en doble sentido. Tal vez era por el cambio en los temas, pero a Hínodel le
pareció que esas canciones capturaban menos su atención.
—¿Lo
esperaremos? —preguntó Estrâik a Telperion, cada vez más incómodo por el grupo
de medianos y hombres.
—No intentará
nada —dijo Telperion sentándose junto a Koríntur—. Como lo suponía, no quiere
el anillo. Tuvo otro motivo.
Por casi una
hora, Bélial siguió tocando las canciones que los exploradores le pedían. Las
que no tenían descripciones gráficas de hechos obscenos, eran sangrientos
relatos de peleas entre bestias, o retratos grotescos de cosas que pasaban en
la ciudad. La embriaguez de los clientes aumentaba, incluso los enanos reían
con algunas de las canciones. Bélial, sin embargo, parecía avergonzado por su
tarea; era todo lo contrario a la primera canción.
Cuando terminó,
bajó rápidamente de la silla, aprovechando que los pocos exploradores que
quedaban despiertos se habían enfrascado en un juego de dados.
—Lamento que
hayan tenido que oír eso —dijo Bélial acercándose a la barra, donde Garulf
ponía un pequeño tarro de cerveza frente a él—. Les aseguro que tengo cosas
mucho mejores.
—Me alegro, pero
no es de nuestra incumbencia —dijo Telperion amablemente—. El anillo por favor.
Bélial sonrió
recuperando su confianza. Contempló el anillo de Ehlonna en su mano derecha.
—Está hecho de
plata. Y es el emblema completo de Ehlonna, perfectamente tallado. El anillo de
un jefe de orden. Sólo hay dos anillos así en todo El Continente y son un rango
abajo del clérigo supremo de una religión. Este anillo puede usarse como sello
oficial en cartas y decretos. Falsos, naturalmente. Además de que son el
aditamento más difícil de conseguir en un disfraz de clérigo. Digamos, en caso
de querer cometer algún fraude —Telperion había pasado de la claridad en el
rostro a un claro enrojecimiento—. No va a ser tan fácil recuperarlo, ¿eh?
Estrâik avanzó
hacia él llevando la mano a la cimitarra pero Telperion lo detuvo con un brazo.
—¿Qué quieres?
—Llévenme con
ustedes.
Telperion abrió
los ojos con sorpresa, Koríntur soltó una risilla y Hínodel se puso nerviosa.
Era la última petición que hubieran esperado.
—¿Con nosotros?
¿Por qué?
—Es sencillo,
maese clérigo: tienen una aventura. Y yo quiero ser parte de ella. Además,
admítanlo, necesitan de mi ayuda. Su amigo, el mago, ¿qué les dijo?
—Tenías razón
—dijo Koríntur jovial, Telperion carraspeó muy fuerte.
—Es cierto. Tu
información puede sernos valiosa. Pero aún así, esa no me parece una razón para
que quieras ir con nosotros.
Bélial se acercó
a Telperion, los demás se inclinaron para oírlo.
—¿Qué es lo que
acabas de ver? ¿Crees que me gusta estar aquí? ¡Soy un bufón! Sus canciones no
son música. Y tengo que hacerlo cada maldita noche.
—¿Qué te detiene
aquí? —preguntó Estrâik.
—Garulf —dijo Bélial,
bajando la voz para esconderse del semiorco, pero hablando claro para hacerse
oír sobre el ruido de la taberna—. Hace casi un año nos vimos envueltos en un
pequeño, digamos, problema con la ley… y con el gremio de comerciantes… y una
cofradía de ladrones del otro lado de la ciudad… En fin, no me arrestaron pero
los ladrones me encerraron. Pedí ayuda a Garulf para escapar y él pidió ayuda a
otra cofradía de ladrones. Pero los bandidos son muy territoriales. Los
ladrones se metieron en problemas, hubo que pagar algo de dinero, Garulf puso
las piezas de oro… y aquí estoy.
—¿Y aún le debes
mucho? —preguntó Koríntur.
—Tendré que
cargar cerdos muertos y entretener borrachos varios años más. Realmente la
cantidad no es tan alta, pero no puedo trabajar en ningún otro lado para
pagarla. Y no puedo robar demasiado por aquí o los ladrones se molestarán.
Apenas una bolsa con algunas piezas de cobre. Ustedes pagan la deuda y me
llevan con ustedes, y yo les devolveré el anillo y les ayudaré en lo que pueda
con sus incendios.
Telperion se
volvió hacia sus amigos.
—¿De cuánto es
la deuda? —preguntó Hínodel. Bélial sonrió y carraspeo, bajando la mirada.
—Qui… nientas
piezas de oro.
—¡Quinientas!
—dijo Koríntur, un poco más alto de lo conveniente. Garulf se volvió hacia
donde estaban y Bélial soltó una sonora carcajada.
—¡Qué buen
chiste, amigo! ¡Qué buen chiste! —Garulf negó con la cabeza y fue a la
habitación detrás de la barra, Bélial volvió a inclinarse sobre ellos—. Les
pagaré todo. Lo prometo. Sólo necesito salir de aquí para conseguir el dinero.
Telperion
resopló y vio brillar el anillo en el dedo de Bélial.
—Déjanos
discutirlo.
Los elfos se
apartaron un poco de Bélial, mientras éste hablaba con la mujer de cabello
rizado que se había acercado con Hínodel.
—Creo que no
tenemos muchas opciones —dijo Estrâik.
—Nada en él es
de confiar —dijo Telperion—. Su nombre mismo es un nombre del idioma infernal. Es
un bribón y un ladrón.
—Y es el mejor
informado de todos —dijo Koríntur. Hínodel no le quitaba la vista de encima a Bélial,
que en ese momento tomaba la mano de la mujer.
—No me agrada
—dijo—; confiar en él sería un grave error.
—Hay que
reconocer que una espada más nos vendría bien —dijo Estrâik.
—Con él sabremos
frente a qué estamos —dijo Koríntur.
—Habrá que
tragarnos el orgullo, amiga mía —dijo Telperion resignado—. ¿Cuánto dinero
tenemos?
Revisaron lo que
podían juntar de sus sacos y tomaron lo que Mirdin les había dado esa mañana.
Cuando volvieron a acercarse a Bélial, la mujer sonrió a los elfos y se apartó.
—Gracias a la
aportación de un amigo, tenemos trescientas cincuenta piezas de oro, no más.
Habrá que buscar cómo conseguir la últimas ciento cincuenta, y ahora mismo. No
podemos quedarnos más tiempo.
—Perfecto. Mi
amiga Lisvé está a punto de prestarme cincuenta piezas de oro más. Pagarle a
ella puede esperar. Sólo tenemos que encontrar el modo de hallar cien piezas
más.
—Creo que tengo
una gema por aquí —dijo Koríntur revolviendo en su mochila—, pero no
obtendremos más de cuarenta piezas de oro por ella.
—Mi espada —dijo
Hínodel para sorpresa de sus compañeros—. Tiene algunas incrustaciones de
piedras pequeñas.
—Valdrá más o
menos lo mismo —dijo Koríntur.
—Lo intentaremos
con esto —dijo Telperion—. Llama a Garulf.
Bélial golpeó en
la barra y Garulf apareció detrás de ella.
—¿Qué? —dijo con
voz ronca.
—Queremos
proponerle un trato —dijo Telperion—. Nos ha parecido especialmente atractiva
la presentación de su amigo. Quisiéramos comprarlo.
—¿A él? —dijo
Garulf mostrando sus dientes afilados—. ¿Para qué?
—Tenemos
nuestros motivos. Queremos que venga con nosotros, pero nos ha dicho que tiene
una deuda económica con usted. Estamos dispuestos a pagarle cuatrocientas
piezas de oro, una gema y ésta espada por él.
Lisvé, la mujer
de cabello rizado, llegó en ese momento y discretamente dio un saco con oro a
Telperion. Éste puso los sacos de oro sobre la barra al mismo tiempo que
Hínodel ponía su espada y Koríntur encontraba la gema. Garulf evaluó el tesoro.
Miró y miró a Bélial.
—Falta —dijo—. No
vale mucho, pero es útil. No vale esto.
Los elfos
intercambiaron miradas buscando qué más podrían dar, pero nada era tan valioso
como para lograr el precio, o tan poco valioso para darlo por un desconocido.
Finalmente Bélial habló con la voz quebrada.
—Toma mi lira
—dijo, poniéndola sobre la barra—. Tú sabes lo que vale para mí. Esto debe ser
suficiente.
Hínodel miró la
expresión de profundo dolor de Bélial y pensó que debía añorar demasiado la
libertad como para entregar el único objeto en él que parecía tener valor,
tanto económico como sentimental. Garulf tomó la lira. La evaluó y con su mano
desgarbada rasgueó las cuerdas, sacando un sonido espantoso de ellas. Bélial
cerró los ojos.
—Tú siempre la
has querido —le dijo.
—Bueno —dijo
Garulf sonriente—. Acepto. Vete.
El semiorco
empezó a tañer grotescamente la lira, con su desagradable mueca de sonrisa. Bélial
respiró con dificultad.
—Gracias. Iré
por mis cosas —dijo y fue a la habitación detrás de la barra.
—Muy bien, ahora
nos hemos quedado sin dinero y con pocas provisiones —dijo Hínodel—. Espero que
él los valga.
Bélial salió de
la habitación envuelto en una capa negra y con una mochila que, por su
apariencia, no debía contener mucho. En la puerta de ésta se despidió de Lisvé
con un abrazo. Hínodel, que estaba prestando atención, escuchó que la mujer le
decía.
—Ahora me debes
dos. Esperaré.
Luego Bélial fue
con Garulf. Claramente tenso por el uso que el semiorco le daba a su lira.
Éste, apenas y despegó un momento la mano de ella para estrechar la de Bélial
en una rápida despedida.
—Bueno —dijo,
reponiendo su humor y dirigiéndose a los elfos—. ¿Y ahora qué hacemos?
—Pues tenemos lo
que vinimos a buscar —dijo Telperion levantando su mochila—. Mi amigo nos ha
dado un arma que espero nos sea útil. Creo que deberíamos ganar tiempo e irnos
esta misma noche.
—Estoy de
acuerdo —dijo Bélial—, no quiero pasar ni una hora más en este lugar.
Cuando iban
saliendo, Garulf gritó desde detrás de la barra.
—¡Hey! ¡La
cerveza! —varios de los clientes guardaron silencio—. No pagaron la cerveza.
Koríntur se
volvió asustado a sus compañeros, todos se habían quedado sin dinero. Por un
momento no supieron qué decir hasta que Lisvé apareció frente a la barra.
—No te
preocupes, Garulf. Son mis amigos, yo invito —puso una pieza de plata sobre la
barra y agregó con una mirada insinuante a Koríntur—. Ya vendrás a pagarme
después, guapo.
Lisvé guiñó un
ojo y Koríntur sonrió; sin embargo, Estrâik notó que ella alternaba la vista
entre Bélial y el grupo de medianos. Sin decir nada más, los elfos salieron de
“El ojo de Gruumsh”.
Una vez en la
calle, Bélial dio varios pasos y levantó los ojos al cielo. Los demás vieron
como aspiraba el viento de la noche y estiraba los brazos.
—Libre otra vez
—dijo y se volvió sonriente a sus nuevos compañeros—. Gracias. Aquí está tu
anillo. No saben la alegría que me da alejarme de este lugar, volver a salir,
volver a conocer lugares.
Y volvió a
contemplar el cielo.
—Bueno,
adelante, no tenemos mucho tiempo —dijo Telperion palmeándole la espalda—.
Tenemos que llegar a Farbonta cuanto antes.
—¿Recibieron
buena ayuda de su amigo el mago?
—Nos dijo cosas
muy similares a lo que tú nos habías dicho —dijo Koríntur, mientras iniciaban
la marcha hacia la plaza central.
—Entonces sí son
elementales —dijo Bélial reflexivo—. No va a ser fácil enfrentarse a ellos. Y
mucho menos cerrar el…
—¿El portal?
—dijo Hínodel con la voz tensa—. Sí, eso también nos lo dijo. Pero ya estamos
listos para eso.
—Oh, ¿de verdad?
—dijo Bélial situándose al lado de Hínodel—. ¿Y cómo piensan cerrar el portal,
amiga mía?
—El mago nos ha
dado un arma —dijo Telperion golpeando su mochila—. Unas flechas hechas con
plata de unicornio.
Bélial se detuvo
en seco y luego se acercó rápidamente a Telperion.
—¿Tienen… llevan
ahí plata de unicornio?
—Sí, ¿por qué?
Telperion se
preocupó al ver la cara de Bélial. Éste se volvió al camino que habían
recorrido y escudriñó los techos de las casas en la oscuridad.
—Otra razón para
alejarnos de aquí lo más rápido que podamos.
—¿Por qué? ¿Qué
pasa? —preguntó Telperion más preocupado.
—La plata de
unicornio es extremadamente rara, y muy valiosa en el mercado negro. Si la
traían con ustedes, estoy seguro que los ladrones lo saben.
—¿Cómo?
—preguntó Koríntur.
—No dejaban de
vernos —dijo Estrâik, Baltho se revolvía nervioso junto a él.
—Tienen mañas,
de alguna manera se enteran de eso —dijo Bélial sin quitar los ojos de la calle—.
Hay que ir de prisa a la plaza central. No nos atacarán ahí.
—¿Atacarnos?
—Telperion caminó detrás de Bélial.
—No seas
ingenuo, amigo clérigo —dijo Bélial apresurando la marcha—. Si saben que traen
plata de unicornio, nos deben estar siguiendo.
—¿Estás seguro?
—preguntó Hínodel asustada, que empezaba a trotar tras sus compañeros.
—Compruébalo tú
misma, linda —dijo Bélial señalando el tejado de una de las casas. Los elfos
alcanzaron a ver que una silueta se hundía en las sombras y luego echaron a
correr. Detrás de ellos, una docena de sombras recorría las calles que se inundaban
con el ruido de las dagas desenvainándose.
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