La plaza principal estaba aún
lejana y las calles que la noche anterior habían visto tan llenas de gente
estaban extrañamente solitarias. Bélial se puso a la retaguardia y miró por el
rabillo del ojo los tejados que dejaban atrás.
—¡Adelante!
—gritó Koríntur y Skrath elevó el vuelo para mezclarse con la oscuridad de la
noche. Estrâik desenvainó la cimitarra, recordaba haber visto en la mesa al
menos a una docena de ladrones y sospechaba que afuera debía haber más. La luz
del Coliseo se acercaba y en la calle aparecieron algunos pobladores que se
apartaban del camino asustados. Bélial echó un vistazo al frente.
—¡Alto! —gritó
frenando en seco. Los demás elfos apenas y pudieron detenerse—. ¡Regresen!
Antes de que
pudiera preguntar el por qué, Telperion era empujado en dirección opuesta por
Hínodel. Frente a ellos, apenas a una calle de distancia de la plaza principal,
dos siluetas emergían de las esquinas, pero no fueron tras ellos.
Algo pasó
zumbando cerca de la oreja de Hínodel.
—¡Nos están
disparando!
Bélial observó
los tejados, corrían hacia el grupo de ladrones, tenían que llegar a la esquina
antes que ellos. Skrath descendió del cielo y voló cerca de Koríntur.
—¿A dónde van?
—graznó alarmado—. ¡Es para el otro lado!
Otro par de
saetas pasó zumbando sobre ellos. Una de ellas se clavó en la casa que marcaba
la siguiente esquina, Bélial la arrancó de un jalón y corrió más lento.
—¡Por aquí,
deprisa! —dijo señalando una de las calles. Dio un silbido largo y levantó la
saeta. Cuando los elfos llegaron para dar vuelta a la esquina, pudieron ver
cómo un par de hombres saltaban desde el tejado y otros más llegaban hasta el
borde de éste. Hínodel se volvió para ver el por qué del retraso de Bélial.
Todo ocurrió en
un segundo. Bélial se hundió en una oscuridad repentina. Los ladrones del
tejado saltaron y los que estaban en la calle desaparecieron. Tan pronto como
se esfumó, Bélial apareció corriendo por la calle y un estruendo de hombres
chocando se escuchó detrás de él.
—¡Sigan! —le
gritó a los elfos que habían bajado la velocidad. Corrieron paralelos a la
plaza principal unos segundos cuando escucharon de nuevo las saetas zumbar tras
ellos.
—¡Son muchos!
¡Muchos! —graznaba sin parar Skrath.
—¡Busca una
calle libre! —le gritó desesperado Koríntur. El cuervo aceleró atropelladamente
elevándose sobre las casas. Más personas aparecían en las calles y se apartaban
extrañadas del grupo que huía, aunque la presencia de más gente hacía que los
ladrones dejaran de dispararles.
Skrath salió
súbitamente de una esquina, asustando a los elfos.
—¡Por aquí! —con
algunos traspiés dieron la vuelta y volvieron a correr entre las presiones del
cuervo—. ¡Rápido, rápido!
—¡Druida, tú
conmigo! —gritó Bélial desenvainando la espada y corrió por el lado izquierdo
de la calle. Estrâik corrió a su lado mientras se acercaban a la última esquina
antes de la plaza central—. ¡Ya!
Cuando llegaron
a la esquina, Bélial lanzó un tajo de espada a la calle que doblaba a la
izquierda, y un grito ahogado de dolor resonó en la oscuridad. Al mismo tiempo,
Estrâik soltaba un golpe de cimitarra que detuvo a otro de los hombres. Cuando
pasaron al lado de sus compañeros, el resto de los elfos vio a la media docena
de hombres que los alcanzaba por esa calle. Con un jalón, Bélial le indicó a
Estrâik que siguieran corriendo. Los ladrones les pisaban los talones cuando
estaban ya cerca de la Plaza Central. Koríntur se detuvo un momento y con toda
la agilidad que el cansancio le permitió, agitó las manos en el aire.
—¡Jactum magicus! —un intenso destello
azul se desprendió de su mano y cruzó la calle, yendo a explotar a unos
centímetros detrás de Estrâik y Bélial. Un hombre cayó de bruces y los elfos
pudieron salir a la Plaza.
Siguieron su
huída hasta que llegaron al cúmulo de comercios alrededor del Coliseo, donde
sentían que la afluencia de gente les daría protección. Skrath descendió y
caminaba nervioso en el suelo al lado de Koríntur.
—Siguen ahí…
siguen ahí…
—Cállate. ¿Y
ahora qué? —Koríntur se volvía nervioso a todos lados, esperando un ataque en
cualquier momento.
—A planear el
escape —dijo Bélial—. No es su costumbre atacar con tanta gente viendo. Pero no
podemos quedarnos aquí, la plaza se vaciará tarde o temprano.
—Nunca me gustó
esta ciudad —dijo Telperion.
—Será peligroso
tratar de llegar a la puerta principal —siguió Bélial, bebiendo agua de una
fuente—. Lo mejor será correr por la avenida del sur, no hay tanta gente, pero
tampoco está vacía. Debemos arriesgarnos. Ahora mismo deben estar rodeando la
plaza para saber por dónde nos iremos.
—¿Todo esto por
dos flechas de plata? —dijo Hínodel, más preocupada que molesta.
—La plata de
unicornio tiene fuertes poderes curativos, hermana —dijo Estrâik—. Puede
limpiar el veneno de cualquier líquido o comida con sólo tocarlo un momento,
basta sostenerlo en la mano para evitar la insolación y puede relajar el dolor
de cualquier herida causada por el fuego, por eso los unicornios se han estado
curando unos a otros.
—Los
aristócratas pagan fortunas por llevar plata de unicornio entre sus joyas —dijo
Bélial—. Con un solo pendiente de plata de unicornio pude pagarle mi deuda a
Garulf, comprar todos sus cerdos e invitar cerveza a los que ahí estaban hasta
que se acabara. Haz cuentas de cuántos pendientes hay en esas dos flechas,
linda.
Hínodel estaba a
punto de replicar cuando Baltho comenzó a gruñir, pero no en la dirección en la
que habían llegado, sino cerca de ellos, en la misma plaza.
—¿Qué pasa,
amigo? —Estrâik se arrodilló a su lado—. ¿Puedes olerlos?
—Hormigas
—Bélial sonrió nervioso—. Ladrones entre las multitudes. No son buenos
peleando, pero nos van a obligar a salir.
—¿Qué hacemos
ahora? —Telperion buscó entre la multitud a los ladrones.
—Caminen —dijo Bélial—.
Y cuando les diga, corran.
Los elfos se
encaminaron hacia la avenida del sur, el primer camino que habían recorrido al
llegar a la ciudad. Baltho se movía inquieto al lado de Estrâik y Skrath se
había escondido en la mochila de Koríntur. Hínodel miró sobre su hombro, podía
sentir que un grupo los seguía de cerca con calma. En una vista fugaz hacia la
avenida, vio siluetas moverse por el techo.
—Bélial…
—¡Corran! —gritó
Bélial. Al entrar en la avenida, pudieron oír claramente los pasos en los
techos de las casas. La gente se apartaba de su camino, algunos insultos se
oían a lo lejos, pero mientras hubiera gente en la avenida estarían a salvo.
—¡La calle está
bloqueada! —gritó Estrâik con frustración.
El resto de los
elfos tardó un momento en ver lo que los ojos del druida ya habían alcanzado.
Un par de calles al frente, un carruaje se había volcado y la gente y el
cargamento ocupaban todo el ancho de la avenida.
—¡Por acá!
—gritó Bélial, llevándolos por una calle hacia el oeste. Una calle larga y
oscura, perfecta para una emboscada.
—Lo han hecho a
propósito —dijo Telperion, respirando con dificultad. Y en ese momento dejaron
de correr. Varias sombras cerraban el paso al final de la calle. Unos pasos
sobre ellos les hicieron saber que otros cuantos aún los seguían desde el
techo.
—¿Ahora qué,
Bélial? —murmuró Koríntur. Los hombres al final de la calle los veían sin
moverse—. ¿Bélial?
—Estoy pensando…
—No se preocupen
—dijo tranquilamente uno de los hombres entre las sombras—. Sólo dejen sus
pertenencias en el suelo y pueden irse. Con calma.
Los elfos se removieron
nerviosos. Un par de golpes secos detrás de ellos les indicaron que algunos de
los ladrones habían bajado del techo. Hínodel los vio por el rabillo del ojo y
contó cuatro.
—Tengo una idea
—murmuró.
—¿Es segura?
—preguntó Telperion.
—No.
—¿Es buena?
—Tampoco.
—Suficiente para
mí —dijo Bélial—. Adelante.
Hínodel tomó
aire. Se dio la vuelta y soltó un grito de terror, un grito largo y agudo. Los
ladrones se sobresaltaron. En un segundo, pudieron verse a algunas de las
personas que atendían el carruaje asomarse por la esquina de la calle. Estrâik
desenvainó y echó a correr hacia los ladrones. Por la conmoción, éstos apenas
tuvieron tiempo de reaccionar con sus dagas. Los demás también arremetieron,
haciendo el amago de un ataque, no pretendían enfrentarse a los ladrones.
—¡Que no
escapen! —gritó el primer ladrón. Varias saetas volaron hacia ellos. Telperion,
que siempre quedaba en la retaguardia por el peso de la armadura, se valió de
esta y del escudo para detener algunas de ellas.
Al final de la
calle la gente se había movilizado e iluminaban el camino con antorchas.
Hínodel volvió a gritar y algunos hombres entraron en la calle.
—¡Justicia!
¡Justicia! —gritaban los pobladores, llamando a los guardias de la ciudad.
Cuando oyeron estos gritos, los ladrones dejaron de disparar. Telperion, que
corría volteando a los lados, vio que las sombras se quedaban atrás y se
perdían en la noche.
Al llegar al
final de la calle, Hínodel fingió un último sollozo. De inmediato, varios
pobladores la recibieron y la rodearon.
Cuando los elfos
llegaron corriendo, varios brazos los sujetaron y algunas lanzas apuntaban
hacia ellos. Los guardias de la ciudad habían llegado a tiempo.
—¿Qué pretendían
hacer? —gritó feroz uno de ellos.
—¿Qué quiere
decir? —dijo confundido Koríntur.
—¡Qué suerte que
estábamos aquí! Pobre mujer.
—¡Cárcel!
¡Justicia! —gritaban los pobladores.
—¡Somos sus
amigos! —dijo desesperado Telperion.
—¡Es verdad!
—gritó Hínodel—. Vienen conmigo.
—¿Y por qué los
gritos?
—Ladrones… nos
atacaron… —dijo Hínodel, con voz inofensiva. Ninguno de los elfos la había
visto así, en una delicadeza tan exagerada.
Los pobladores
murmuraban preocupados.
—¿A dónde se
dirigían? —volvió a preguntar el guardia.
—A la puerta
principal —dijo Bélial—. Extranjeros que iban de salida.
—Los
escoltaremos hasta la puerta —dijo el guardia y dio la orden de que soltaran a
los elfos.
El resto del
camino lo hicieron con algunos guardias alrededor, mientras oían al primero
gruñir en contra de los ladrones y de los mismos elfos.
—¿Cómo se les
ocurre? —decía—. Ésta puede ser una ciudad muy peligrosa, no debieron salir de
noche si no la conocen. Mucho menos si vienen con una mujer indefensa.
Hínodel se
tapaba la cara con las manos, sollozando. Al verla, los guardias se juntaban
más entre ellos e hinchaban el pecho, orgullosos de cumplir con su deber.
Al cabo de unos
minutos la muralla de Líbermond apareció ante ellos, al igual que la enorme
puerta de oro. En el umbral de ésta más guardias comían algo que se calentaba
en una fogata. Al ver a Hínodel llorando, el que debía ser el capitán se acercó
preocupado.
—Fueron atacados
por ladrones —informó el guardia—. Hay que avisar a las torres de vigilancia,
son extranjeros que dejarán la ciudad; asegúrense de que los vigías no dejen
pasar a nadie más de éste lado del muro.
—¡Gracias! —dijo
Hínodel, tomando una de las manos del guardia—. ¡No sé qué hubiéramos hecho sin
ustedes! Tal vez… tal vez…
Y volvió a
llorar.
—Yo… nosotros,
sólo… cumplíamos nuestro deber —dijo el guardia con semblante heroico. Y a una
orden, él y su comitiva de soldados desaparecieron. Koríntur sonrió y rodeó a
Hínodel con un brazo, mientras ésta aún se cubría la cara. Justo cuando iban a
cruzar la puerta, otro de los guardias los detuvo.
—Tú no eres un
extranjero —dijo. Era pequeño, rollizo y tenía la cara perlada de sudor y
cebo—. Sierva negra.
Bélial se
detuvo. Ninguno de sus compañeros vio cuándo se había echado la capucha a la
cabeza.
—Sierpe. Es
Sierpenegra, Gruto.
Bélial se encaró
con el guardia, el cual le llegaba hasta el pecho.
—Esto no le va a
gustar a Garulf —dijo con una sonrisa desagradable.
—No, no. He
comprado mi libertad —dijo Bélial—. Garulf ha consentido. Puedo irme.
—Ajá, Garulf… ¿y
nosotros? —dijo Gruto y otro grupo de guardias se acercó—. ¿Ya tienes nuestro
dinero?
—Eso… —Bélial se
volvió incómodo hacia los elfos. Telperion resopló enojado—. Soy un hombre de
palabra, juré pagarte…
—Y yo te creo, si
no sales de la ciudad —dijo Gruto—. Te cubrí la espalda un montón de veces, tal
vez sean crímenes de los que nadie se acuerde, pero aún son cosas por las que
te puedo meter a un calabozo en este momento…
—Gruto…
—¿Te seguían los
ladrones? Haz de traer algo muy valioso —el guardia escupió y se limpió la boca
con el dorso de la mano—. Yo les puedo decir a dónde fuiste… o le doy la orden
a los vigías de que nadie salga de aquí. Como tú quieras.
Los elfos se
acercaron a Bélial. Telperion dio un paso adelante.
—Estoy seguro de
que hay algún modo…
—No, no, está
bien —dijo Bélial levantando la mano, luego se volvió a Gruto y sonrió—.
Contigo no se puede jugar, Gruto. Por eso podemos llevarnos bien —Bélial abrió
su mochila y sacó un costalito lleno de monedas—. Cuéntalas. Son cerca de
sesenta monedas de platino. El equivalente a seiscientas piezas de oro. ¿Con
eso basta?
Gruto recibió el
saco con sorpresa y los elfos se volvieron extrañados a Bélial, éste les guiñó
un ojo. Gruto examinó el contenido del saco, tomó una moneda y la lamió.
—¡No es falsa! —volvió
a escupir—. ¿De dónde la sacaste?
—¿Cómo que de
dónde? Ahorros, trabajo, amistades.
—Me suena a que
es dinero sucio.
—Pero ahora es
tú dinero sucio, ¿no? —dijo Bélial sonriéndole. Gruto pensó un momento antes de
sonreírle.
—Que tengan un
buen viaje. Caballeros. Señorita.
—Eso pensé. Ten
una buena noche, Gruto —dijo Bélial echándose la capucha en la cabeza.
—¡Eh! ¡Selva negra!
—gritó el guardia mientras se alejaba de la puerta—. Acuérdate que me debes más
que esto. Más te vale regresar a pagarme.
—¡Tienes mi
palabra! —le gritó el bardo. Después de algunos pasos, cuando el rumor de la
ciudad quedó atrás, Hínodel se detuvo y encaró a Bélial.
—¡Todo este
tiempo tuviste dinero y nos hiciste gastarlo a nosotros!
—Tú no eres la
única capaz de engañar a la gente, linda —Bélial le sonrió amistosamente—. Debo
reconocer que llorar es un truco que nunca se me hubiera ocurrido.
—Tú vas a llorar
si no nos pagas ya mismo —dijo la elfa llevando las manos a la ballesta.
—¡Calma, calma!
De acuerdo, aquí está —Bélial sacó de la mochila cuatro bolsas más de monedas,
era todo lo que quedaba dentro de ella—. Aquí están… en total deben ser unas
setecientas piezas de oro. El doble que dieron por mí. Gracias, les dije que
les pagaría.
Y dio las bolsas
de oro a Telperion.
—Pe… pero,
¿cómo? ¿De dónde? —balbuceó el clérigo.
—Garulf sigue
siendo un semiorco —dijo Bélial—. Son fuertes pero estúpidos. ¡No le iba a
dejar mi lira sin recibir algo a cambio! Cometió el error de confiarme dónde guardaba
su dinero. Para cuando se entere de lo que pasó, estaremos muy lejos —Telperion
no sabía si agradecer el dinero o lanzárselo a Bélial a la cara—. No te
preocupes. Es dinero limpio. Esa lira valía más de lo que crees. Andando, lo
mejor será empezar a alejarnos. No quiero imaginar la cara de Garulf cuando se
entere que cambió su fortuna por un par de cuerdas.
El músico sonrió
hacia el campo abierto y se desperezó estirando los brazos. Estrâik acarició a
Baltho y se puso a la cabeza del grupo, al lado del bardo, rumbo al sur.
Telperion y Hínodel intercambiaron una mirada severa antes de echar a andar con
los demás, preguntándose aún si había sido una buena idea llevarlo.
—Y yo que te iba
a preguntar por qué tenías problemas con la ley —dijo Koríntur emparejando a
Bélial en el camino—. Pero veo que sería una historia muy larga y por ahora no
tengo ganas de escuchar.
Los clérigos oraban en silencio. Cuando
terminó de repartir las bendiciones, Valrya decidió dar una última vuelta por
el jardín trasero del Gran Roble. Bajó las escaleras de piedra, hasta el túmulo
que días antes habían consagrado al unicornio quemado. Cerca del lugar, en un
ligero resplandor plateado, Halvaradian le hacía guardia recostado sobre la
hierba.
—¿Cómo se
sienten las heridas? —preguntó Valrya.
—Como deberían
después de algunos días: secas —dijo el unicornio—. Molestan más de lo que
duelen.
Valrya levantó
su símbolo sagrado en señal de bendición y volvió a subir las escaleras. Se
detuvo en el último escalón para aspirar la brisa nocturna, pero no había nada
de tranquilidad en el joven. Ningún unicornio había sido atacado las últimas
noches —al menos, no se había enterado—, sin embargo, no era la proximidad de un
ataque lo único que le inquietaba, sino la ausencia de Telperion hacia una
ciudad desconocida. Los pobladores de Farbonta se encontraban bastante
desmoralizados con los incendios, si algo llegaba a ocurrirle al clérigo en
jefe del templo…
Una ráfaga de
aire interrumpió sus pensamientos. No era fuerte, era una corriente que soplaba
desde el este. Una corriente que olía a humo.
Los cascos de
Halvaradian chocaron con la piedra de las escaleras. El unicornio resoplaba
preocupado.
—¿Lo has olido?
—No puede ser —dijo
el joven clérigo, invadido por el miedo.
Entre las
sombras del bosque, detrás de las siluetas de los árboles, podía verse un
brillo rojo e intenso. Halvaradian se alborotó presa del miedo; Valrya, en
cambio, no podía moverse. La luz oscilante era todo lo que se veía en el
bosque, lejana y sin embargo temible. A la distancia podía escucharse el
crepitar de las llamas, como una bestia herida y furiosa gritando desde las
profundidades de la oscuridad.
El joven clérigo
corrió de vuelta al Gran Roble, mientras una inmensa columna de humo negro se
elevaba en el cielo nocturno. Tan amenazante que el manto celeste parecía haber
palidecido.
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