Primera Historia - El Palacio del Fuego

"El Tirano Mestizo" es una narración dividida en varias novelas, o 'historias'.
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Y así será mientras el castillo se vea en el fondo de pantalla.

jueves, 13 de diciembre de 2012

I. 10.- Nunca molestes un nido de estirges


Al día siguiente tenían muchos motivos para sentirse animados; si seguían un paso regular y sin contratiempos, estarían viendo los límites de Faunera antes del atardecer. Incluso Telperion se afirmaba a sí mismo que la diminuta mancha en el horizonte al sureste era el bosque.
La simple mención de su destino al final de la jornada les aminoró el apetito. Buscando encaminarse cuanto antes, comieron lo último del desayuno cuando ya se habían puesto en marcha. Incluso Bélial estaba ansioso; Telperion no supo si sentirse contento o desconfiado por esta actitud, después de todo, él no tenía nada que ver con la misión que los había llevado a Líbermond y si sólo había ido con ellos era para escapar de esa ciudad. Podía ser una compañía agradable pero seguía siendo, de algún modo, un mercenario. Éste pensamiento le hacía temer que en un momento de necesidad, el músico les daría la espalda  para ver sólo por él mismo.
Sin embargo, parecía ser el único sumido en esa clase de pensamientos. Estrâik, hermético en gestos y palabras como siempre, caminaba al frente junto a Baltho y Koríntur cerraba la marcha tras Hínodel y Bélial, quien explicaba animadamente a la elfa cómo tocar la flauta. Para Hínodel la tarea resultaba más difícil de lo que había creído: soplaba sobre más de una caña a la vez, ora demasiado fuerte, ora muy tenue, olvidaba los distintos sonidos de cada una y las cortas melodías que podía recordar sonaban demasiado lento y con pausas, como un pájaro enfermo; todo esto le causó una creciente frustración que rápidamente se volvió enojo.
Por el contrario, Bélial parecía encantado por los errores de la elfa y celebraba con carcajadas sus olvidos. No tanto por su buen humor, parecía hallar un placer maligno en demostrarle a su compañera que lo que él hacía, no cualquiera podía lograrlo.
Exasperada, Hínodel terminó por devolver la flauta casi arrojándola a las manos de su dueño.
­—Toma. Así no se puede. Caminando no logro concentrarme.
—Te entiendo. De cualquier modo, si uno necesita interpretar una canción en mitad de un combate o para calmar a una bestia furiosa, siempre podemos pedirles que nos dejen sentarnos y concentrarnos —y volvió a reír el bardo con una confianza que terminó de molestar a Hínodel.
Antes de que el silencio reinara en el camino, Bélial comenzó a tocar una melodía veloz y juguetona, mientras veía al cielo. Koríntur también se volvió hacia arriba y a cada cambio en el ritmo reía agudamente. Intrigado por las risas del hechicero, Telperion se volvió hacia ellos y luego al cielo. Descubrió a Skrath volando de modos distintos y a cada cambio de su altura, velocidad y aleteo, el bardo describía el vuelo del cuervo con distintos matices en la flauta.
Después, Bélial se rezagó unos pasos y la música cambió bruscamente. Ya no era a Skrath a quien seguía, sino a Hínodel. Cuando la elfa se dio cuenta del juego, se volvió a Bélial molesta, lo que sólo generó que el bardo aprovechara la oportunidad para soplar varias notas disonantes que acentuaban de manera ridícula el enojo de la elfa. Tres miradas de Hínodel acompañadas de las notas de Bélial bastaron para que los elfos rompieran a reír, contagiando a la hechicera del buen humor del grupo.
—Seguramente puedes cantar —dijo el bardo.
—No sé ninguna canción —contestó Hínodel.
—Es cierto —dijo Koríntur detrás de ellos—. Camino a Líbermond sólo escuchamos una historia de Telperion.
—¿En verdad? —dijo Bélial con una sonrisa a medio camino entre la incredulidad y la burla—. ¿Así que sabe usted historias, maese Telperion?
Por respuesta, el clérigo sólo levantó un dedo en el aire para indicar que aquella que había contado era la única que conocía. Bélial río de nuevo y dijo algo a Hínodel que no llegó a los oídos de Telperion. Luego volvieron a escucharse las notas de la flauta. Algo de la alegría del grupo logró poner al clérigo de mal humor, no porque considerara que debían caminar en silencio y serios, sino que no parecían recordar que aquello no era un paseo y que no se dirigían a casa a descansar, sino a enfrentar un peligro desconocido. El único que podría pensar lo mismo que él era Estrâik, aunque era difícil saberlo.
Tan sumido iba en estos pensamientos el clérigo que apenas y notó que a su alrededor comenzaban a aparecer algunos árboles de estatura media. Lo único que lo sacó de ese adormecimiento de la marcha fue el silencio repentino de Bélial.
—Por aquí hay que irnos con cuidado —dijo el bardo a Hínodel y Koríntur, con una voz suave que aún no llegaba a ser susurro—. Conozco el ruido de esos árboles. ¿Pueden oírlo?
Para Bélial, era un zumbido agradable; para los demás fue una llamada de emergencia.
—Sí, ya lo conocíamos —dijo Koríntur con una sonrisa amarga—. En un principio creímos que eran los árboles, pero luego al señor de la barbota se le ocurrió que era una buena idea revisar entre las hojas con su bastón. Resulta que no eran los árboles eran unos bichos…
—¿Rojos? —interrumpió Bélial.
—¡Sí! ¿Los… los conoces? —la alegría de Koríntur se disipó al ver la angustia en la cara de Bélial.
—Estamos muy mal ubicados —dijo el bardo reconociendo los alrededores.
—No, éste es el camino correcto —dijo Estrâik llamando a Baltho con una mano.
Antes de que Bélial pudiera contestar el zumbido se hizo más fuerte. En apenas un momento, los árboles se empezaron a agitar con violencia y el ambiente se cubrió con el ruido constante y molesto de varios aleteos rápidos.
Bastó una mirada para estar de acuerdo. El grupo echó a correr hacia el sureste tratando de salir del grupo de árboles. Un graznido de terror de Skrath hizo a Koríntur volverse: al menos treinta de las repugnantes criaturas habían levantado el vuelo y los seguían en un zumbido furioso.
—¡Cuidado! —graznó el cuervo. La sorpresa de Koríntur fue tal que descuido por dónde corría y antes de entender la advertencia de su familiar, se estrelló de lleno contra un árbol. El golpe lo aturdió un momento y luego cayó de bruces.
Todo ocurrió tan rápido que cuando los demás oyeron el grito del cuervo y se volvieron, Koríntur ya estaba cayendo y la treintena de estirges se abalanzaba sobre él. Hínodel golpeó el suelo para detenerse de golpe al tiempo que quitaba el seguro de su ballesta. Skrath giró en un arco rozando la hierba del suelo y se lanzó a la defensa de su amo, pero su intención no era atacar, sino distraer la atención lo suficiente como para recibir ayuda.
Una saeta voló a su lado y lo rebasó, clavándose en la cabeza de uno de los bichos que se desplomó entre horrendos chillidos que alertaron a sus compañeras. Skrath pasó a toda velocidad y las estirges, confundidas, volaron separadas, sin un objetivo común.
Aunque la confusión los hizo ganar tiempo, Telperion tenía dificultades para encontrar un blanco. Eligió un punto ciego y disparó una flecha que siguió de largo, lo único que consiguió fue que las estirges fijaran su atención en él. De algún modo, sintió que lo reconocían o lo recordaban. Bélial y Estrâik habían desenvainado pero seguían cerca del clérigo, con armas de corto alcance sólo podían esperar a ser atacados para contraatacar, pero Koríntur seguía lejos y los bichos empezaban a reorganizarse.
Con un movimiento rápido de cabeza, Estrâik hizo tronar su cuello.
—¡Sígueme! —gritó el druida y echó a correr hacia el hechicero; detrás de él, Baltho obedecía su orden y corrió enseñando los colmillos y jadeando. Unas estirges volaron hacia ellos y comenzaron a acosarlos con sus aguijones; el lobo apresuró la marcha e impulsándose con las patas traseras, saltó cerca de Koríntur y una de las estirges encontró la muerte entre sus fauces.
Hínodel y Telperion disparaban a donde podían. La elfa consiguió varios éxitos y las estirges se desplomaban retorciendo las patitas como un insecto puesto al revés; mientras que el clérigo tenía problemas para afinar su puntería. Bélial iba de un lado a otro, preocupado en alejar a las estirges de los tiradores.
Koríntur no fue consciente de lo ocurrido hasta que escuchó que Estrâik le ordenaba levantarse. El zumbido se aclaró y de nuevo sintió a las estirges como una amenaza. Mientras Estrâik se defendía con la cimitarra y Baltho aullaba amenazante, el hechicero volvió a cargar su mano de chispas azules.
—¡Jactum magicus! —se escuchó en ambas partes del grupo. Un destello azul y uno rosa cruzaron el aire e impactaron a dos estirges que estaban muy cerca la una de la otra. Tomando a Koríntur por la capa, Estrâik corrió para reunirse con sus compañeros, mientras Baltho les sacaba la delantera y arrastraba en el hocico a una de las criaturas por el ala.
Telperion seguía confuso y la falta de puntería comenzó a desesperarle. Apenas y se dio cuenta cuando una de las estirges se estrelló contra el espaldar de su armadura y trepaba las escamas de metal hasta dar con una ranura cerca del brazo izquierdo. Una punzada como un calambre le engarrotó la mano antes de tomar la siguiente flecha. No gritó, lo que hizo que nadie se diera cuenta de lo que le pasaba; todos trataban de alejar a las estirges de su alrededor y una a una, éstas caían con desagradables chillidos, mientras sus cuerpos abultados de sangre se vaciaban como bolsas de cuero abandonadas; era gracioso y grotesco de ver.
El calambre se volvió un cosquilleo desagradable, pequeñas y abundantes punzadas que le recorrían el brazo. No entendió realmente por qué no gritaba, pero empezaba la desesperación se volvió sopor y cuando intentó pedir ayuda ya era tarde, la debilidad no le dejaba llamar a nadie. Sólo cuando dio con una rodilla en tierra fue que sus compañeros notaron el problema.
Bélial levantó el pie y del costado de la bota sacó una pequeña daga. Con una mano tomó a la estirge y la sintió retorcerse y palpitar hinchada de la sangre del clérigo; se resistía a separarse de su presa. El bardo cortó casi con tranquilidad el aguijón que siguió aferrado al cuerpo del clérigo, goteando sangre de su extremo sin dueño. La estirge soltó a su presa y  Bélial la arrojó al suelo donde se estrelló con un ruido sordo como de lodo, las pocas estirges que aún los rodeaban dudaron en acercarse.
Más por asustarlas que por tratar de ganar, Koríntur y Hínodel volvieron a conjurar Jactum magicus y sus destellos se unieron al revoloteo furioso de las estirges, quienes perdían terreno a pesar de seguir rodeando a los elfos.
Finalmente, Estrâik se aventuró a separarse del grupo. Al verlo solo, las estirges se abalanzaron sobre él. Varios chillidos se desprendían de la nube rojiza mientras el druida giraba la cimitarra en ambas manos con gran destreza y las criaturas empezaron a retirarse al árbol más cercano, derrotadas y sangrando.
Con un resoplido, Bélial guardó la daga en la bota, con cuidado sacó el aguijón del brazo del Telperion y, cuan débil como estaba, levantó al clérigo con brusquedad.
—Entiendo que no hayas salido mucho de aventuras, maese clérigo, pero permite que te dé un pequeño consejo: nunca molestes un nido de estirges.
—Yo… no… sabía… —jadeó el clérigo.
—Exactamente. Si algo te es desconocido, no lo provoques. Pasa de largo sin darle la espalda y mantente en guardia.
—¿Puedes calmarte? ­—le espetó Hínodel—. Ya entendió, además está muy débil.
—Exactamente —dijo Bélial sonriendo entre su molestia—, cuando nos adentremos al bosque vamos a depender de sus poderes curativos de clérigo. Y si por esta clase de descuidos le llega a pasar algo, vamos a vernos en un verdadero aprieto. A ver, tú, ayúdame, hay que salir rápido de aquí.
Bélial y Estrâik levantaron trabajosamente al clérigo y lo ayudaron a seguir caminando. Hínodel sólo negó con la cabeza mientras recogía el arco y las flechas de su compañero.
—Sabes que tiene razón —le dijo Koríntur.
—Me molesta es su actitud. No lo sabe todo.
Koríntur sonrió y levantó el brazo. Cuando Skrath se posó en él, le alisó las plumas de la cabeza y caminó detrás de Hínodel, cerrando la marcha del grupo.

A pesar de la debilidad, Telperion insistió en no detener la marcha y comieron mientras seguían caminando. Como Bélial ayudaba a caminar al clérigo, el último trayecto del viaje lo realizaron en un silencio lleno de tensión: la mancha verde en el horizonte cada vez cobraba más forma de bosque, pero el paisaje no tenía nada de alentador, a pesar de anunciar el fin de su viaje. Conforme la noche se acercaba, el sol teñía el cielo de púrpura y rojo y proyectaba en el suelo las sombras de los elfos, largas e informes como humo disuelto.
El bosque era lo único que los separaba del pueblo. Y de algún modo, ya fuera por la noche o por la amenaza que guardaba, se había vuelto lúgubre. Los árboles parecían más grandes y toscos, con el tronco gris y las ramas puntiagudas, imponiendo el silencio en todo el lugar, como si el menor ruido se considerara una ofensa en el santuario.
Los únicos que no tuvieron esta sensación fueron Telperion y Estrâik; tan habituados como estaban al bosque de Farbonta, sabían hallar la oculta belleza de la noche. Sin embargo, hasta ellos tuvieron que reconocer que había algo distinto en el aire,  que las hojas mismas sentían el peligro constante palpitar en sus entrañas. En las profundidades del cúmulo de árboles, un portal de fuego permanecía abierto y esperaba ser alimentado. Telperion escudriñó la oscuridad, buscándolo. Aunque sabía que no podría verla, una imagen latía en su mente tan clara como si estuviera frente a sus ojos: una flama inmensa e inmóvil, como un lobo al acecho.
—Adelante —se desembarazó de los brazos de sus compañeros y apoyándose en su bastón, se internó en Farbonta, donde lo siguieron sus compañeros.

La puerta del Gran Roble se abrió de golpe. Valrya interrumpió sus oraciones y se volvió con el corazón acelerado.
—Ha vuelto —dijo otro clérigo desde el umbral, sonriendo tras su barba castaña.
Valrya le devolvió la sonrisa, se levantó y salió corriendo del templo. Las calles se llenaron de un rumor optimista. El ruido de la armadura de Telperion en el silencio del pueblo anunciaba el regreso del clérigo en jefe del templo de Ehlonna y los aliviados pobladores se asomaban por las ventanas con la certeza de que la llegada del clérigo traería el fin de los ataques.
Desde la calle oscura, sólo se apreciaba la luz de las velas ondular dentro de las casas.
—Maestro —dijo Valrya inclinándose frente a Telperion y dándole un fuerte apretón de manos.
—Mi querido Valrya —Telperion estaba verdaderamente reconfortado—. Estoy bien.
El resto de los clérigos salió a recibir a la comitiva, pero Telperion hizo que entraran rápidamente al templo, no quería causar más alboroto en el pueblo.
Bélial ponía atención a todo a su alrededor y observaba cada punto en el pueblo y el templo como si quisiera dejarlo grabado en su memoria. Además saludó efusivamente a todos los clérigos del templo cuando fue presentado.
No habían dicho nada del viaje ni los clérigos habían comentado nada de la ausencia de los elfos, apenas terminaban los saludos cuando el rostro de Telperion ensombreció rápidamente.
—¿Dónde esta Ósfaut? —había notado la ausencia de un clérigo joven y rubio. Los demás dejaron de sonreír al instante y observaron a Valrya con nerviosismo; el aprendiz de Telperion habló rápidamente y con calma.
—Está aquí —dijo­—. Pero hubo un problema. El último incendio fue hace cuatro días y fue ciertamente uno de los más grandes que hemos visto. Algunos unicornios vinieron a refugiarse, pero avisaron que otros estaban atrapados en el fuego. Fuimos a buscarlos, Ósfaut venía con nosotros y… está arriba.
Olvidando el cansancio del viaje e incluso la debilidad por el ataque de la estirge, Telperion subió a toda prisa las escaleras, seguido de los demás elfos y Valrya. Al entrar en la habitación de Ósfaut encontró al muchacho tendido sobre la cama, inmóvil; a ss lado de había un cántaro con agua, un paño humedecido y una vela casi consumida.
Por cerca de un minuto permanecieron en silencio en el umbral, el joven clérigo se volvió hacia ellos en un movimiento lento y penoso, pero no pudieron verle los ojos: gran parte de la cara estaba cubierta con otro paño brillante de humedad.
—¿Qui-én… es? ¿Ma… estro? —dijo el muchacho con voz ronca y temblorosa. Telperion tomó aire y caminó hacia la cama con los pasos endurecidos por toda la calma que trataba de conservar. Se arrodilló a su lado y le tomó la mano. Ósfaut sonrió—. Yo he cum-plido, ¿verdad? He cum-plido con mi de-ber, ¿verdad?
—Y lo has hecho muy bien, Ósfaut —dijo el clérigo reprimiendo el nudo en la garganta—. Ehlonna está orgullosa del amor que has demostrado.
—Ella me ayu-dará, ¿verdad, maes-tro? —dijo Ósfaut, suplicando—. Me ayudará… a través de usted, ¿verdad?
Telperion quiso impedirlo, pero Ósfaut ya había llevado la mano al paño de la cara. En el umbral, donde los elfos veían la escena, Hínodel se cubrió la boca con las manos y Koríntur bajó la mirada.
Una quemadura en carne viva cruzaba toda la cara del muchacho; donde antes había belleza no quedaban más que heridas y cicatrices. Aún así, podía notarse un dejo de simpatía en su boca. Un simple parpadeo parecía cansarle, pero sus ojos insistentes no quitaban la mirada de su maestro.
—¿Ver-dad que me ayu-dará, maes-tro? —repitió en una última súplica con la voz partida.
Telperion le beso la mano escondiendo una lágrima. Sabía que esas heridas estaban más allá de su poder.

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