Primera Historia - El Palacio del Fuego

"El Tirano Mestizo" es una narración dividida en varias novelas, o 'historias'.
Actualmente estás leyendo la Segunda Historia: el Reino de la Guerra.
Y así será mientras el castillo se vea en el fondo de pantalla.

jueves, 27 de diciembre de 2012

I. 11.- El humo


Estrâik fue el primero que habló.
—Paciencia —le dijo al clérigo cuando salieron del cuarto—. Sé lo que piensas hermano, pero no estás en condiciones de ir al bosque. Mañana. Sólo después de que hayas descansado y la ira se haya quedado en tu cama podrás aventurarte a resolver tus problemas.
Telperion no quería levantar la mirada. Apenas y lo hizo cuando en el rellano de la escalera aparecieron los demás clérigos.
—Estrâik tiene razón —dijo Koríntur con la voz más tranquila que le habían escuchado—; de nada sirve salir con prisa. Cansados y en a oscuras, sólo terminaríamos… no podríamos cumplir la misión.
Más que relajarlo, las palabras de sus compañeros lo irritaban. ¿Qué podía saber Koríntur si él era un extranjero que no sabía a ciencia cierta qué lo había llevado hasta Faunera? Y la actitud de Estrâik era, además, decepcionante; él que veía cómo el fuego consumía el bosque y desfiguraba a los que lo protegían, él que había visto la devastación de cerca, justo como los clérigos, ¿ahora le pedía paciencia? Para Telperion era una confirmación más de que todo se lo tomaban a juego.
Cuando Hínodel le puso una mano en el hombro, prefirió hacerse el desentendido. Lo peor que podía pasarle en ese momento es que la elfa se uniera a la opinión de los demás.
—Tal vez nosotros no podemos entenderte —dijo casi en un susurro—, pero ella sí.
Telperion levantó la mirada y vio entre los demás clérigos a una de cabello rojizo presionar un símbolo sagrado contra su pecho, temblando con la más profunda de las desesperaciones. Apenas la vio y los ojos de ella enrojecieron y se hincharon; el labio inferior le temblaba. La vio y le dio a entender de inmediato que no podría ayudarlo, y ella leyó en la cara del clérigo el dolor, incluso la culpa. La mujer hipó una vez y tragó saliva a pesar de tener la boca seca de llanto. Entreabrió los labios y tras dos rápidas respiraciones habló con la voz seria y monótona de quien evita quebrarse en llanto.
—Paciencia, maestro. Mañana iremos por él y lo apagaremos. Y esto no volverá a pasarle a nadie.
Después besó su símbolo sagrado y caminó hacia el cuarto. Ni despacio ni deprisa, sólo sabía a cada paso que al abrir la puerta vería al mismo hombre con las mismas cicatrices sobre la cara.
Bélial, que había escuchado tantas canciones e historias no había comprendido en ningún lado el amor como lo comprendió en los ojos de ella.
—Hay que dormir —fue lo único que dijo Telperion. Caminó hacia su cuarto apoyándose en su bastón. Tan cansado como estaba parecía más viejo, su barba brillaba menos y parecía formada de hilos muy delgados. Pero al mismo tiempo, todo el clérigo se sentía más sabio y cada paso que daba era una advertencia a sus enemigos, una promesa de castigo.

Antes de que el sol saliera ya había movimiento en el Gran Roble. Hínodel revisó la bodega con esperanza de encontrar municiones para su ballesta, pero sólo encontró flechas para arco. Soltó un resoplido lamentándose de haber dejado la espada en Líbermond.
Koríntur y Estrâik tomaban las provisiones de las que podían prescindir en el templo y las guardaban en las mochilas, mientras Bélial llenaba con agua todos los frascos que encontraba.
Sin embargo, cuando los clérigos empezaron a prepararse, la orden fue tajante.
­—Iremos nosotros cinco, nada más.
Los clérigos protestaron y defendieron que estaban capacitados para combatir, que su poder podría apoyar al de Telperion y que un par de manos nunca estaban de más, pero el clérigo en jefe había tenido suficiente tiempo durante el sueño para hacerse de una convicción férrea.
—Al contrario —les dijo—, una mano más de las necesarias es ya un estorbo.
—Lo que le pasó a Ósfaut fue un accidente —dijo el clérigo de piel oscura—. No volverá a suceder.
—Los accidentes no existen —dijo Telperion—. Además, un grupo demasiado grande será fácil de ver. Nosotros cinco encontraremos el fuego y lo apagaremos.
—De acuerdo —dijo Valrya, detrás de los clérigos; terminaba de pulir la armadura de su maestro—. No combatiremos. Pero déjanos acompañarte hasta la delta del río Verde, el terreno que hemos explorado. Después prometemos regresar.
No había súplica o amenaza en la voz del aprendiz, era una simple petición, como quien pide agua y no se le puede negar.
—Hasta la delta —dijo Telperion con la primer sonrisa desde que vio a Ósfaut—. De acuerdo.
Salieron al jardín trasero en silencio, el cielo ya clareaba en el este pero el sol no asomaba aún su corona. Los clérigos se estremecieron con la brisa matutina, era un frío recalcitrante que terminó de despertar a Koríntur. El hechicero silbó y tras un momento, Skrath bajó de los árboles y se posó en su hombro dando un largo bostezo. Baltho esperaba al grupo de cara al bosque, tan sereno como su amo, escudriñando entre los troncos, buscando en el aire el menor indicio de calor.
Telperion terminó de ponerse la armadura con ayuda de Valrya y se colgó otro símbolo sagrado de Ehlonna. Había cambiado el suyo de plata por el de Ósfaut, de madera igual que los símbolos de sus compañeros.
Estrâik cortó el aire con la cimitarra una vez para desperezar los músculos y con el arma en la mano, hizo un gesto con la cabeza a Telperion. Por respuesta, éste empezó a caminar hacia el bosque y todos le siguieron el paso.
Las hojas de los árboles temblaban como de frío y el aire limpio y con olor a hierba les rasguñaba la cara entumecida. Demasiado rápido habían pasado del calor del Gran Roble a la desprotección del bosque. Las hojas crujían bajo sus pies y el grupo caminaba disperso, alejados unos de otros, como si cubrir más terreno les diera poder sobre sus enemigos.
Tan dispersos estaban que apenas notaron que alrededor de ellos otras pisadas se unían a las suyas, tranquilas, protectoras. Una triada de unicornios escoltaba al grupo, entre ellos Halvaradian que mostraba a Telperion la amplia cicatriz que le cruzaba la cara, sobre la cual había vuelto a crecer el pelillo fino y brillante.
—Solamente hasta la delta —les dijo Telperion con simpatía—, de ahí en adelante, mis compañeros y yo iremos solos.
—De acuerdo —dijo Halvaradian—. Será como tú quieras.
Pero habló en un tono que hizo que Bélial riera.
Cuando los hilos del sol empezaron a filtrarse entre algunas hojas al este, les llegó hasta los oídos el rumor del agua. Se acercaban al Río Verde que era llamado así por unas hierbas pequeñitas como musgo, pero brillantes, que coloreaban el agua con un tenue matiz esmeralda. Cuando el sol daba de lleno sobre el agua clara, en las partes más estrechas del río se veían unos pequeños destellos verdes, como el brillo del oro o el cristal. Sabían que el río se extendía más allá del bosque, hasta el mar, pero desconocían si el brillo que le daba su nombre salía de Faunera o era una belleza exclusiva del lugar.
Los clérigos reconocieron que aquel era el brazo norte del río y para evitar quedar atrapados por la delta, caminaron del lado izquierdo.
Así siguieron el río por mucho tiempo y cuando el sol ya se había alejado bastante del horizonte el rumor del agua creció, al flujo de la corriente se sumó el ruido del agua salpicando al chocar con las piedras.
Ahí el terreno empezaba a subir, las fallas en el río lo hacían dividirse en la delta marcada por un canto rodado inmenso y era el único punto donde habían visto que el musgo brillante salía del agua.
—Este es el límite —dijo Halvaradian.
—Es un camino largo —dijo Koríntur acercándose al río.
—Por eso no permitía que pasáramos de aquí —dijo el clérigo de barba castaña—, para cuando volvamos, será media tarde.
—La idea era que jamás estuviéramos de noche en el bosque —dijo la mujer de cabello rojizo con la voz apagada.
—Tendremos que arriesgarnos —dijo Telperion—. Comeremos algo y después regresarán. También es para los tuyos, Halvaradian.
—¿Desde cuándo los elfos mandan sobre los unicornios? —dijo Halvaradian más irónico que molesto—. Además, si nos dices que regresemos a casa, ya estamos ahí.
—No estoy empezando una discusión —dijo el clérigo.
—Creo que deberías reunir a más de los tuyos, hermano —dijo Estrâik al unicornio—. Estoy seguro que el fuego se pondrá más agresivo.
El grupo se sumió en un silencio repentino. Bélial, que ya mascaba carne seca con Koríntur, asintió.
—Pensaba lo mismo.
—¿Por qué? —preguntó Hínodel.
—Por todo lo que averiguaron en Líbermond —dijo Bélial.
—El fuego piensa y siente, hermana —dijo Estrâik—. Nos sentirá llegar y hará todo lo posible por detenernos.
Los clérigos parecían menos dispuestos a irse. Telperion tomó una manzana de mano de Koríntur y le dio un sonoro mordisco.
­—El fuego puede quemar fácilmente, varios manzanos —dijo—. Pero le resultará difícil quemar una sola manzana. Una en especial. Mientras más seamos, seremos un blanco más fácil. Realmente, lo más seguro para todos es que vayamos nosotros.
—Como te dije antes, estoy de acuerdo —dijo el unicornio—. Pero tampoco esperes que cuando el bosque necesite ayuda, los unicornios se queden viendo a que los elfos se arriesguen solos. Mantendremos un ojo sobre ustedes, Telperion. ¡Suerte!
Y dando una coz sobre la hierba, salió galopando con sus compañeros hacia el norte.

El sol estaba en lo más alto cuando terminaron de comer y los clérigos se despedían entre oraciones y deseos de buena suerte. Apenas y esperaron a que se alejaran cuando los elfos reemprendieron el camino hacia el este, de nuevo al lado del río.
Entre la inmensidad del bosque, la soledad se acentuaba a cada paso. Costaba creer que ese lugar fuera para ellos una amenaza constante. El sol levantaba un aura amarilla de las hojas secas en el suelo y la tierra húmeda resplandecía bajo sus pies. Por entre las ramas de los árboles, la luz se colaba como cuerdas de cristal dorado que tocaban amablemente el suelo aquí y allá y el ambiente estaba lleno de insectos y esporas, semejantes a pequeñas hadas.
Por más bella y agradable que fuera la visión, no podían disfrutar de nada. Caminaban en silencio y con los ojos muy abiertos, atentos a cualquier cosa que se moviera o hiciera ruido. De algún modo, el estado de alerta permanente tampoco les favorecía, caminaban más despacio y el silencio les crispaba los nervios. Koríntur llegó a resoplar varias veces, harto de la tensión.
—¿Por qué no mando a Skrath a investigar? —dijo con un dejo de impaciencia.
—Buena idea —dijo Telperion—. Nadie ni nada sospecharía de él.
—Adelante, amigo —dijo Koríntur levantando el brazo—. Sé útil y busca algo sospechoso.
El cuervo dio un picotazo y alzo el vuelo. Esquivó algunas ramas y voló por encima de las copas de los árboles. Por un rato sólo escucharon los aletazos del cuervo más fuertes que sus propias pisadas.
Bélial prestaba atención a todos esos sonidos, al rumor barbotante del río, al ruido de las hojas que al moverse suenan como cientos de piedritas cayendo, a la tierra húmeda comprimirse bajo sus pies.
Y luego algo más. Se detuvo en seco, al mismo tiempo que Estrâik y Baltho. Los demás los secundaron sin haberse percatado de nada.
—¿También lo oíste? —preguntó Bélial a Estrâik, el druida se volvió hacia él.
—¿Qué fue? ¿Eran chillidos?
—Eran risas —dijo Bélial en un susurro, con un dedo frente a los labios—. Risas agudas.
En un acto instintivo ante el peligro y llevado por la tensión, Koríntur metió los dedos a la boca para llamar a Skrath.
—¡No! —trató de atajarle Bélial en un grito ahogado, pero muy tarde. Un breve silbido había golpeado el silencio, rasgando la calma del bosque. Tal vez en otras circunstancias pudo pasar como un acto inocente y el ruido hubiera sido uno más entre cientos.
Koríntur se golpeó la cabeza con la palma y cuando Skrath llegó hasta su hombro le asestó un picotazo.
—¿En qué estás pensando?
—Me equivoqué, ¿sí?
—Silencio —Estrâik había desenvainado la cimitarra. Veía un punto hacia el sur, cruzando el río. Nadie dijo una palabra y apenas se permitían respirar. Entre el silencio de la espera, el filo sedoso de la espada de Bélial se oía desenvainarse con mucha lentitud.
Entonces los demás pudieron oírlo también. Unas risillas agudas, divertidas, casi simpáticas. Para Bélial, no había mucha diferencia con las risas de algunas hadas. Después de todo, las hadas tienen una malicia muy particular.
Apenas y tuvieron tiempo para reaccionar. Tres bolas de fuego volaban entre los árboles, no se molestaban en esquivarlos, pues apenas chocaban con alguno la corteza volaba entre varias chispas y el tronco se ennegrecía.
Pasaron sobre el río describiendo un arco y se lanzaron de inmediato contra los elfos. Mientras Telperion desviaba a una de las bolas de fuego con el escudo, Hínodel sin más saltaba hacia un lado para esquivarla. Las bolas de fuego siguieron su camino, riendo y golpeteando los árboles mientras daban la vuelta. Estrâik levantó la cimitarra en guardia hacia la tercer bola de fuego, que no se movía de su lugar. Ya quieta, el brillo que la envolvía se había relajado, revelando su forma con claridad.
Era un hombrecillo, apenas más pequeño que un mediano. Su piel rojiza estaba completamente envuelta en llamas y de su espalda le surgían unas grandes alas de murciélago que al batirlas encendían más el fuego de su cuerpo y lo hacían subir y bajar en el aire.
Telperion dio un paso adelante y le mostró su símbolo sagrado. Alcanzó a ver que la cabeza del hombrecillo estaba coronada por un par de cuernos diminutos y sus manos terminaban en unas garras afiladas como puntas de flecha, lo que le daba un aspecto de diablo o demonio muy pequeño.
Si se había quedado quieto el tiempo suficiente para que lo vieran, era solo para ganar tiempo. Bélial reaccionó instintivamente y giró sobre sí mismo con la espada en alto, pero otro diablillo ya le había dado alcance y con un golpe rápido le rasguñó el brazo de la espada. Las pequeñas garras escocían, dolía más lo que quemaban que lo que cortaban.
Alertado por el movimiento del bardo, Hínodel también se volvió y, por segunda vez, sus reflejos le salvaron de un golpe inminente. Las tres figuras rieron de los elfos y comenzaron a volar a su alrededor. Cuando Hínodel se reincorporó, ya tenía la ballesta en una mano. Se dio sólo un segundo para afinar la puntería y disparó. Pero esta vez falló.
Con un giró rápido, uno de los diablillos golpeó la saeta y la hizo arder. Telperion tomó el arco lo más rápido que pudo, pero la sorpresa lo hizo trastabillar y tardó aún un momento en lograr tomar una flecha como debía. Mientras tanto, Koríntur había hecho un enérgico movimiento con la mano izquierda cortando el aire.
¡Fulmen de pruina! —gritó y de su mano salió disparada una bola de nieve brillante y azulada, apenas más grande que su puño. La bola de nieve cruzó sobre las cabezas de los elfos y tomó por sorpresa a uno de los diablillos que, al ser golpeado, cayó al suelo en medio de un grito agudo y confuso. La nieve apagó momentáneamente su fuego, lo que evidentemente le causaba un gran dolor. Estrâik tomó la cimitarra con ambas manos y aprovechando la ventaja, la enterró con todas sus fuerzas sobre el diablillo. Teniéndolo ya cerca, se dio cuenta que era una figura femenina la que se retorcía de dolor bajo su filo, una pequeña mujer de cabello lacio cuya piel se oscurecía rápidamente mientras las flamas de su vida se apagaban.
Indignados, los otros dos diablillos volaron hacia Estrâik. También uno de ellos tenía figura femenina. Aleteaban con furia sobre la cabeza del druida, aspirando con enojo y llenándose el pecho de fuerza.
—¡Cuidado! ­—gritó Bélial y ambos diablillos echaron la cabeza hacia delante para escupir a Estrâik, pero sólo uno lo logró. El otro fue atravesado certeramente por una flecha de Telperion.
Mientras ese diablillo de forma masculina se desvanecía con la piel ennegrecida, de la boca de la otra salían ascuas y flamas como las de la cresta de una hoguera. Estrâik trató de ponerse a cubierto pero sólo consiguió que el fuego le alcanzara en la espalda.
Con una última aspiración de humo, la diablilla se limpió la boca riendo; se volvió hacia los elfos y alcanzó a ver a Bélial a tiempo, quien ya se preparaba para cortarla con la espada. En un aleteo rápido se elevó saliendo del alcance del bardo.
Hínodel bajó la ballesta, ésta vez no podía permitir que escapara. Entrecerró el puño y un pequeño haz de chispas rosadas apareció en él. Con energía extendió la mano hacia la diablilla.
¡Jactum magicus! —gritó y el brillo rosado golpeó a la diablilla. Ésta agitó la cabeza confundida y vio con odio a Hínodel. Pero sabiéndose superada en número, hizo un amago de escape y por segunda vez Telperion no falló el disparo; la diablilla terminó con una flecha en el vientre y cayó describiendo círculos mientras sus llamas se apagaban.
—No son tan grandes —dijo Koríntur algo confiado—, pensé que buscábamos algo más… no sé, monstruoso.
—No te preocupes, hermano, eso estamos buscando —dijo Estrâik metiéndose al río para calmar el ardor de la espalda.
—Ellos son el menor de nuestros problemas —dijo Bélial—. Los méfits ni siquiera son fuerzas de combate, son sólo habitantes de los planos.
—¿No eran diablos? —preguntó Telperion acercándose al cadáver de uno de ellos.
—Por suerte no, maese —dijo el bardo acercándose a Estrâik—; se parecen, pero no tienen nada que ver con alguna fuerza infernal o abismal.
Y después sumergió el brazo en que fue herido. El agua del río verde, clara y fresquísima, era el alivio perfecto para el escozor.
—¿Están bien? —preguntó Hínodel.
—Estoy seguro que nos fue bien —dijo Estrâik saliendo del agua—. Sugiero que tratemos de seguir lo más cerca que podamos del río.
—Méfits —repitió Koríntur, removiendo con el pie uno de los pequeños cadáveres—. Nunca había visto nada como ellos… aunque claro, si lo hubiera hecho, no lo recordaría.
—A quienes realmente temo, es a los elementales —dijo Bélial sacudiéndose el agua del brazo—. Será como ver caminar al fuego.
Los demás guardaron silencio e intercambiaron miradas. Era justamente lo que habían oído en los relatos de los unicornios.
—Vamos —dijo Telperion besando de nuevo su símbolo sagrado, pero justo cuando se disponían a reiniciar Baltho empezó a gruñir.
—¿Qué pasa, amigo? —Estrâik se arrodilló a su lado, el lobo apuntaba fijamente a algún lugar en el este. El druida pudo entender que su compañero no veía nada, sino que olfateaba. Cerró los ojos y prestó atención al aire a su alrededor. Se levantó de golpe.
—Humo —dijo con miedo—. Hay árboles ardiendo por aquí.
—¡De prisa! —Koríntur alzó el brazo y Skrath levantó el vuelo. Apenas salió de entre las copas de los árboles volvió a bajar.
—¡Unos árboles se queman! —dijo el cuervo, graznando aterrado—. ¡Allá! ¡Adelante!
Aún con las armas en las manos, los elfos corrieron siguiendo al cuervo. El miedo les revolvía el estómago y el sudor empezó a perlar sus frentes; mientras corrían se volvían a todos lados, buscando algún indicio de fuego. De algún modo, tener el río tan cerca les daba cierta tranquilidad, pero conforme Skrath avanzaba, el agua se iba alejando más y más. Koríntur trataba de mantenerlo aún a la vista.
El cuervo bajó la velocidad y regresó al hombro de su amo, entre estertores agudos que bien podían interpretarse como tosidos.
—No… puedo…
—Es demasiado sensible al humo —dijo Estrâik.
Entonces se dieron cuenta que todos podían sentirlo bajo la nariz. Ese aire oprimido, opaco y caliente que raspaba como si respiraran tierra, o como frotarse una rama seca en la garganta. Sintieron en los ojos el calor que los hacía parpadear varias veces y fruncir el ceño con molestia.
Sintieron el humo cerca de ellos, empezaban a verlo. Y después lo escucharon también. Algo empezó a crujir varios metros adelante, empezó como un golpecito aislado y se volvió un trotar furioso de astillas. Levantaron la vista al cielo. Una columna de humo empezaba a levantarse de un fuego recién creado. Y debajo de ella, la copa de uno de los árboles se inclinaba hacia su izquierda, hasta que desapareció entre los demás.
Muchas ramas gritaron. Las hojas crujieron como huesos. Y luego un golpe seco.

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