Estrâik fue el primero que habló.
—Paciencia —le dijo al clérigo cuando
salieron del cuarto—. Sé lo que piensas hermano, pero no estás en condiciones
de ir al bosque. Mañana. Sólo después de que hayas descansado y la ira se haya
quedado en tu cama podrás aventurarte a resolver tus problemas.
Telperion no quería levantar la
mirada. Apenas y lo hizo cuando en el rellano de la escalera aparecieron los
demás clérigos.
—Estrâik tiene razón —dijo
Koríntur con la voz más tranquila que le habían escuchado—; de nada sirve salir
con prisa. Cansados y en a oscuras, sólo terminaríamos… no podríamos cumplir la
misión.
Más que relajarlo, las palabras
de sus compañeros lo irritaban. ¿Qué podía saber Koríntur si él era un
extranjero que no sabía a ciencia cierta qué lo había llevado hasta Faunera? Y
la actitud de Estrâik era, además, decepcionante; él que veía cómo el fuego
consumía el bosque y desfiguraba a los que lo protegían, él que había visto la
devastación de cerca, justo como los clérigos, ¿ahora le pedía paciencia? Para
Telperion era una confirmación más de que todo se lo tomaban a juego.
Cuando Hínodel le puso una mano
en el hombro, prefirió hacerse el desentendido. Lo peor que podía pasarle en
ese momento es que la elfa se uniera a la opinión de los demás.
—Tal vez nosotros no podemos
entenderte —dijo casi en un susurro—, pero ella sí.
Telperion levantó la mirada y
vio entre los demás clérigos a una de cabello rojizo presionar un símbolo
sagrado contra su pecho, temblando con la más profunda de las desesperaciones.
Apenas la vio y los ojos de ella enrojecieron y se hincharon; el labio inferior
le temblaba. La vio y le dio a entender de inmediato que no podría ayudarlo, y
ella leyó en la cara del clérigo el dolor, incluso la culpa. La mujer hipó una
vez y tragó saliva a pesar de tener la boca seca de llanto. Entreabrió los
labios y tras dos rápidas respiraciones habló con la voz seria y monótona de
quien evita quebrarse en llanto.
—Paciencia, maestro. Mañana
iremos por él y lo apagaremos. Y esto no volverá a pasarle a nadie.
Después besó su símbolo sagrado
y caminó hacia el cuarto. Ni despacio ni deprisa, sólo sabía a cada paso que al
abrir la puerta vería al mismo hombre con las mismas cicatrices sobre la cara.
Bélial, que había escuchado
tantas canciones e historias no había comprendido en ningún lado el amor como
lo comprendió en los ojos de ella.
—Hay que dormir —fue lo único
que dijo Telperion. Caminó hacia su cuarto apoyándose en su bastón. Tan cansado
como estaba parecía más viejo, su barba brillaba menos y parecía formada de
hilos muy delgados. Pero al mismo tiempo, todo el clérigo se sentía más sabio y
cada paso que daba era una advertencia a sus enemigos, una promesa de castigo.
Antes de que el sol saliera ya había movimiento en el Gran
Roble. Hínodel revisó la bodega con esperanza de encontrar municiones para su
ballesta, pero sólo encontró flechas para arco. Soltó un resoplido lamentándose
de haber dejado la espada en Líbermond.
Koríntur y Estrâik tomaban las
provisiones de las que podían prescindir en el templo y las guardaban en las
mochilas, mientras Bélial llenaba con agua todos los frascos que encontraba.
Sin embargo, cuando los clérigos
empezaron a prepararse, la orden fue tajante.
—Iremos nosotros cinco, nada
más.
Los clérigos protestaron y
defendieron que estaban capacitados para combatir, que su poder podría apoyar
al de Telperion y que un par de manos nunca estaban de más, pero el clérigo en
jefe había tenido suficiente tiempo durante el sueño para hacerse de una
convicción férrea.
—Al contrario —les dijo—, una mano
más de las necesarias es ya un estorbo.
—Lo que le pasó a Ósfaut fue un
accidente —dijo el clérigo de piel oscura—. No volverá a suceder.
—Los accidentes no existen —dijo
Telperion—. Además, un grupo demasiado grande será fácil de ver. Nosotros cinco
encontraremos el fuego y lo apagaremos.
—De acuerdo —dijo Valrya, detrás
de los clérigos; terminaba de pulir la armadura de su maestro—. No
combatiremos. Pero déjanos acompañarte hasta la delta del río Verde, el terreno
que hemos explorado. Después prometemos regresar.
No había súplica o amenaza en la
voz del aprendiz, era una simple petición, como quien pide agua y no se le
puede negar.
—Hasta la delta —dijo Telperion
con la primer sonrisa desde que vio a Ósfaut—. De acuerdo.
Salieron al jardín trasero en silencio,
el cielo ya clareaba en el este pero el sol no asomaba aún su corona. Los
clérigos se estremecieron con la brisa matutina, era un frío recalcitrante que
terminó de despertar a Koríntur. El hechicero silbó y tras un momento, Skrath
bajó de los árboles y se posó en su hombro dando un largo bostezo. Baltho
esperaba al grupo de cara al bosque, tan sereno como su amo, escudriñando entre
los troncos, buscando en el aire el menor indicio de calor.
Telperion terminó de ponerse la
armadura con ayuda de Valrya y se colgó otro símbolo sagrado de Ehlonna. Había
cambiado el suyo de plata por el de Ósfaut, de madera igual que los símbolos de
sus compañeros.
Estrâik cortó el aire con la
cimitarra una vez para desperezar los músculos y con el arma en la mano, hizo un
gesto con la cabeza a Telperion. Por respuesta, éste empezó a caminar hacia el
bosque y todos le siguieron el paso.
Las hojas de los árboles
temblaban como de frío y el aire limpio y con olor a hierba les rasguñaba la
cara entumecida. Demasiado rápido habían pasado del calor del Gran Roble a la
desprotección del bosque. Las hojas crujían bajo sus pies y el grupo caminaba
disperso, alejados unos de otros, como si cubrir más terreno les diera poder
sobre sus enemigos.
Tan dispersos estaban que apenas
notaron que alrededor de ellos otras pisadas se unían a las suyas, tranquilas,
protectoras. Una triada de unicornios escoltaba al grupo, entre ellos Halvaradian
que mostraba a Telperion la amplia cicatriz que le cruzaba la cara, sobre la
cual había vuelto a crecer el pelillo fino y brillante.
—Solamente hasta la delta —les
dijo Telperion con simpatía—, de ahí en adelante, mis compañeros y yo iremos
solos.
—De acuerdo —dijo Halvaradian—.
Será como tú quieras.
Pero habló en un tono que hizo
que Bélial riera.
Cuando los hilos del sol
empezaron a filtrarse entre algunas hojas al este, les llegó hasta los oídos el
rumor del agua. Se acercaban al Río Verde que era llamado así por unas hierbas
pequeñitas como musgo, pero brillantes, que coloreaban el agua con un tenue
matiz esmeralda. Cuando el sol daba de lleno sobre el agua clara, en las partes
más estrechas del río se veían unos pequeños destellos verdes, como el brillo
del oro o el cristal. Sabían que el río se extendía más allá del bosque, hasta
el mar, pero desconocían si el brillo que le daba su nombre salía de Faunera o
era una belleza exclusiva del lugar.
Los clérigos reconocieron que aquel
era el brazo norte del río y para evitar quedar atrapados por la delta, caminaron
del lado izquierdo.
Así siguieron el río por mucho
tiempo y cuando el sol ya se había alejado bastante del horizonte el rumor del
agua creció, al flujo de la corriente se sumó el ruido del agua salpicando al
chocar con las piedras.
Ahí el terreno empezaba a subir,
las fallas en el río lo hacían dividirse en la delta marcada por un canto
rodado inmenso y era el único punto donde habían visto que el musgo brillante
salía del agua.
—Este es el límite —dijo
Halvaradian.
—Es un camino largo —dijo
Koríntur acercándose al río.
—Por eso no permitía que
pasáramos de aquí —dijo el clérigo de barba castaña—, para cuando volvamos,
será media tarde.
—La idea era que jamás
estuviéramos de noche en el bosque —dijo la mujer de cabello rojizo con la voz
apagada.
—Tendremos que arriesgarnos
—dijo Telperion—. Comeremos algo y después regresarán. También es para los
tuyos, Halvaradian.
—¿Desde cuándo los elfos mandan
sobre los unicornios? —dijo Halvaradian más irónico que molesto—. Además, si
nos dices que regresemos a casa, ya estamos ahí.
—No estoy empezando una
discusión —dijo el clérigo.
—Creo que deberías reunir a más
de los tuyos, hermano —dijo Estrâik al unicornio—. Estoy seguro que el fuego se
pondrá más agresivo.
El grupo se sumió en un silencio
repentino. Bélial, que ya mascaba carne seca con Koríntur, asintió.
—Pensaba lo mismo.
—¿Por qué? —preguntó Hínodel.
—Por todo lo que averiguaron en
Líbermond —dijo Bélial.
—El fuego piensa y siente,
hermana —dijo Estrâik—. Nos sentirá llegar y hará todo lo posible por
detenernos.
Los clérigos parecían menos
dispuestos a irse. Telperion tomó una manzana de mano de Koríntur y le dio un
sonoro mordisco.
—El fuego puede quemar
fácilmente, varios manzanos —dijo—. Pero le resultará difícil quemar una sola
manzana. Una en especial. Mientras más seamos, seremos un blanco más fácil.
Realmente, lo más seguro para todos es que vayamos nosotros.
—Como te dije antes, estoy de
acuerdo —dijo el unicornio—. Pero tampoco esperes que cuando el bosque necesite
ayuda, los unicornios se queden viendo a que los elfos se arriesguen solos.
Mantendremos un ojo sobre ustedes, Telperion. ¡Suerte!
Y dando una coz sobre la hierba,
salió galopando con sus compañeros hacia el norte.
El sol estaba en lo más alto cuando terminaron de comer y
los clérigos se despedían entre oraciones y deseos de buena suerte. Apenas y
esperaron a que se alejaran cuando los elfos reemprendieron el camino hacia el
este, de nuevo al lado del río.
Entre la inmensidad del bosque,
la soledad se acentuaba a cada paso. Costaba creer que ese lugar fuera para
ellos una amenaza constante. El sol levantaba un aura amarilla de las hojas
secas en el suelo y la tierra húmeda resplandecía bajo sus pies. Por entre las
ramas de los árboles, la luz se colaba como cuerdas de cristal dorado que
tocaban amablemente el suelo aquí y allá y el ambiente estaba lleno de insectos
y esporas, semejantes a pequeñas hadas.
Por más bella y agradable que
fuera la visión, no podían disfrutar de nada. Caminaban en silencio y con los
ojos muy abiertos, atentos a cualquier cosa que se moviera o hiciera ruido. De
algún modo, el estado de alerta permanente tampoco les favorecía, caminaban más
despacio y el silencio les crispaba los nervios. Koríntur llegó a resoplar
varias veces, harto de la tensión.
—¿Por qué no mando a Skrath a
investigar? —dijo con un dejo de impaciencia.
—Buena idea —dijo Telperion—.
Nadie ni nada sospecharía de él.
—Adelante, amigo —dijo Koríntur
levantando el brazo—. Sé útil y busca algo sospechoso.
El cuervo dio un picotazo y alzo
el vuelo. Esquivó algunas ramas y voló por encima de las copas de los árboles. Por
un rato sólo escucharon los aletazos del cuervo más fuertes que sus propias
pisadas.
Bélial prestaba atención a todos
esos sonidos, al rumor barbotante del río, al ruido de las hojas que al moverse
suenan como cientos de piedritas cayendo, a la tierra húmeda comprimirse bajo
sus pies.
Y luego algo más. Se detuvo en
seco, al mismo tiempo que Estrâik y Baltho. Los demás los secundaron sin
haberse percatado de nada.
—¿También lo oíste? —preguntó
Bélial a Estrâik, el druida se volvió hacia él.
—¿Qué fue? ¿Eran chillidos?
—Eran risas —dijo Bélial en un
susurro, con un dedo frente a los labios—. Risas agudas.
En un acto instintivo ante el
peligro y llevado por la tensión, Koríntur metió los dedos a la boca para
llamar a Skrath.
—¡No! —trató de atajarle Bélial
en un grito ahogado, pero muy tarde. Un breve silbido había golpeado el
silencio, rasgando la calma del bosque. Tal vez en otras circunstancias pudo
pasar como un acto inocente y el ruido hubiera sido uno más entre cientos.
Koríntur se golpeó la cabeza con
la palma y cuando Skrath llegó hasta su hombro le asestó un picotazo.
—¿En qué estás pensando?
—Me equivoqué, ¿sí?
—Silencio —Estrâik había
desenvainado la cimitarra. Veía un punto hacia el sur, cruzando el río. Nadie
dijo una palabra y apenas se permitían respirar. Entre el silencio de la
espera, el filo sedoso de la espada de Bélial se oía desenvainarse con mucha
lentitud.
Entonces los demás pudieron
oírlo también. Unas risillas agudas, divertidas, casi simpáticas. Para Bélial,
no había mucha diferencia con las risas de algunas hadas. Después de todo, las
hadas tienen una malicia muy particular.
Apenas y tuvieron tiempo para
reaccionar. Tres bolas de fuego volaban entre los árboles, no se molestaban en
esquivarlos, pues apenas chocaban con alguno la corteza volaba entre varias
chispas y el tronco se ennegrecía.
Pasaron sobre el río
describiendo un arco y se lanzaron de inmediato contra los elfos. Mientras
Telperion desviaba a una de las bolas de fuego con el escudo, Hínodel sin más
saltaba hacia un lado para esquivarla. Las bolas de fuego siguieron su camino,
riendo y golpeteando los árboles mientras daban la vuelta. Estrâik levantó la
cimitarra en guardia hacia la tercer bola de fuego, que no se movía de su
lugar. Ya quieta, el brillo que la envolvía se había relajado, revelando su
forma con claridad.
Era un hombrecillo, apenas más
pequeño que un mediano. Su piel rojiza estaba completamente envuelta en llamas
y de su espalda le surgían unas grandes alas de murciélago que al batirlas
encendían más el fuego de su cuerpo y lo hacían subir y bajar en el aire.
Telperion dio un paso adelante y
le mostró su símbolo sagrado. Alcanzó a ver que la cabeza del hombrecillo
estaba coronada por un par de cuernos diminutos y sus manos terminaban en unas
garras afiladas como puntas de flecha, lo que le daba un aspecto de diablo o
demonio muy pequeño.
Si se había quedado quieto el
tiempo suficiente para que lo vieran, era solo para ganar tiempo. Bélial
reaccionó instintivamente y giró sobre sí mismo con la espada en alto, pero
otro diablillo ya le había dado alcance y con un golpe rápido le rasguñó el
brazo de la espada. Las pequeñas garras escocían, dolía más lo que quemaban que
lo que cortaban.
Alertado por el movimiento del
bardo, Hínodel también se volvió y, por segunda vez, sus reflejos le salvaron
de un golpe inminente. Las tres figuras rieron de los elfos y comenzaron a
volar a su alrededor. Cuando Hínodel se reincorporó, ya tenía la ballesta en
una mano. Se dio sólo un segundo para afinar la puntería y disparó. Pero esta
vez falló.
Con un giró rápido, uno de los
diablillos golpeó la saeta y la hizo arder. Telperion tomó el arco lo más
rápido que pudo, pero la sorpresa lo hizo trastabillar y tardó aún un momento
en lograr tomar una flecha como debía. Mientras tanto, Koríntur había hecho un
enérgico movimiento con la mano izquierda cortando el aire.
—¡Fulmen de pruina! —gritó y de su mano salió disparada una bola de
nieve brillante y azulada, apenas más grande que su puño. La bola de nieve
cruzó sobre las cabezas de los elfos y tomó por sorpresa a uno de los
diablillos que, al ser golpeado, cayó al suelo en medio de un grito agudo y
confuso. La nieve apagó momentáneamente su fuego, lo que evidentemente le
causaba un gran dolor. Estrâik tomó la cimitarra con ambas manos y aprovechando
la ventaja, la enterró con todas sus fuerzas sobre el diablillo. Teniéndolo ya
cerca, se dio cuenta que era una figura femenina la que se retorcía de dolor
bajo su filo, una pequeña mujer de cabello lacio cuya piel se oscurecía
rápidamente mientras las flamas de su vida se apagaban.
Indignados, los otros dos
diablillos volaron hacia Estrâik. También uno de ellos tenía figura femenina.
Aleteaban con furia sobre la cabeza del druida, aspirando con enojo y
llenándose el pecho de fuerza.
—¡Cuidado! —gritó Bélial y
ambos diablillos echaron la cabeza hacia delante para escupir a Estrâik, pero
sólo uno lo logró. El otro fue atravesado certeramente por una flecha de
Telperion.
Mientras ese diablillo de forma
masculina se desvanecía con la piel ennegrecida, de la boca de la otra salían
ascuas y flamas como las de la cresta de una hoguera. Estrâik trató de ponerse
a cubierto pero sólo consiguió que el fuego le alcanzara en la espalda.
Con una última aspiración de
humo, la diablilla se limpió la boca riendo; se volvió hacia los elfos y
alcanzó a ver a Bélial a tiempo, quien ya se preparaba para cortarla con la
espada. En un aleteo rápido se elevó saliendo del alcance del bardo.
Hínodel bajó la ballesta, ésta
vez no podía permitir que escapara. Entrecerró el puño y un pequeño haz de
chispas rosadas apareció en él. Con energía extendió la mano hacia la
diablilla.
—¡Jactum magicus! —gritó y el brillo rosado golpeó a la diablilla.
Ésta agitó la cabeza confundida y vio con odio a Hínodel. Pero sabiéndose
superada en número, hizo un amago de escape y por segunda vez Telperion no
falló el disparo; la diablilla terminó con una flecha en el vientre y cayó
describiendo círculos mientras sus llamas se apagaban.
—No son tan grandes —dijo
Koríntur algo confiado—, pensé que buscábamos algo más… no sé, monstruoso.
—No te preocupes, hermano, eso
estamos buscando —dijo Estrâik metiéndose al río para calmar el ardor de la
espalda.
—Ellos son el menor de nuestros
problemas —dijo Bélial—. Los méfits ni siquiera son fuerzas de combate, son
sólo habitantes de los planos.
—¿No eran diablos? —preguntó
Telperion acercándose al cadáver de uno de ellos.
—Por suerte no, maese —dijo el
bardo acercándose a Estrâik—; se parecen, pero no tienen nada que ver con
alguna fuerza infernal o abismal.
Y después sumergió el brazo en
que fue herido. El agua del río verde, clara y fresquísima, era el alivio
perfecto para el escozor.
—¿Están bien? —preguntó Hínodel.
—Estoy seguro que nos fue bien
—dijo Estrâik saliendo del agua—. Sugiero que tratemos de seguir lo más cerca que
podamos del río.
—Méfits —repitió Koríntur,
removiendo con el pie uno de los pequeños cadáveres—. Nunca había visto nada
como ellos… aunque claro, si lo hubiera hecho, no lo recordaría.
—A quienes realmente temo, es a
los elementales —dijo Bélial sacudiéndose el agua del brazo—. Será como ver
caminar al fuego.
Los demás guardaron silencio e
intercambiaron miradas. Era justamente lo que habían oído en los relatos de los
unicornios.
—Vamos —dijo Telperion besando
de nuevo su símbolo sagrado, pero justo cuando se disponían a reiniciar Baltho
empezó a gruñir.
—¿Qué pasa, amigo? —Estrâik se
arrodilló a su lado, el lobo apuntaba fijamente a algún lugar en el este. El
druida pudo entender que su compañero no veía nada, sino que olfateaba. Cerró
los ojos y prestó atención al aire a su alrededor. Se levantó de golpe.
—Humo —dijo con miedo—. Hay
árboles ardiendo por aquí.
—¡De prisa! —Koríntur alzó el
brazo y Skrath levantó el vuelo. Apenas salió de entre las copas de los árboles
volvió a bajar.
—¡Unos árboles se queman! —dijo
el cuervo, graznando aterrado—. ¡Allá! ¡Adelante!
Aún con las armas en las manos,
los elfos corrieron siguiendo al cuervo. El miedo les revolvía el estómago y el
sudor empezó a perlar sus frentes; mientras corrían se volvían a todos lados,
buscando algún indicio de fuego. De algún modo, tener el río tan cerca les daba
cierta tranquilidad, pero conforme Skrath avanzaba, el agua se iba alejando más
y más. Koríntur trataba de mantenerlo aún a la vista.
El cuervo bajó la velocidad y
regresó al hombro de su amo, entre estertores agudos que bien podían
interpretarse como tosidos.
—No… puedo…
—Es demasiado sensible al humo
—dijo Estrâik.
Entonces se dieron cuenta que
todos podían sentirlo bajo la nariz. Ese aire oprimido, opaco y caliente que
raspaba como si respiraran tierra, o como frotarse una rama seca en la
garganta. Sintieron en los ojos el calor que los hacía parpadear varias veces y
fruncir el ceño con molestia.
Sintieron el humo cerca de
ellos, empezaban a verlo. Y después lo escucharon también. Algo empezó a crujir
varios metros adelante, empezó como un golpecito aislado y se volvió un trotar
furioso de astillas. Levantaron la vista al cielo. Una columna de humo empezaba
a levantarse de un fuego recién creado. Y debajo de ella, la copa de uno de los
árboles se inclinaba hacia su izquierda, hasta que desapareció entre los demás.
Muchas ramas gritaron. Las hojas
crujieron como huesos. Y luego un golpe seco.
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