Primera Historia - El Palacio del Fuego

"El Tirano Mestizo" es una narración dividida en varias novelas, o 'historias'.
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Y así será mientras el castillo se vea en el fondo de pantalla.

sábado, 29 de diciembre de 2012

I. 12.- Los árboles caen



Bélial bajó la mochila, la abrió y, rodilla en suelo, empezó a repartir entre sus compañeros varios de los frascos que había llenado con agua.
—Hay que racionarlos. Si el humo es demasiado denso mojen un paño y respiren a través de él. Y cuiden el recipiente, podemos rellenarlos después en el río. Sólo rómpanlos como último recurso.
—Están tirando los árboles —dijo Estrâik—. No los queman, los tiran.
—Necesitan leña —dijo el bardo—. Eso nos da una ventaja.
—¿Ventaja? —Telperion acomodaba los frascos en su mochila.
—Estarán trabajando, seguramente —Bélial jaló de la tira de la mochila para cerrarla. Se levantó con un frasco en la mano y la espada en la otra—. Síganme, lo más callados que puedan.
El bardo se encorvó y echó a andar con pasos pequeños y veloces, apoyando primero las puntas y deslizándose más que pisando para patear cualquier rama en el camino. Koríntur fue el primero en seguirlo. Luego Hínodel y Estrâik, Telperion cerró la marcha más por retraso que por estrategia, las escamas de la armadura se oían frotarse y chocar y las placas del faldón a veces se encontraban en tenues tintineos. Por fuerza, tenía que avanzar más lento que sus compañeros.
Mientras más se acercaban, veían que Bélial bajaba más la cabeza y los pasos eran más cortos, luego más lentos. Hasta que llegó a tocar la tierra con las manos y a gatear en lugar de caminar. Pero ninguno de los elfos interrogó a Bélial, pues todos escuchaban lo mismo: golpes en la madera, pisadas yendo y viniendo y un murmullo crepitante. Pero ni una sola voz.
Bélial hizo una seña con la mano a sus compañeros para que se detuvieran y se arrastró pecho tierra desviándose un poco a la izquierda. Los demás se mantuvieron de rodillas, con la cabeza baja pero levantando los ojos para no perder detalle.
Era difícil arrastrarse con la espada desenvainada, apretaba el frasco de agua contra el pecho y se impulsaba con el codo para avanzar. El esfuerzo y el humo le habían hecho sudar y ahora el cabello le caía sobre la cara; en sus respiraciones entrecortadas tenía que resoplar para evitar que éste se le metiera a la boca.
Echó un vistazo entre los arbustos y alcanzó a ver la copa del árbol caído, luego el tronco y luego lo que lo había derribado. Los demás vieron que apartaba la vista con cierto aire abatido y preocupado. Con la espada a la altura de la pierna señaló al druida y le hizo señal con el dedo de que se acercara.
Estrâik acarició la cabeza de Baltho y el lobo se quedó echado donde estaba. Luego el druida empezó a arrastrarse por donde Bélial había pasado pero con más destreza. La hoja de la cimitarra, más corta que la de la espada, no le estorbaba al movimiento y tan acostumbrado como estaba Estrâik a esas escaramuzas en el bosque, llegó rápidamente donde su compañero.
También miró entre los arbustos. Unos hombres robustos y de baja estatura golpeaban el tronco del árbol y a cada golpe volaban astillas y partes de la corteza ennegrecida. La primera impresión fue que le habían prendido fuego al árbol para trabajarlo mejor, pero tras un momento vio que las flamas más grandes no estaban en la madera, sino en los hombres.
Unas fieras melenas de fuego les cubrían la cabeza, naciendo en la barbilla y subiendo por las orejas, hasta crecer en la coronilla. Los hombres tenían la constitución de los enanos: un poco más bajos que los hombres o los elfos, pero compensándolo con hombros anchos y unos brazos musculosos y gruesos. Llevaban el torso casi desnudo a excepción de algunas piezas de armadura que se colgaban con cadenas al rojo vivo por el contacto con su piel, del color del bronce, encendido y brillante como metal fundido; toda ella irradiaba calor y brillaba intermitentemente. Los ojos eran dos cuencas aún más luminosas, uniformes como el metal más incandescente de la forja; lo mismo la boca, cuando la abrían era como ver el interior de un horno encendido.
Eran cinco los hombres de fuego que trabajaban convirtiendo el árbol en leña; envolvían las ramas con una mano hasta que el fuego terminaba por quebrarlas o se abrazaban al tronco para debilitar la madera, en lugar de usar hachas terminaban el trabajo con gruesos martillos de batalla.
Estrâik miró a Bélial. El bardo levantó el frasco y apretó la espada. El druida se volvió hacia sus compañeros que esperaban entumidos de tan tensos. Apuntó a Hínodel y a Koríntur y les hizo señal de que fueran por la derecha, al otro lado, tratando de hacer un pequeño flanqueo. Teperion, mientras tanto, estaría en el centro. Con la mano, Estrâik le indicó que no se moviera e hizo la pantomima de sujetar un arco. Telperion se arrodilló, besó el símbolo sagrado y tensó una flecha. Baltho permanecía a su lado, echado sobre la tierra, sin soltar ni un pequeño gruñido.
Todos intercambiaron una mirada. Estrâik fue el primero en asentir. Bélial le respondió y acto seguido lanzó el frasco al hombre de fuego más cercano.
Pasó apenas en un momento: el frasco se quebró acertadamente sobre su cabeza, el agua amenazó con apagar su melena de fuego mientras gritaba con un gruñido tosco de dolor; sus compañeros se volvieron hacia él y descuidaron la retaguardia, donde Hínodel y Koríntur al grito de Jactum magicus lanzaban sus destellos hacia otro de los leñadores. Estrâik salió de entre los arbustos girando la cimitarra y lanzó un tajo certero al que había sido mojado. Como si hubiera chocado contra metal, la hoja sacó chispas incandescentes de la desconcertada cara del hombre. Después Bélial intentó rematarlo, pero sus compañeros ya habían reaccionado y uno de ellos interceptó al bardo rozándolo con su pesado martillo.
El que había sido mojado subió al tronco del árbol y del faldón de su armadura tomó un cuerno de bronce. Justo antes de que pudiera hacerlo sonar, una flecha se le encajó en la cara; Telperion había disparado al mismo tiempo que Baltho corría a ayudar a su amo.
Hínodel y Koríntur, por su parte, estaban en dificultades: los otros tres hombres los rodeaban con lanzas cuyas puntas brillaban de calor. Sin poder hacer otra cosa, Koríntur tomó rápidamente la maza que llevaba al cinto y trató de golpear la cabeza de uno de ellos, pero sólo alcanzó uno de los hombros que estaba protegido por la armadura. En contraataque, el hombre de fuego dio una estocada con la lanza que rozó el costado del hechicero, abriendo una herida y cauterizándola de inmediato debido al calor.
El que tenía el cuerno se volvió rápidamente hacia Telperion. Reconoció al clérigo a la distancia y, aún débil como estaba, su cara se llenó de ira y la melena de fuego creció quemando la flecha que hasta el momento seguía en el pómulo no sin causar daño, pues le había trabado la mandíbula abierta. Tiró el cuerno, tomó la lanza y la arrojó enérgicamente contra Telpeion. Pero la distancia era suficiente para que el clérigo tuviera tiempo de hacerse a un lado.
Estrâik buscó en su cinturón la rama de acebo y muérdago que los druidas siempre cargan con ellos para canalizar la energía de la naturaleza. Lo elevó sobre la cabeza con la mano en que no empuñaba la cimitarra y apuntó hacia el hombre que estaba sobre el tronco.
—Crearis aqua —dijo con una voz profunda y seria, casi tranquila. De todos lados surgieron pequeñas gotas de rocío que se unían a gran velocidad; tan rápidas, tan certeras, que apenas pasó un segundo antes de hacer suficiente agua para llenar un tonel pequeño y toda ella cayó sobre la cabeza del hombre de fuego quien, completamente debilitado, se desmayó mientras su piel ennegrecía y su melena se apagaba.
—¡Ayúdalos! —gritó Bélial saltado hacia un lado para esquivar el martillo de su oponente.
Estrâik giró sobre sus talones y silbó para llamar a Baltho. Koríntur y Hínodel se las arreglaban para escapar de las lanzas o ponerse a la distancia suficiente como para poder lanzar un conjuro sin bajar la guardia.
Tomó la cimitarra con ambas manos y lanzó una estocada baja con todas sus fuerzas al que le daba la espalda ocupado en tratar de golpear a Koríntur, pero ésta vez su hoja resultó inefectiva. La piel brillante del hombre se confundía con el metal al rojo vivo de sus armaduras, por lo que no pudo encontrar alguna vía libre para herirlo. Por respuesta, el hombre de fuego giró sobre sí mismo y con un revés golpeó al druida en el pecho, haciéndolo retroceder sin aire.
Era tiempo suficiente. Cuando el hombre regresó la mirada a Koríntur, éste ya tenía el puño cubierto de escarchar.
—¡Fulmen de pruina! —gritó el hechicero, golpeando la cabeza del hombre con una densa bola de nieve mágica que lo hizo caer de bruces, pero antes de que Koríntur pudiera rematarlo un grito detrás de él desvió su atención.
Hínodel había caído y sujetaba con ambas manos la lanza que uno de los hombres trataba de clavarle. El otro hombre había corrido tras el tronco del árbol caído y buscaba algo entre la tierra.
Al oír el grito de su amiga, Telperion tensó otra cuerda en el arco y avanzó decidido hacia ellos.
—Favoris divinum —murmuró con ojos brillantes. Un halo de luz verde surgió del símbolo sagrado y subió hasta su cuello, expandiéndose por sus hombros y sus brazos hasta llegar a las manos y terminar en la punta de la flecha. Cuando disparó, el proyectil dejó tras de sí una estela verde y fue a dar a la cabeza del hombre de fuego. Sus manos aflojaron la lanza y su melena ardió con furia consumiendo la flecha incrustada antes de apagarse por completo en la piel carbonizada.
Bélial empezaba a cansarse. Lo más que había conseguido era desviar los golpes de martillo de su oponente, pero ni una vez había colado su espada entre las placas de la armadura. Por su parte, el hombre de fuego parecía animado por el combate. Esperaba cansar lo suficiente al bardo para reducirlo en el golpe final, pero antes de poder lanzar el siguiente martillazo, una silueta blanca cruzó a toda velocidad entre los dos. Baltho corría alrededor del hombre de fuego buscando distraerlo.
Estrâik había recobrado el aliento, tenía de espaldas al hombre que amenazaba a Bélial. Levantó la cimitarra dispuesto a ayudar pero tropezó de inmediato. El que había caído de bruces le sujetaba el pie con su mano ardiente, quemando el cuero de la bota mientras el druida se retorcía para soltarse.
Al escuchar el grito de su amigo, Hínodel saltó hacia enfrente y trazó un movimiento amplio con el brazo.
­—¡Fulmen de pruina! —gritó la elfa y lanzó la bola de nieve mágica al pecho del hombre, donde al golpear se expandió por el torso, derritiéndose y apagando sus últimas fuerzas. Estrâik intentó levantarse, pero le dolía apoyar el pie.
Hínodel cargó la ballesta y apuntó. El hombre de fuego había derribado al bardo y trataba de tocarle la cara con su martillo incandescente, el bardo apenas y podía defenderse con la espada, que empezaba a calentarse. No podía abrir los ojos a causa del sudor y el fuego en la melena de su enemigo, pero le adivinaba una sonrisa de triunfo a juzgar por la risa en medio del forcejeo.
Hínodel disparó, pero la saeta ardió en la piel del hombre sin más. Cuando intentaba recargar la ballesta vio cerca de ella al otro hombre de fuego subir al tronco. Telperion corrió desde donde estaba.
—¡Que no lo haga sonar! —el clérigo había visto lo que el hombre de fuego buscaba. Hínodel alzó la vista y vio cómo éste se llevaba a la boca el cuerno de bronce. Tardó apenas un segundo en reaccionar, pero fue suficiente. Una nota clara, metálica y amenazante se elevó hacia el cielo. Duró muy poco, apenas un grito ahogado. De inmediato Hínodel se acercó y disparó, acertando en la barbilla del hombre de fuego. El cuerno de bronce cayó y el hombre con él, con la piel totalmente carbonizada.
Baltho gruñía al último hombre de fuego, pero no lo podía atacar. Un mordisco a su piel ardiente hubiera supuesto una herida en la única arma del lobo. Estrâik, tumbado en el suelo, levantó la rama de acebo y muérdago hacia su compañero.
—Crearis aqua —dijo reuniendo fuerzas. De nuevo, millones de gotas de rocío surgieron de todos lados hasta formar un charco sobre los dos combatientes y cayó de golpe sobre el hombre de fuego. Una densa nube de vapor se elevó mientras el hombre se retorcía de dolor, las llamas bajaron la intensidad y Baltho aprovechó para lanzarse sobre él. Con un mordisco certero en la yugular, derribó al último enemigo y terminó con él antes de que su melena pudiera encenderse otra vez.
Sólo la respiración entrecortada de Bélial rompía el silencio en que quedaron. El bardo se secó el sudor con la manga y luego se talló los ojos, exhausto. Telperion se acercó a Estrâik.
—¿Estás bien? —le preguntó en voz baja.
—Necesito ir al río.
—Hay que movernos de aquí —dijo Hínodel pateando el cuerno.
—Koríntur, que Skrath investigue los alrededores —dijo Telperion, ayudando a levantar a Estrâik.
—¡Claro! En cuanto sepa dónde se metió —dijo el hechicero colgando la maza en el cinturón y luego tomó una de las lanzas, pensando que podría servirle más adelante.
—¿Te hizo daño? —Hínodel se acercó a Bélial.
—Estoy agotado.
—No podemos descansar ahora, arriba.
Le tendió una mano y lo ayudó a levantarse, luego tomó otra de las lanzas.
—De haber sabido que mi puntería no iba a servirme de nada, no hubiera dejado mi espada en Líbermond —dijo la elfa.
—Pero te hubieras perdido de mi compañía —dijo el bardo sacudiéndose la camisa.
—Date prisa —repuso la elfa.
Telperion ayudó a Estrâik a moverse hasta el río, Koríntur buscaba entre los árboles a Skrath, estaba seguro de que apenas había comenzado el combate se había dado a la fuga. Bélial y Hínodel cerraban la marcha, echando en todo momento miradas nerviosas por encima del hombro e incluso caminaban de espaldas.
Cuando llegaron al río lavaron sus heridas en silencio y bebieron a grandes sorbos. Koríntur dividía su atención entre revisar la herida cauterizada en el brazo y buscar con los ojos a Skrath, aunque en cierto modo, ninguna de las dos cosas parecía preocuparle demasiado.
La silueta de una mano gruesa había quedado marcada en la bota de cuero de Estrâik, sin embargo ésta había resistido lo suficiente como para evitar una herida más grave en el druida, pero el golpe en el pecho había dejado una gran marca roja llena de pequeñas ampollas.
—Se ve peor de lo que se siente —dijo cuando sus compañeros vieron la herida. Bélial, un poco apartado del río, buscaba distraídamente raíces con la espada, mientras mantenía la vista fija en el lugar del que venían.
—¿Qué está haciendo? Lo van a ver —dijo Hínodel.
—La idea es que yo los vea a ellos, cariño —dijo el bardo—. Más azer vendrán a revisar y luego volverán a su guarida. Entonces los seguiremos.
—¿Azer? —preguntó Telperion.
—Guerreros y mercenarios en su mundo.
—Son fuego que camina —dijo Hínodel.
—No creo que ellos hayan atacado a los unicornios —Bélial tomó una raíz del suelo y comenzó a masticarla.
—¿Cómo estás tan seguro? —preguntó Telperion.
—Porque usan armas. Las heridas de Koríntur y Estrâik son demasiado pequeñas y ustedes comentaron que los unicornios estaban siendo quemados. Aunque los cuerpos de los azer ardan, dudo que alguno haya sido lo bastante ágil como para abrazar a un unicornio el tiempo suficiente. Buscamos algo todavía más grande.
Y luego escupió algo negro, mientras seguía masticando la raíz. Estrâik se volvió a Telperion asintiendo.
El aire agitó las hojas de los árboles. Koríntur alzó la cabeza y salió del agua.
—¿Qué ocurre? —Hínodel tomó la lanza.
—Es Skrath ­—dijo el hechicero—. Está preocupado.
Koríntur perdió la mirada en algún punto en el suelo, como quien se olvida de lo que ve para agudizar otro sentido. Luego levantó los ojos y alzó el brazo, todos vieron a Skrath descender con varios aleteos en el brazo de su amo.
—Me espanté —graznó.
—¿Dónde estabas?
—¡No me iba a quedar ahí! Ya sé para dónde hay que ir.
Los elfos se acercaron al cuervo.
—Hacia el… eh… este, sí. Hacia el este. Cada vez más lejos del río, empieza a haber un camino, han quitado los árboles y… eh… después han quitado más árboles, muchos. Hay un claro. Y luego un valle y vi fuego…
—¿El valle estaba en llamas? —preguntó alarmado Telperion.
—Sí, pero no —graznó preocupado el cuervo—. A veces el fuego salía de la tierra. Y había algo de humo, pero no me acerqué más porque tuve miedo de no volver a encontrarlos. Pero sé dónde está el valle. Hacia el este y lejos del río, donde ya no hay árboles.
Un miedo profundo cubrió el semblante de los elfos que se sumieron en un nuevo silencio de inquietud. Estrâik empezó a respirar con fuerza y por primera vez vieron que por sus ojos cruzaba un destello de fuerza muy cercano a la ira. Todos los músculos del cuerpo se le tensaron y tuvo el impulso de salir corriendo en la dirección que Skrath les había indicado, pero una preocupación inmediata lo distrajo.
—Ahí están —dijo Bélial escupiendo de nuevo en el suelo. A lo lejos, entre los árboles, algunas melenas de fuego se acercaban al lugar donde había caído el árbol. Podían escuchar el roce de las armaduras contra las armas y cómo se comunicaban con gruñidos cavernosos que sonaban como el fuego crepitando.
—Hay que escondernos —propuso Hínodel—, todos al río.
Los elfos se sumergieron en la orilla del río, metiéndose hasta la mitad del cuerpo pero sin perder de vista a los azer, incluso Baltho entró, pero Skrath optó por esconderse tras un árbol sin atreverse a volar. Por eso pudieron ver a tiempo cuando del grupo se separaban tres azer y empezaban a acercarse.
—¡Nos vieron! —murmuró asustado Koríntur.
—Imposible —dijo Hínodel—. No parecen buscarnos.
Los azer se acercaban al río, pero no hacia ellos. Se les podía oír gruñir a la distancia.
—Abajo y no se muevan —ordenó Estrâik y los elfos entraron en el agua lo más que pudieron, lo justo para que la nariz aún recibiera aire. Bélial, por el contrario, sacó un poco más la cabeza. Hínodel lo jaló de la camisa, pero el bardo le hizo un gesto de que esperara. Luego llevó las manos a las orejas.
—Intellego linguae —murmuró y un chispazo sordo surgió de sus dedos y llegó hasta las orejas. Los hechiceros se volvieron a él intrigados mientras el bardo se sumergía como los demás.
Cuando los azer llegaron hasta el río, ninguno de los elfos movió ni un músculo, lo cual no era fácil; la corriente, aunque amable, los agitaba y movía de su lugar; además el agua empezó a calarles y el movimiento constante hacía que a veces les entrara agua a la nariz, por lo que debían contener la respiración.
Del mismo modo que Koríntur había sentido la preocupación de Skrath, el cuervo sintió la desesperación e incomodidad de su amo, tal es la unión de un hechicero con su familiar. Lo más tranquilo y rápido que pudo, caminó un poco alejándose del río y una vez que estuvo a espaldas de los azer, comenzó a graznar y levantó el vuelo.
Los azer se volvieron sobresaltados y lo vieron irse volando entre risas. Lo que sea que estaban buscando o lo encontraron muy rápido o lo dieron por perdido, pero caminaron despreocupados de vuelta a donde estaban sus compañeros y les gritaron algo en la misma lengua extraña.
Con gran alivio, los elfos sacaron la cabeza del agua y volvieron a respirar entre jadeos
—Puede ser un necio —dijo Koríntur—, pero a veces ese cuervo es una bendición.
—¿Qué es lo que buscaban? —dijo Telperion.
—El sitio del puente —dijo Bélial aspirando con mucha dificultad.
—¿Qué puente? —dijo Estrâik—. Aquí no hay ningún puente.
—No. Pero lo habrá. O al menos eso quieren —el bardo se encaramó y volvió a fijar la mirada en los azer.
—También hablas en su lengua —dijo Hínodel casi dudando del bardo. Por respuesta, éste se señaló las orejas.
—Un truco sencillo, ya te enseñaré.
—Entonces piensan cruzar el río —dijo Telperion lúgubremente.
—Así es, maese. Ese árbol no iba a ser leña, como muchos otros. El río los detiene y quieren expandirse más allá de él. Pero ahora tenemos una ventaja, dijeron que volverían al Palacio —y el bardo empezó a salir del agua.
—El Palacio —repitió Telperion—. Supongo que ahí estará el portal.
—Seguramente —dijo el bardo. Baltho se secó sacudiendo su pelaje y Estrâik caminó a su lado.
—Nos llevarán al valle —dijo el druida, de nuevo molesto—. A su Palacio. Ahí, donde han quitado los árboles.


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