Envainaron las armas y esperaron. La luz ardiente de los
azer empezaba a perderse entre los árboles y dejaba de oírse el ruido de sus
armaduras. Estrâik se volvió hacia Baltho y apenas hizo un pequeño gesto con la
cabeza, el lobo salió corriendo en dirección a los azer. No sorprendía la
rapidez del lobo, que no era mucha, sino su silencio, cada pisada era un soplo
de viento contra las hojas.
Estrâik salió detrás de él y los
demás lo siguieron. No corrían, pues no podían arriesgarse a que la armadura de
Telperion delatara su posición; ante todo, querían evitar otro enfrentamiento.
Lo mejor era llegar al portal de fuego en buenas condiciones y nada les
aseguraba que sus siguientes heridas se curarían con un poco de agua de río,
del cual empezaban a alejarse.
Después de un rato, habían
perdido el rastro a los azer y a Baltho. El único que sabía hacia dónde iban
era Estrâik, que rastreaba a su compañero por las huellas en la tierra y tal
vez cierto aroma que sólo él percibía, pues le veían levantar la cara de vez en
vez como si se estuviese sofocando.
No pasó mucho tiempo y distancia
para que empezaran a caminar más lento. Desde el este les llegaban los destellos
ámbar y rojo del sol y la oscuridad parecía subir desde el suelo, opacando los
troncos y las hojas.
Estrâik se detuvo y se arrodilló,
tomó un puñado de tierra, sonrió y se volvió a Telperion.
—Han estado aquí —dijo mientras
le alargaba el puño. El clérigo se acercó a revisarlo, la poca luz que llegaba
hasta ahí sumía toda la tierra en sombras, pero a Telperion le bastó hundir los
dedos en ella para entender a Estrâik. Estaba totalmente seca y demasiado
suave, pero a la vez podía sentir los pequeños granos rasposos apartarse. Era
ceniza, los azer habían pasado por ahí quemando las hojas del camino con sus
pisadas ardientes.
Estrâik sacudió la mano, se
levantó y siguieron avanzando; a pesar de que iban más lento, cada vez
tropezaban más con las raíces y las piedras en el suelo, sobre todo Bélial, tan
desacostumbrado como estaba a sortear esos caminos.
La persecución se había alargado
toda la tarde y los elfos estaban agotados por la caminata, el silencio y la
tensión. El frío natural del bosque empezaba a sentirse y en un inicio les
refrescó la cara y la espalda soplando sobre el sudor que los cubría; aún
cuando empezó a calarles, ninguno se inmutó, en sus circunstancias el frío no
podía considerarse un malestar.
Algo se movió a la derecha del
grupo. Los elfos se detuvieron e instintivamente llevaron las manos a las
armas, pero Estrâik les hizo una seña con la mano. Baltho salía de entre los
arbustos con la lengua de fuera, jadeando quedo. El druida le acarició la
cabeza.
—Vamos por buen camino —dijo.
—Voy a confiar en ti. No puedo
ver nada —dijo Koríntur con una rodilla en el suelo.
—No podremos seguir así por
mucho tiempo —Hínodel se apartaba el cabello de la cara.
—Entonces seguiremos el tiempo
que aún podamos —Telperion se debatía entre el cansancio de sus compañeros y la
prisa de la misión.
—¿Qué pasa, amigo? —dijo
Estrâik. Baltho estaba inquieto y se removía nervioso. Parecía querer avanzar,
pero esperaba que los elfos lo siguieran—. Tiene un mal presentimiento.
—Ya oyeron al lobo —Bélial se levantó
de la piedra en la que se había sentado.
Empezaron a caminar casi a
tientas mientras se acostumbraban a la escasa luz de la luna, tratando de
seguir la prisa de Baltho. Estrâik tenía que llamarlo chasqueando la lengua
para que el lobo fuera más lento, pero éste se impacientaba pronto y apuraba la
marcha de los elfos. Al druida le daba mala espina el andar de su compañero. El
enemigo no se movía, no tendría prisa de llevarlos hasta él, ni a una batalla,
¿qué buscaba entonces?
Cuando el lobo se detuvo, el
cielo ya se había ennegrecido por completo y todo bajo las ramas de los árboles
era oscuridad y silencio. En sombras tan profundas, la luz de la media luna se
sentía más blanca y radiante, bañando el bosque en una llovizna plateada y
lechosa como la seda de las arañas. Pero lo que más alumbraba el camino de los
elfos era el fuego que ardía frente a ellos, en la cabeza de los azer.
Tres de los hombres de fuego
estaban sentados en círculo, en actitud de espera y en completo silencio. Uno
más, de pie y un poco retirado de ellos, les daba la espalda y contemplaba el
camino frente a él, que debía ser un valle ya que inclinaba la cabeza hacia
abajo y la movía lentamente como si recorriera un gran terreno con la mirada.
Los elfos se acercaron
arrastrándose con mucha precaución. A pesar de que los azer se veían
despreocupados, el que no hablaran era señal de que montaban guardia, por lo
que los elfos apenas podían susurrar para comunicarse.
—¿Qué hacemos ahora? —dijo
Telperion.
—Esperar, supongo —dijo Bélial—.
Ellos esperan.
—Silencio, amigo —Estrâik
sostenía el hocico de Baltho y le acariciaba la espalda, pero el lobo no dejaba
de estar inquieto—. ¿Qué pasa? ¿Qué hueles?
Bélial sintió que algo le
aferraba el brazo con mucha fuerza. Llevó la mano a la empuñadura de la espada,
pero vio que era Hínodel que veía con horror un punto en la tierra cerca de
ella. Como el bardo estaba cautivo por la mano de la elfa, Koríntur se inclinó
sobre su costado y tanteó la tierra para ver qué ocurría. No pudieron ver su
cara tan cerca de las sombras del suelo, pero vieron su silueta que quedaba
inmóvil; luego se incorporó lentamente, arrastrando en la tierra lo que había
encontrado.
Vieron su gesto preocupado en la
penumbra; luego levantó sus manos y mostró el cráneo que había encontrado. No
era de ningún animal o criatura del bosque, era un cráneo humanoide, de un
hombre o un elfo.
La primera idea que tuvo el
hechicero fue que pertenecía a alguno de los clérigos de Ehlonna, pero aunque
estaba perturbado, el rostro de Telperion no expresaba el duelo de quien ha
perdido a alguien cercano. El hechicero estuvo a punto de hacer una pregunta
cuando Estrâik ya le había arrancado el cráneo de las manos.
Baltho por fin guardó silencio y
bajó la cabeza. El druida acercó el cráneo a su cara, luego lo olfateó. Olía a
chamuscado, a humo. Lo talló con los dedos y los halló impregnados de hollín.
Entonces se inclinó a donde Koríntur lo había encontrado. Sintió algo peludo y
lo tomó. Era una piel, o más bien, varias pieles cosidas entre sí, la antigua
vestidura de alguien.
No podían ver la cara de
Estrâik, pero todos supusieron lo peor e imaginaron el duelo de su compañero.
El druida revolvía entre la tierra y las manos y los brazos se le teñían del
negro de las cenizas y la tierra. No podía ver bien, pero reconoció con los
dedos los fragmentos duros, fríos y quebrados de lo que pocos días antes había
sostenido un cuerpo.
Cuando se volvió a sus
compañeros, sujetaba entre las manos un pequeño gorro de piel, similar al que
él mismo usaba, pero sin las ramas a manera de cornamenta. El druida se levantó
al mismo tiempo que Baltho. Al principio tuvieron el impulso de detenerlo o
hablar con él, pero algo vieron en su mirada que les hizo entender y compartir
el dolor y la ira que le corrían por los brazos y el cuello y que le habían
espabilado las piernas.
Por un momento miró a los azer a
algunos metros de distancia. Cerró los ojos y se limpió la nariz con el dorso
de la muñeca. Luego se inclinó de nuevo a donde habían encontrado el cráneo y
volvió a buscar. Se incorporó muy despacio y Koríntur, que estaba cerca de él, pudo
escuchar el sutil deslizamiento del acero saliendo de su vaina; el druida había
tomado la espada de su hermano caído en un silencioso homenaje.
Sabían que Estrâik iniciaría la
emboscada. Como respuesta, los elfos sólo pudieron levantarse lo más en
silencio que pudieron y llevaron las manos a las armas. Hínodel vio que Bélial,
además, tomaba su flauta.
Uno de los azer buscaba ramitas
en el suelo y las aplastaba con un dedo, se entretenía viendo el hilillo de
humo que salía de ellas antes de quedar reducidas a cenizas. Los otros dos
veían lo que hacía con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza cayendo
sobre el pecho. Estaban tan seguros de su fuerza que uno se permitía dormitar,
hasta que un ruido los alertó a todos.
Una rama crujió y los tres azer
se volvieron hacia los arbustos. El que vigilaba el valle no se había dado
cuenta de nada hasta que escuchó que uno de sus compañeros se levantaba. Abrió
la boca y una voz ronca y crepitante habló en un susurro. Uno de sus compañeros
levantó una mano, indicándole que callara.
Escudriñaron el bosque por unos
segundos, ni siquiera se oían sus melenas agitar el aire. El que había
levantado la mano dio un paso adelante. Sus ojos, como cuencos de hierro
fundido se revolvían y giraban, buscando una amenaza.
Un gran chorro de agua cayó
sobre la cabeza del azer y una gruesa nube de vapor lo cubrió; los demás dieron
un paso atrás mientras oían cómo su grito era rápidamente ahogado. El vapor se
dispersó en un segundo, pero ya no vieron arder su melena, sino que su piel se
ennegrecía y su cabeza caía a un lado, mientras el filo de una cimitarra le
surgía de la nuca.
Detrás del cuerpo de su
compañero, los azer vieron surgir una sombra robusta y amenazante. Estrâik usó
la otra cimitarra para desencajar al azer de la primera, de una patada empujó
el cadáver a un lado y levantó ambos filos, manteniendo la guardia.
Dos de los azer tomaron sus
armas y se abalanzaron sobre el druida, pero sólo uno llegó a asestar un golpe
de martillo que Estrâik detuvo con las espadas. El otro hombre de fuego fue
atajado con una flecha, una saeta y una bola de nieve. Aunque los primeros dos
apenas habían entrado en su piel antes de arder, lograron desconcentrarlo lo
suficiente. Al mismo tiempo que los azer se lanzaron al ataque, el aire se
llenó de una melodía fresca y agitada que no terminaba de ser alegre, más bien
era agresiva, animosa, pues cuando las notas llegaron a los oídos de Estrâik,
el druida se sintió invadido de una extraña confianza y fuerza de voluntad.
Empujó el arma del azer sobre su cabeza y con gran agilidad hizo un corte con
los brazos cruzados en el vientre de su enemigo. Varias chispas ardientes
volaron y el hombre de fuego retrocedió adolorido.
La música de Bélial causaba el
mismo efecto en todos sus compañeros, Koríntur salió de entre los arbustos
empuñando su maza y haciendo retroceder al azer que había golpeado con la bola
de nieve.
El que vigilaba el valle tomó su
lanza, corrió un par de pasos en dirección a la batalla y la arrojó en medio de
un grito lleno de fuerza. Koríntur tomó la maza con ambas manos, preparando el
siguiente golpe, pero un calor intenso le punzó en el muslo y le hizo doblar la
pierna, el ataque del azer vigía había sido certero.
Baltho apenas y pudo intervenir
en el duelo entre Estrâik y su enemigo. El druida lo hacía retroceder con ambos
filos y aunque sudaba pesadamente no cedió en ningún momento. El azer logró
golpearlo en la espalda con el hierro ardiente de su martillo, pero no fue
suficiente. Ignorando el dolor, el calor o el cansancio, el druida arrinconó al
azer contra una piedra. Luego se aprovechó de que sus armas eran más ligeras y
manejables para hundir su hoja hasta el fondo del estómago del hombre de fuego
y usar la otra para ultimarlo con un tajo en el cuello.
El valor de la flauta de Bélial
se había extendido incluso a Skrath, que al ver herido a su amo revoloteó
alrededor del azer vigía sin dar muestras de miedo, cansancio o calor. Hínodel
y Telperion aprovecharon esta distracción y alternaban sus disparos y cuando el
otro azer trató de atacarlos, Bélial lo detuvo con un golpe de espada que sólo
chocó contra las placas de la armadura. En aras de seguir tocando la flauta,
había que sacrificar la destreza en el combate. Cuando el azer se volvió hacia
él para defenderse, se encontró de frente con Estrâik, quien ya le había
atravesado el costado con la cimitarra. El azer gruñó en su lengua, tal vez
alguna maldición contra el druida. En respuesta, éste sólo lo sacudió del filo
de su hoja.
El último azer había abandonado
los esfuerzos de golpear a Skrath y pretendía abalanzarse sobre Hínodel y
Telperion, pero los hechiceros reaccionaron a tiempo.
—¡Fulmen de pruina! —gritaron un
poco a destiempo y dos grandes bolas de nieve mágica cubrieron el cuerpo del
azer, quien ya debilitado cayó sobre sus rodillas frente a los elfos. Bélial
dejó de tocar. Estrâik se acercó con calma, girando la cimitarra de la diestra.
Apoyó el filo en el cuello del azer y lo vio a los ojos. Telperion estuvo a
punto de detenerlo, un golpe de gracia no le parecía correcto, pero entendió
también el proceder de su compañero. “Los druidas” pensó, “como la naturaleza,
no se rigen por conceptos como la venganza o el rencor, pero sí por el
equilibrio. Un mal se paga con otro.”
El azer hizo amago de querer
levantar su martillo contra Estrâik, pero antes de poder intentarlo, el druida
levantó la cimitarra con fuerza, sacando otro haz de chispas ardientes. La
melena del azer se apagó y su cuerpo ennegrecido se derrumbó junto al de sus
compañeros.
Todos respiraban con fuerza,
agitados, pero Estrâik resoplaba. Se pasó el antebrazo por la frente,
limpiándose el sudor. Bélial vio que aprovechaba el movimiento para tallarse
los ojos. Quisieron decir algo, pero nadie sabía qué. Estaban cansados y no muy
seguros de sentir aquella como una victoria. Telperion se acercó a Koríntur, se
había desencajado la lanza que le había dejado una herida más o menos profunda.
El clérigo le sonrió al hechicero para tranquilizarlo, luego tomó su símbolo
sagrado con una mano y la otra la extendió cerca de la herida.
—Sanavi levis vulneris —recitó
una y otra vez en un rezo. Una tenue luz verde surgió del símbolo sagrado, se
extendió por su brazo y llegó hasta la herida que cerró ante los ojos
maravillados de Koríntur. No sabían por qué seguían sin hablar, así que el
hechicero sólo atinó a agradecer a su amigo con una inclinación de cabeza.
Telperion siguió sonriendo y ayudó al hechicero a levantarse. Su silencio no se
prolongó mucho. Un ruido metálico y solitario se acercaba desde el lugar que el
azer vigilaba. Luego una luz anaranjada y trémula les anunció que aún quedaba
un azer en pie que debía estar subiendo por la pendiente del valle. Primero
vieron la melena subir, luego la cara y el torso. Cuando llegó al lugar donde
su compañero vigilaba se quedó inmóvil, con un gesto estulto de sorpresa y
miedo. Los elfos no se movieron de donde estaban y Estrâik sólo se limitó a
girar una vez las cimitarras.
Se vieron un momento. Luego el
azer echó a correr por donde había llegado y los elfos corrieron tras él.
Seguramente iba a dar la alarma. Pero cuando llegaron al punto del vigía
tuvieron que detenerse, una desagradable sorpresa esperaba en el valle.
La luz de la luna pasaba
perfectamente, pues ningún árbol estorbaba su camino. Frente a ellos se
extendía un terreno desolado tan grande como la misma Farbonta. Cientos de
tocones de árbol sobresalían de la tierra, terminando en unas puntas desiguales
y ennegrecidas. En la noche y a la luz de la luna, eran como las rocas de una
montaña seca o pequeños picos nevados. Más adelante había otra pequeña
elevación que terminaba de cerrar el valle y presagiaba el último desafío para
los elfos: un brillo rojo, incandescente y constante; detrás del horizonte
podía verse la punta de una hoguera inmensa, a juzgar por el tamaño de la
elevación. Bastaba ver ese brillo a la lejanía para sentir el pecho hundido de
temor, la boca se les secó de sólo imaginar el fuego que debía arder de aquel
lado.
Entre la desolación blanca y
grisácea del yermo podía verse la figura minúscula del azer huir de los elfos,
corriendo en dirección a la hoguera.
—Ése es el portal —dijo
Telperion con la voz ronca.
—Estoy cansado —dijo Estrâik con
una voz cargada de enojo, pero que de algún modo guardaba la calma que le era
natural.
—En estas condiciones lograremos
poco —dijo Bélial mirando a Estrâik y con una voz muy amable—. Lo más sensato
sería descansar.
El druida contempló al azer
correr. Aún no llegaba a la mitad del yermo, su armadura le impedía ir más
rápido.
—Es cierto —dijo finalmente,
acariciando la cabeza de Baltho—. Paciencia. Paciencia.
—Pero él no debe delatar nuestra
posición —dijo Bélial.
Koríntur y Hínodel asintieron y
ambos levantaron una mano que empezaba a centellear.
—¡Jactum magicus! —dijeron los
hechiceros. Tres rayos luminosos volaron sobre los tocones de árbol, uno rosa y
dos azules. Describían arcos y giraban en distintas direcciones, pero se movían
mucho más rápido que el azer. Vieron el brillo de su fuego cruzar la mitad del
yermo y cómo a éste se le unían los brillos disparados por los hechiceros.
Luego una explosión repentina y silenciosa, y luego una oscuridad total.
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