Primera Historia - El Palacio del Fuego

"El Tirano Mestizo" es una narración dividida en varias novelas, o 'historias'.
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Y así será mientras el castillo se vea en el fondo de pantalla.

miércoles, 2 de enero de 2013

I. 13.- La sangre de los druidas


Envainaron las armas y esperaron. La luz ardiente de los azer empezaba a perderse entre los árboles y dejaba de oírse el ruido de sus armaduras. Estrâik se volvió hacia Baltho y apenas hizo un pequeño gesto con la cabeza, el lobo salió corriendo en dirección a los azer. No sorprendía la rapidez del lobo, que no era mucha, sino su silencio, cada pisada era un soplo de viento contra las hojas.
Estrâik salió detrás de él y los demás lo siguieron. No corrían, pues no podían arriesgarse a que la armadura de Telperion delatara su posición; ante todo, querían evitar otro enfrentamiento. Lo mejor era llegar al portal de fuego en buenas condiciones y nada les aseguraba que sus siguientes heridas se curarían con un poco de agua de río, del cual empezaban a alejarse.
Después de un rato, habían perdido el rastro a los azer y a Baltho. El único que sabía hacia dónde iban era Estrâik, que rastreaba a su compañero por las huellas en la tierra y tal vez cierto aroma que sólo él percibía, pues le veían levantar la cara de vez en vez como si se estuviese sofocando.
No pasó mucho tiempo y distancia para que empezaran a caminar más lento. Desde el este les llegaban los destellos ámbar y rojo del sol y la oscuridad parecía subir desde el suelo, opacando los troncos y las hojas.
Estrâik se detuvo y se arrodilló, tomó un puñado de tierra, sonrió y se volvió a Telperion.
—Han estado aquí —dijo mientras le alargaba el puño. El clérigo se acercó a revisarlo, la poca luz que llegaba hasta ahí sumía toda la tierra en sombras, pero a Telperion le bastó hundir los dedos en ella para entender a Estrâik. Estaba totalmente seca y demasiado suave, pero a la vez podía sentir los pequeños granos rasposos apartarse. Era ceniza, los azer habían pasado por ahí quemando las hojas del camino con sus pisadas ardientes.
Estrâik sacudió la mano, se levantó y siguieron avanzando; a pesar de que iban más lento, cada vez tropezaban más con las raíces y las piedras en el suelo, sobre todo Bélial, tan desacostumbrado como estaba a sortear esos caminos.
La persecución se había alargado toda la tarde y los elfos estaban agotados por la caminata, el silencio y la tensión. El frío natural del bosque empezaba a sentirse y en un inicio les refrescó la cara y la espalda soplando sobre el sudor que los cubría; aún cuando empezó a calarles, ninguno se inmutó, en sus circunstancias el frío no podía considerarse un malestar.
Algo se movió a la derecha del grupo. Los elfos se detuvieron e instintivamente llevaron las manos a las armas, pero Estrâik les hizo una seña con la mano. Baltho salía de entre los arbustos con la lengua de fuera, jadeando quedo. El druida le acarició la cabeza.
—Vamos por buen camino —dijo.
—Voy a confiar en ti. No puedo ver nada —dijo Koríntur con una rodilla en el suelo.
—No podremos seguir así por mucho tiempo —Hínodel se apartaba el cabello de la cara.
—Entonces seguiremos el tiempo que aún podamos —Telperion se debatía entre el cansancio de sus compañeros y la prisa de la misión.
—¿Qué pasa, amigo? —dijo Estrâik. Baltho estaba inquieto y se removía nervioso. Parecía querer avanzar, pero esperaba que los elfos lo siguieran—. Tiene un mal presentimiento.
—Ya oyeron al lobo —Bélial se levantó de la piedra en la que se había sentado.
Empezaron a caminar casi a tientas mientras se acostumbraban a la escasa luz de la luna, tratando de seguir la prisa de Baltho. Estrâik tenía que llamarlo chasqueando la lengua para que el lobo fuera más lento, pero éste se impacientaba pronto y apuraba la marcha de los elfos. Al druida le daba mala espina el andar de su compañero. El enemigo no se movía, no tendría prisa de llevarlos hasta él, ni a una batalla, ¿qué buscaba entonces?
Cuando el lobo se detuvo, el cielo ya se había ennegrecido por completo y todo bajo las ramas de los árboles era oscuridad y silencio. En sombras tan profundas, la luz de la media luna se sentía más blanca y radiante, bañando el bosque en una llovizna plateada y lechosa como la seda de las arañas. Pero lo que más alumbraba el camino de los elfos era el fuego que ardía frente a ellos, en la cabeza de los azer.
Tres de los hombres de fuego estaban sentados en círculo, en actitud de espera y en completo silencio. Uno más, de pie y un poco retirado de ellos, les daba la espalda y contemplaba el camino frente a él, que debía ser un valle ya que inclinaba la cabeza hacia abajo y la movía lentamente como si recorriera un gran terreno con la mirada.
Los elfos se acercaron arrastrándose con mucha precaución. A pesar de que los azer se veían despreocupados, el que no hablaran era señal de que montaban guardia, por lo que los elfos apenas podían susurrar para comunicarse.
—¿Qué hacemos ahora? —dijo Telperion.
—Esperar, supongo —dijo Bélial—. Ellos esperan.
—Silencio, amigo —Estrâik sostenía el hocico de Baltho y le acariciaba la espalda, pero el lobo no dejaba de estar inquieto­—. ¿Qué pasa? ¿Qué hueles?
Bélial sintió que algo le aferraba el brazo con mucha fuerza. Llevó la mano a la empuñadura de la espada, pero vio que era Hínodel que veía con horror un punto en la tierra cerca de ella. Como el bardo estaba cautivo por la mano de la elfa, Koríntur se inclinó sobre su costado y tanteó la tierra para ver qué ocurría. No pudieron ver su cara tan cerca de las sombras del suelo, pero vieron su silueta que quedaba inmóvil; luego se incorporó lentamente, arrastrando en la tierra lo que había encontrado.
Vieron su gesto preocupado en la penumbra; luego levantó sus manos y mostró el cráneo que había encontrado. No era de ningún animal o criatura del bosque, era un cráneo humanoide, de un hombre o un elfo.
La primera idea que tuvo el hechicero fue que pertenecía a alguno de los clérigos de Ehlonna, pero aunque estaba perturbado, el rostro de Telperion no expresaba el duelo de quien ha perdido a alguien cercano. El hechicero estuvo a punto de hacer una pregunta cuando Estrâik ya le había arrancado el cráneo de las manos.
Baltho por fin guardó silencio y bajó la cabeza. El druida acercó el cráneo a su cara, luego lo olfateó. Olía a chamuscado, a humo. Lo talló con los dedos y los halló impregnados de hollín. Entonces se inclinó a donde Koríntur lo había encontrado. Sintió algo peludo y lo tomó. Era una piel, o más bien, varias pieles cosidas entre sí, la antigua vestidura de alguien.
No podían ver la cara de Estrâik, pero todos supusieron lo peor e imaginaron el duelo de su compañero. El druida revolvía entre la tierra y las manos y los brazos se le teñían del negro de las cenizas y la tierra. No podía ver bien, pero reconoció con los dedos los fragmentos duros, fríos y quebrados de lo que pocos días antes había sostenido un cuerpo.
Cuando se volvió a sus compañeros, sujetaba entre las manos un pequeño gorro de piel, similar al que él mismo usaba, pero sin las ramas a manera de cornamenta. El druida se levantó al mismo tiempo que Baltho. Al principio tuvieron el impulso de detenerlo o hablar con él, pero algo vieron en su mirada que les hizo entender y compartir el dolor y la ira que le corrían por los brazos y el cuello y que le habían espabilado las piernas.
Por un momento miró a los azer a algunos metros de distancia. Cerró los ojos y se limpió la nariz con el dorso de la muñeca. Luego se inclinó de nuevo a donde habían encontrado el cráneo y volvió a buscar. Se incorporó muy despacio y Koríntur, que estaba cerca de él, pudo escuchar el sutil deslizamiento del acero saliendo de su vaina; el druida había tomado la espada de su hermano caído en un silencioso homenaje.
Sabían que Estrâik iniciaría la emboscada. Como respuesta, los elfos sólo pudieron levantarse lo más en silencio que pudieron y llevaron las manos a las armas. Hínodel vio que Bélial, además, tomaba su flauta.
Uno de los azer buscaba ramitas en el suelo y las aplastaba con un dedo, se entretenía viendo el hilillo de humo que salía de ellas antes de quedar reducidas a cenizas. Los otros dos veían lo que hacía con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza cayendo sobre el pecho. Estaban tan seguros de su fuerza que uno se permitía dormitar, hasta que un ruido los alertó a todos.
Una rama crujió y los tres azer se volvieron hacia los arbustos. El que vigilaba el valle no se había dado cuenta de nada hasta que escuchó que uno de sus compañeros se levantaba. Abrió la boca y una voz ronca y crepitante habló en un susurro. Uno de sus compañeros levantó una mano, indicándole que callara.
Escudriñaron el bosque por unos segundos, ni siquiera se oían sus melenas agitar el aire. El que había levantado la mano dio un paso adelante. Sus ojos, como cuencos de hierro fundido se revolvían y giraban, buscando una amenaza.
Un gran chorro de agua cayó sobre la cabeza del azer y una gruesa nube de vapor lo cubrió; los demás dieron un paso atrás mientras oían cómo su grito era rápidamente ahogado. El vapor se dispersó en un segundo, pero ya no vieron arder su melena, sino que su piel se ennegrecía y su cabeza caía a un lado, mientras el filo de una cimitarra le surgía de la nuca.
Detrás del cuerpo de su compañero, los azer vieron surgir una sombra robusta y amenazante. Estrâik usó la otra cimitarra para desencajar al azer de la primera, de una patada empujó el cadáver a un lado y levantó ambos filos, manteniendo la guardia.
Dos de los azer tomaron sus armas y se abalanzaron sobre el druida, pero sólo uno llegó a asestar un golpe de martillo que Estrâik detuvo con las espadas. El otro hombre de fuego fue atajado con una flecha, una saeta y una bola de nieve. Aunque los primeros dos apenas habían entrado en su piel antes de arder, lograron desconcentrarlo lo suficiente. Al mismo tiempo que los azer se lanzaron al ataque, el aire se llenó de una melodía fresca y agitada que no terminaba de ser alegre, más bien era agresiva, animosa, pues cuando las notas llegaron a los oídos de Estrâik, el druida se sintió invadido de una extraña confianza y fuerza de voluntad. Empujó el arma del azer sobre su cabeza y con gran agilidad hizo un corte con los brazos cruzados en el vientre de su enemigo. Varias chispas ardientes volaron y el hombre de fuego retrocedió adolorido.
La música de Bélial causaba el mismo efecto en todos sus compañeros, Koríntur salió de entre los arbustos empuñando su maza y haciendo retroceder al azer que había golpeado con la bola de nieve.
El que vigilaba el valle tomó su lanza, corrió un par de pasos en dirección a la batalla y la arrojó en medio de un grito lleno de fuerza. Koríntur tomó la maza con ambas manos, preparando el siguiente golpe, pero un calor intenso le punzó en el muslo y le hizo doblar la pierna, el ataque del azer vigía había sido certero.
Baltho apenas y pudo intervenir en el duelo entre Estrâik y su enemigo. El druida lo hacía retroceder con ambos filos y aunque sudaba pesadamente no cedió en ningún momento. El azer logró golpearlo en la espalda con el hierro ardiente de su martillo, pero no fue suficiente. Ignorando el dolor, el calor o el cansancio, el druida arrinconó al azer contra una piedra. Luego se aprovechó de que sus armas eran más ligeras y manejables para hundir su hoja hasta el fondo del estómago del hombre de fuego y usar la otra para ultimarlo con un tajo en el cuello.
El valor de la flauta de Bélial se había extendido incluso a Skrath, que al ver herido a su amo revoloteó alrededor del azer vigía sin dar muestras de miedo, cansancio o calor. Hínodel y Telperion aprovecharon esta distracción y alternaban sus disparos y cuando el otro azer trató de atacarlos, Bélial lo detuvo con un golpe de espada que sólo chocó contra las placas de la armadura. En aras de seguir tocando la flauta, había que sacrificar la destreza en el combate. Cuando el azer se volvió hacia él para defenderse, se encontró de frente con Estrâik, quien ya le había atravesado el costado con la cimitarra. El azer gruñó en su lengua, tal vez alguna maldición contra el druida. En respuesta, éste sólo lo sacudió del filo de su hoja.
El último azer había abandonado los esfuerzos de golpear a Skrath y pretendía abalanzarse sobre Hínodel y Telperion, pero los hechiceros reaccionaron a tiempo.
—¡Fulmen de pruina! —gritaron un poco a destiempo y dos grandes bolas de nieve mágica cubrieron el cuerpo del azer, quien ya debilitado cayó sobre sus rodillas frente a los elfos. Bélial dejó de tocar. Estrâik se acercó con calma, girando la cimitarra de la diestra. Apoyó el filo en el cuello del azer y lo vio a los ojos. Telperion estuvo a punto de detenerlo, un golpe de gracia no le parecía correcto, pero entendió también el proceder de su compañero. “Los druidas” pensó, “como la naturaleza, no se rigen por conceptos como la venganza o el rencor, pero sí por el equilibrio. Un mal se paga con otro.”
El azer hizo amago de querer levantar su martillo contra Estrâik, pero antes de poder intentarlo, el druida levantó la cimitarra con fuerza, sacando otro haz de chispas ardientes. La melena del azer se apagó y su cuerpo ennegrecido se derrumbó junto al de sus compañeros.
Todos respiraban con fuerza, agitados, pero Estrâik resoplaba. Se pasó el antebrazo por la frente, limpiándose el sudor. Bélial vio que aprovechaba el movimiento para tallarse los ojos. Quisieron decir algo, pero nadie sabía qué. Estaban cansados y no muy seguros de sentir aquella como una victoria. Telperion se acercó a Koríntur, se había desencajado la lanza que le había dejado una herida más o menos profunda. El clérigo le sonrió al hechicero para tranquilizarlo, luego tomó su símbolo sagrado con una mano y la otra la extendió cerca de la herida.
—Sanavi levis vulneris —recitó una y otra vez en un rezo. Una tenue luz verde surgió del símbolo sagrado, se extendió por su brazo y llegó hasta la herida que cerró ante los ojos maravillados de Koríntur. No sabían por qué seguían sin hablar, así que el hechicero sólo atinó a agradecer a su amigo con una inclinación de cabeza. Telperion siguió sonriendo y ayudó al hechicero a levantarse. Su silencio no se prolongó mucho. Un ruido metálico y solitario se acercaba desde el lugar que el azer vigilaba. Luego una luz anaranjada y trémula les anunció que aún quedaba un azer en pie que debía estar subiendo por la pendiente del valle. Primero vieron la melena subir, luego la cara y el torso. Cuando llegó al lugar donde su compañero vigilaba se quedó inmóvil, con un gesto estulto de sorpresa y miedo. Los elfos no se movieron de donde estaban y Estrâik sólo se limitó a girar una vez las cimitarras.
Se vieron un momento. Luego el azer echó a correr por donde había llegado y los elfos corrieron tras él. Seguramente iba a dar la alarma. Pero cuando llegaron al punto del vigía tuvieron que detenerse, una desagradable sorpresa esperaba en el valle.
La luz de la luna pasaba perfectamente, pues ningún árbol estorbaba su camino. Frente a ellos se extendía un terreno desolado tan grande como la misma Farbonta. Cientos de tocones de árbol sobresalían de la tierra, terminando en unas puntas desiguales y ennegrecidas. En la noche y a la luz de la luna, eran como las rocas de una montaña seca o pequeños picos nevados. Más adelante había otra pequeña elevación que terminaba de cerrar el valle y presagiaba el último desafío para los elfos: un brillo rojo, incandescente y constante; detrás del horizonte podía verse la punta de una hoguera inmensa, a juzgar por el tamaño de la elevación. Bastaba ver ese brillo a la lejanía para sentir el pecho hundido de temor, la boca se les secó de sólo imaginar el fuego que debía arder de aquel lado.
Entre la desolación blanca y grisácea del yermo podía verse la figura minúscula del azer huir de los elfos, corriendo en dirección a la hoguera.
—Ése es el portal —dijo Telperion con la voz ronca.
—Estoy cansado —dijo Estrâik con una voz cargada de enojo, pero que de algún modo guardaba la calma que le era natural.
—En estas condiciones lograremos poco —dijo Bélial mirando a Estrâik y con una voz muy amable—. Lo más sensato sería descansar.
El druida contempló al azer correr. Aún no llegaba a la mitad del yermo, su armadura le impedía ir más rápido.
—Es cierto —dijo finalmente, acariciando la cabeza de Baltho—. Paciencia. Paciencia.
—Pero él no debe delatar nuestra posición —dijo Bélial.
Koríntur y Hínodel asintieron y ambos levantaron una mano que empezaba a centellear.
—¡Jactum magicus! —dijeron los hechiceros. Tres rayos luminosos volaron sobre los tocones de árbol, uno rosa y dos azules. Describían arcos y giraban en distintas direcciones, pero se movían mucho más rápido que el azer. Vieron el brillo de su fuego cruzar la mitad del yermo y cómo a éste se le unían los brillos disparados por los hechiceros. Luego una explosión repentina y silenciosa, y luego una oscuridad total.

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