Primera Historia - El Palacio del Fuego

"El Tirano Mestizo" es una narración dividida en varias novelas, o 'historias'.
Actualmente estás leyendo la Segunda Historia: el Reino de la Guerra.
Y así será mientras el castillo se vea en el fondo de pantalla.

martes, 15 de enero de 2013

I. Epílogo



Alguien golpeó tenuemente la puerta antes de abrirla. El rumor de voces en el exterior fue más audible mientras el clérigo entraba a la habitación y sonreía al muchacho sobre la cama antes de cerrar la puerta. Por la ventana entraba el sol matutino y acariciaba con una luz tibia y refrescante el lecho del herido. Éste respondió a la sonrisa con otra y un parpadeo lento, mitad calma y mitad pereza.
El clérigo se sentó en la silla que alguien había usado constantemente para velar al herido.
—Buenos días, Osfaut. ¿Cómo te sientes?
—No recuerdo la última vez que dormí tan bien.
—Valrya me contó lo que los demás hicieron por ti.
—No voy a dejar de agradecérselos, pero creo que ellos se sienten peor que yo —el joven sonrió inclinando la cabeza para que el sol entibiara las cicatrices que le cubrían más de la mitad de la cara.
—Nuestro poder es limitado.
—Eso me incluye, señor Telperion.
Afuera, los habitantes de Farbonta limpiaban los resabios de la celebración; los niños habían vuelto a sus juegos y los ancianos a sus pláticas. Los clérigos trasplantaban árboles jóvenes del jardín en el templo a pequeñas carretas de mano para llevarlas al bosque.
—¿Qué tan grande fue el daño?
—El fuego consumió una buena porción. Aunque los druidas insistían en que el bosque podría sanarse solo, vamos a echarle una mano.
—¿Y cómo… cómo fue enfrentarse a…? —el joven se encogió de hombros.
—Nosotros corrimos con suerte, Osfaut. Eso no hace a alguien más fuerte o más débil. Ninguno de nosotros sabíamos al inicio cómo reaccionar.
—La suerte no existe, señor. No menosprecie su poder, por algo es el clérigo en jefe. No sé lo que hizo en el tiempo que estuvo fuera, pero el Telperion que volvió no es el mismo.
—Me temo que no te entiendo —el elfo escondió su intriga detrás de una mueca amable.
—Usted emprendió una aventura, ¿verdad? Mi padre decía que las aventuras fortalecen el cuerpo y el espíritu. Algo de allá afuera lo hizo fuerte. Es por eso que yo quisiera emprender una aventura.
En el jardín posterior del templo, Bélial y Hínodel repetían una y otra vez algunas de las canciones del bardo para que quedaran grabadas en la memoria de la elfa. Aunque Hínodel había entendido instintivamente cómo canalizar su magia a través de la música, el coraje era sólo la primera de muchas emociones que se podían inspirar con la voz. No podía recordar nada de su pasado y sin embargo sabía que la música debía estar en su sangre, lo había comprobado la noche anterior, cuando celebró de baile en baile casi sin descansar.
—Nunca es tarde para una aventura —Telperion se miraba las manos—. Mírame a mí. No soy tan viejo como aparento, pero ciento noventa y un años ya distan de la juventud, aún para un elfo —hizo una pausa y luego miró al joven—. Yo me aseguraré de que puedas tener tu aventura. En todos estos años, en todo este tiempo, nunca había hecho un viaje tan largo. Nunca. Y no fue divertido pero… uno no debería esperar tanto para conocer el mundo. Extrañé el pueblo, pero la aventura tiene mucho de encantador.
—Y el pueblo lo extrañó a usted, maestro. Aún aquí podía sentir que todo estaba ensombrecido por su ausencia.
Telperion bajó los ojos.
Koríntur dormitaba a la orilla del estanque, mientras oía las canciones en voz de Hínodel y las ocurrencias de Bélial. Descansaba la mano en el agua, jugando con los nenúfares mientras Skrath, apoyado en una rama cercana y con la cabeza bajo el ala, graznaba en algo muy similar a un ronquido. El hechicero quería descansar, contrario a Estrâik, que junto a su lobo ayudaba a los clérigos con los primeros trabajos de reforestación. Quería dejar todo en orden.
—Va a irse de nuevo, ¿verdad?
Telperion miró a Osfaut con azoro. Aunque la pregunta lo tomó por sorpresa no hizo nada por negarlo.
—Me lo imaginé. Le hará bien. Sus ojos brillaron cuando habló del mundo.
—No será una aventura gozosa. Es algo que debo hacer, una misión por el bien de Farbonta.
—Tampoco tenía elección en el otro viaje, ¿no? Creo que usted es sabio porque disfruta lo que debe hacer.
El elfo lo miró risueño y le dio unas palmadas en la mano.
—Y no importa lo sabio que sea uno, a veces puede recibir grandes lecciones de un muchacho de veinte años, como tú. La verdad, no vine sólo para ver cómo estabas; quiero que tengas esto.
De su cuello descolgó el medallón de plata que tenía grabado el símbolo sagrado de Ehlonna y lo dejó en la mesita a lado de la cama, donde reposaba un medallón similar tallado en madera.
—Se-señor…
—Y yo me llevaré el tuyo, como un recuerdo. No todos los héroes son los que vencen. Esto me recordará lo que puedo aprender de ti.
Y se levantó mientras se colgaba el símbolo de madera.
—Señor Telperion… maestro, gracias. Gracias.
—Ambos estamos agradecidos. Ahora descansa, que cuando me haya ido necesitarán manos que trabajen y usted, joven, ha demostrado que aún tiene mucho que hacer en este mundo.
Se despidieron con una sonrisa, más en los ojos que en los labios; una inclinación de cabeza y Telperion salió de la habitación, dejando a Osfaut en medio de sus oraciones, con el símbolo de plata presionado fuertemente contra el pecho.
Después de cerrar la puerta, Telperion apoyó la cabeza contra ésta. El templo era su hogar y conocía cada esquina de éste, eran muchos los rincones de los que tendría que despedirse y con tan poco tiempo. Cuando abrió los ojos, vio que al fondo del pasillo, Valrya lo esperaba inmóvil. Telperion suspiró con tristeza y se acercó a él.
—No es tu costumbre espiar, Valrya.
—No, señor.
—Sin embargo oíste.
—Para confirmar mis sospechas —el joven hizo una pausa, ladeó la cabeza y continuó con cierta gracia—. Los elfos siguen aquí, pero no se instalaron en ninguna habitación y usted no se ha preocupado por lo que harán.
—Me conoces demasiado bien. Y te has vuelto sabio y observador, lo suficiente para ser el clérigo en jefe del Gran Roble —Telperion palmeó el hombro de su aprendiz, que aún tratando de mantenerse sereno, no pudo evitar que el miedo aflorara por sus ojos.
—¿Cuándo, maestro? ¿Cuándo tendré que… aceptar el honor que me está concediendo?
Telperion suspiró de nuevo.
—Mañana.

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