Una extraña valentía que podía rayar en la temeridad les abrasaba
el corazón. Regresaron cerca del lugar donde habían encontrado el cuerpo del
druida y se sentaron a descansar y a comer como si no hubieran visto la hoguera
del otro lado del valle, como si nada fuera a atacarlos en ese lugar. La
batalla les había reafirmado la confianza en sus habilidades. Sin embargo no
bajaban la guardia y Telperion aguzaba el oído en dirección al valle, esperando
oír algún paso, el roce de una armadura o el crepitar del fuego.
Estrâik se comió en dos bocados
una hogaza de pan entera y bebió de un trago más de la mitad de su odre de
agua. Luego tomó una piedra del suelo y murmuró “Lux” y ésta empezó a brillar
con un resplandor a medio camino entre el blanco y el verde. Ninguno dijo nada,
pensaron que el druida tendría alguna buena razón para delatar de ese modo la
posición de su campamento; una cosa era no temer un ataque próximo y otra muy
distinta convocarlo.
Pero el druida sólo caminó
alrededor de ellos con la piedra casi al nivel del suelo. Fue hasta donde había
tomado la otra cimitarra que ahora le colgaba del cinturón y terminó de revisar
el cadáver del druida. Sus compañeros lo observaron en silencio.
El druida dejó la piedra en el
suelo, luego tomó la cimitarra y empezó a escarbar la tierra. Baltho se acercó
y lo ayudó a cavar un agujero más o menos profundo. Estrâik tomó el cráneo que
habían encontrado, vio las cuencas vacías y luego lo dejó caer en la pequeña
fosa, pero no lo cubrió de tierra. Murmuró algo al lobo y éste se puso a olfatear
en los alrededores mientras Estrâik recorría el terreno alumbrándose con la
piedra. Luego lo vieron regresar a la fosa, con los ojos abatidos y otro cráneo
en la mano. Baltho sollozó a lo lejos, había encontrado otro. Los elfos no
sabían cómo reaccionar, pero entendieron que ése era el duelo de los druidas,
un dolor profundo que sólo podía ser aminorado al sentir la unión con la
naturaleza.
Telperion se levantó
trabajosamente y su armadura tintineó mientras caminaba hacia la fosa; luego
tomó el símbolo sagrado y lo acercó mucho a su boca mientras decía sus
oraciones en una voz muy baja. El druida iba y regresaba, cada vez con un
cráneo nuevo.
A pesar de la cordialidad con
que Bélial se desenvolvía, no se había sentido en una verdadera comunidad hasta
el momento en que todos compartieron el duelo de su compañero. Contaba cinco,
seis, siete cráneos reunidos en la fosa. Las víctimas de un viejo ataque en ese
lugar, la muestra de que los druidas habían tratado de detener el avance del
fuego y la razón por la cual acudieron desesperados al clero de Ehlonna. Notó
que Hínodel lo veía y que sus ojos claros buscaban algún consuelo; era el
brillo lunar de quien no puede enfrentarse a la muerte o nunca lo ha hecho.
—Algunos creen que las hadas son
inmortales —le dijo el bardo mientras veía trabajar a Estrâik—, pero pueden
morir. O más bien, deciden cuándo morir. Saben su función sobre la tierra y
cuando sienten que han vivido lo suficiente y han cumplido con su deber,
simplemente se extinguen. Una vez vi el funeral de un hada, en Levecäesin. Vi a
las fatas reunirse alrededor del lago en honor de una driada vieja como el
mismo bosque. Las ninfas hicieron brillar el agua con sus lágrimas y los
sátiros tocaban tamborcillos en una lenta marcha fúnebre. Y fatas y árboles cantaron
su duelo con el viento del bosque.
El bardo se pasó la lengua por
los labios y respiró hondo. Y empezó a cantar muy bajo, apenas un murmullo que
llegaba a los oídos de todos, un canto que acompañó a las oraciones de
Telperion y el trabajo de Estrâik y Baltho en el cortejo fúnebre a los druidas
y que decía de este modo:
El
árbol sigue en pie, las hojas lloran;
el
viento inevitable canta fuerte;
la
nube clara es negra por ahora;
la
hormiga busca, el grillo se divierte;
la
tierra nuestras voces atesora
y
encierra los silencios de la muerte.
Vivir
es un eterno sentimiento,
tu
vives en mi voz porque te siento.
El
lago parpadea con el cielo;
el
cielo hace bailar a las estrellas;
estrellas,
de mi pena son el velo;
un
velo de lamentos de doncellas;
doncellas
son las rosas bajo el duelo,
que
visten duelo negro, espinas bellas.
Vivir
es un complejo movimiento,
tú
vives en mi pecho, así lo siento.
Quizás
no te veremos, pero el viento
se
siente y no se mira, y yo te siento.
Hínodel había seguido cada nota,
buscó en cada palabra el truco, la clave de la magia y parecía más simple de lo
que había creído, el canto era sólo la fuga de los sentimientos más profundos.
La música del bardo obró en sus compañeros de un modo parecido que en la última
batalla: fue escuchada con atención y estaban seguros de que una emoción les
había entibiado el pecho desde los oídos. El sentimiento de la canción fúnebre
distaba de la tristeza, pero tampoco era alegría. Era simplemente tranquilidad,
paz. La armonía de haber comprendido el ciclo de la vida.
Estrâik echó el último de los
huesos a la fosa y se les quedó mirando un momento, con una mano envuelta en el
brillo de la piedra y la otra inmóvil, colgando. Koríntur lo observaba y pensó
que de ese modo parecía un hombre débil y cansado, la cabeza baja y el
orgulloso pecho hundido, pero con el gesto impasible; ni una lágrima asomó a
los ojos del druida, pero parpadeaba más que de costumbre. Cuando Telperion
dejó de orar, besó el símbolo sagrado; Estrâik sorbió la nariz y pasó el dorso
de la mano vacía por la frente.
—Deberíamos dormir —dijo el
clérigo tratando de sonar firme y conciliador a la vez.
Estrâik acarició la cabeza del
lobo y asintió. Entreabrió la boca varias veces antes de hablar con voz ronca.
—Hoy yo no hago guardia.
Telperion sonrió.
Había un cielo claro, pero la tierra estaba seca, rojiza.
En el horizonte podía verse el mar, una gruesa franja azul brillante. Ya ningún
árbol impedía la vista. Hacía calor. Sabía que iba a caer un rayo, pero no
dónde y lo buscó. Vio el rayo pero no que cayera en algún lugar específico, y
escuchó el trueno. El cielo se volvió rojo y las nubes negras. Los truenos
retumbaban en todo el lugar.
Koríntur se echó para atrás,
hacia el Gran Roble, pero estaba demasiado lejos y el ejército de armadura
negra se acercaba. Miles de sombras armadas marchaban, gruñían y gritaban. Sabía
perfectamente lo que iba a pasar y buscó con la mirada al más alto de ellos.
Caminaba al frente, más tranquilo, más lento que todos, y sin embargo no dejaba
de estar a la cabeza.
Detrás de Koríntur se oía el
trote de los unicornios. El Gran Roble estaba envuelto en llamas. El sol se
oscurecía, una enorme silueta sobrevolaba el ejército, una silueta delgada con
alas de murciélago. El hombre caminaba lento y vestía una armadura totalmente
negra, la cara cubierta con un yelmo que no se distinguía bien, una imagen
borrosa de la que salía una risa hosca, gutural, fría.
Koríntur estaba entre el
ejército y el Gran Roble en llamas. Apuntaba al hombre en la armadura negra con
su mano que veía brillante, resplandeciente; mientras él reía le apuntaba y le
decía “tú no eres todavía el Tirano Mestizo. Voy a buscarte.”
El hombre se quitaba el yelmo y
otro rayo negro lo deslumbró.
Se incorporó de golpe cuando
Telperion le movió la pierna.
—Tranquilo —le dijo—, soy sólo
yo.
—¿Qué pasa? —preguntó sin poder
ocultar cierta preocupación.
—Nada —el clérigo sonreía—. Es
hora de levantarse, eso es todo. ¿Tuviste un mal sueño?
—¿Tenemos fruta? —el hechicero
se tallaba los ojos.
—Más seca que nunca —le contestó
el bardo, abriendo el paño en el que guardaba una de su raciones.
—Todavía no sale el sol —dijo
Koríntur lleno de pereza.
—Mejor aún —Hínodel se echaba un
poco de agua en la mano y se frotaba la cara con ella—. Si no fuimos atacados
en la noche fue pura suerte, pero no podemos quedarnos aquí más tiempo. Los
incendios han sido por la tarde y por la noche, así que estamos a salvo a estas
horas, cuando están menos activos.
—Puedo entender el por qué —dijo
Koríntur sin reprimir un amplio bostezo.
Estrâik clavaba la última de
varias cimitarras en la tierra, había cerrado la fosa de los druidas y usó sus
armas para indicar que ahí habían visto la luz por última vez. Sólo tomó una,
la primera que habían encontrado y la mantuvo con él, en el cinto y del lado
opuesto a la suya.
Subieron al lugar donde el día
anterior vieron al azer vigía y se detuvieron a la nueva visión del valle. Con
la claridad de la mañana aquello ganaba soledad y melancolía, a la sequedad se
sumaba esa desolación del frío matutino y la tierra tenía un color purpúreo y
gris, como si todo fuera polvo, ni siquiera ceniza.
Empezaron a descender entre el
ruido débil y crujiente del camino, pisando la grava finísima a la que todo se
había reducido. Era una tensión distinta a la del bosque. Ya estaban cerca del
objetivo y cada paso los acercaba a un peligro al que le habían temido incluso
desde el viaje a Líbermond; estar en el centro de un valle tan extenso y a
plena luz del día los convertía en blancos fáciles, pero a la vez les
tranquilizaba poder ver sin problemas a su alrededor. En el bosque, el peligro
podía al menos esconderse tras los árboles.
Ninguna amenaza podía llegar por
sorpresa caminando ni volando.
Vieron frente a ellos un bulto
de cenizas y carbón, un tronco informe protegido por una armadura de escamas.
Era el azer que había caído la noche anterior, lo que les indicaba que ya
debían estar a la mitad del Valle. Ahí se estancaba el aire frío de la mañana
con tal calma que podía oírse muy lejano el cantar de un ave; era un clima que
les hacía olvidar que el fuego era su enemigo.
—Es fácil entender por qué no
atacan por las mañanas —dijo Bélial que sin tener que levantar la voz se hacía
escuchar perfectamente.
—O tendrán sueño o tendrán frío,
ya sabes, con esos gorros de fuego que llevan —dijo Koríntur cubriéndose la
cabeza con la capucha.
—Están fuera de su entorno —dijo
Bélial—. Imagina que has vivido toda tu vida en el desierto y despiertas una
mañana con el frío del bosque. Esto es un invierno para ellos, necesitan estar
cerca de su portal, de su “Palacio” para mantener el calor hasta que la
temperatura aumente con el sol; de lo contrario, pierden fuerza.
—Por suerte, hoy el sol tardará
en salir —dijo Estrâik apenas murmurando con su voz grave—. Está nublado.
—Si no fuera porque somos
nosotros los que vamos hacia el Palacio —dijo Hínodel.
—Tan endeble es ese Palacio en
nuestro plano, que han tenido que alimentarlo con árboles diariamente —dijo
Bélial—. ¿Cómo habrá llegado el portal hasta aquí? ¿Y a un lugar tan bien
elegido? No surgen de la nada, a menos que llevaran mucho tiempo enterrados. Y
dado que es el bosque tan viejo…
Bélial se detuvo y se volvió
hacia atrás. Hínodel caminaba detrás de él y tenía la misma expresión de miedo
y sorpresa.
—¿Qué ocurre? —preguntó
Telperion.
—La tierra —dijo Bélial
viéndola.
—La sentí moverse —dijo Hínodel.
—¿Un temblor? —el clérigo estaba
nervioso.
—No, era como… ahí está, otra
vez —Hínodel se quedó inmóvil y Baltho empezó a gruñir, también lo sentía.
Bélial se echó al suelo y pegó
una oreja al piso.
—Debe estar dando vueltas —dijo
Bélial, atento a cualquier sonido—. Hace un momento… volvió…
Se quedó escuchando un momento.
Tan preocupados estaban en ver al bardo que no notaron que un cúmulo de tierra
se movía hacia ellos.
Bélial escuchó algo que se
acercaba muy rápido. Baltho aulló y Hínodel reaccionó a tiempo para ver el
montón de tierra. Saltó sobre Koríntur y lo empujó en el momento justo en que
el terreno explotaba bajo sus pies.
Un cráter de cenizas se abrió
escupiendo polvo y chispas por todos lados. La tierra se abrió de golpe y de
ella surgió un chorro de roca fundida, roja e incandescente que en lugar de
desparramarse cayó hacia un lado en una pesada columna sólida. Cuando los elfos
se recuperaron de la sorpresa la vieron retorcerse y girar sobre sí misma;
después se abalanzó contra Telperion y el clérigo apenas pudo reaccionar cuando
recibió un golpe en el estómago. Cayó de bruces, sin aire y con un terrible
ardor en el abdomen.
Estrâik desenvainó las
cimitarras y se lanzó contra la columna de magma, que ahora que se retorcía en
el suelo y giraba uno de sus extremos a modo de cabeza, parecía una lombriz
inmensa y ardiente; el cuerpo segmentado exudaba un vapor constante que agitaba
el aire a su alrededor. La “cabeza” del gusano era de un rojo más oscuro y
estaba llena de pequeños orificios por los que salía un humo claro a cada
respiración.
El druida amedrentó al gusano
con ambas cimitarras, tratando de hacerlo bajar la guardia, pero era difícil
saber si lo veía o no, pues no tenía ojos visibles.
Hínodel cargó la ballesta y
apuntó al gusano, pero la tierra volvió a moverse; saltó hacia un lado y el
bulto de tierra la siguió, así que echó a correr.
—¡Tengo un problema! —gritó,
llamando la atención de Koríntur. El hechicero tomó su maza y soltó un golpe
contra la tierra, pero el gusano se movía demasiado rápido y no dio indicios de
ser golpeado.
Bélial protegía a Telperion,
amenazando al primer gusano junto con Estrâik, pero igual que él, no sabía por
dónde golpear. Cualquier tajo de espada era rechazado por una dura coraza de
magma y un destello de chispas rojas era lo único que conseguían. El gusano se
lanzó en contra de Estrâik y lo hizo trastabillar y soltar una de sus armas, le
había quemado la mano izquierda.
Telperion se incorporó y vio
correr a Hínodel. Notó el pequeño bulto de tierra tras ella.
—Bélial, ayúdala. Yo me quedo
con Estrâik.
El bardo dudó un segundo, el
gusano se había vuelto hacia él. Telperion se levantó lo más rápido que pudo y
puso una flecha en el arco.
—¡Ve! —le gritó a Bélial. Éste
corrió hacia Hínodel y cuando el gusano se iba a lanzar contra su espalda,
Telperion disparó una flecha. El gusano se retorció mientras esperaba a que el
proyectil ardiera en su cabeza. Estrâik tomó con la otra mano el muérdago de su
cinturón.
—Crearis aqua —murmuró y un
chorro de agua cayó sobre el gusano. Los agujeros en su cabeza empezaron a
silbar con fuerza mientras el vapor salía apresuradamente; Estrâik tomó la
cimitarra con la mano sana y la clavó en el cuerpo del gusano. Éste se retorció
con fuerza y giró varias veces sobre sí, tratando de caer sobre el druida, pero
una segunda flecha de Telperion lo calmó por completo, convirtiéndolo en un
largo tronco carbonizado.
Cuando Bélial fue en auxilio de
los hechiceros, sólo atinó a tomar la espada con ambas manos y a saltar hacia
su compañera; siendo más ágil en las armas que Koríntur, enterró la espada en
la tierra y el bulto se quedó palpitando donde estaba. Bélial gritó de dolor y
cayó hacia atrás, la espada se había calentado de tal modo que incluso la
empuñadora quemaba. Koríntur corrió hacia el bardo y lo arrastró hacia atrás de
un jalón en el preciso instante en que la tierra volvía a abrirse y surgía un
segundo gusano, con la espada de Bélial clavada en mitad del cuerpo.
Hínodel se detuvo y buscó
rápidamente uno de los frascos de agua; se tomó un segundo para medir la
distancia entre ella y el gusano, que ahora era distraído por Koríntur para que
no se arrojara sobre el bardo. Hínodel lanzó el frasco, tomó la ballesta y
disparó casi de inmediato. Tan certera era la vista de la elfa que la saeta
quebró el frasco cuando éste iba a estrellarse contra el gusano; de nuevo en el
valle se escuchó el silbido del vapor a presión, Hínodel sólo tuvo tiempo de
cargar la ballesta una vez más y disparar al cuerpo indefenso del gusano, en
ese momento caía el primero de ellos a manos de Estrâik y Telperion; Bélial se
levantó rápidamente y se acercó corriendo al gusano, saltó sobre él tomando la
empuñadura de su espada y, cuando estaba del otro lado, la sacó procurando
hacer un segundo corte en el acto. El gusano de fuego no tuvo tiempo de dolerse
o defenderse, Koríntur tenía ya una bola de nieve mágica en el puño y la liberó
con todas sus fuerzas sobre la cabeza del monstruo que quedó inmóvil.
Los elfos se acercaron espalda
con espalda y se quedaron inmóviles unos segundos, escuchando y sintiendo su
alrededor, tratando de encontrar algún indicio de peligro. Baltho gruñó algunas
veces y olfateó el suelo.
—Por la luz del sol, ¿qué ha
sido eso? —murmuró Telperion.
—Thoqquas —dijo Bélial en el
mismo volumen—. El calor les ayuda a excavar túneles.
—¿Crees que haya más?
—Es difícil saber, maese —Bélial
examinaba todo el campo que estaba ante sus ojos—. Tal vez estaban solos. Tal
vez haya uno o varios más que están esperando que revelemos nuestra posición.
—Sugiero ir a terreno elevado
—dijo Estrâik viéndose la mano izquierda, enrojecida y cubierta de pequeñas
ampollas—, corriendo. Si algo nos está esperando, de nada sirve quedarnos aquí.
—Iré primero —dijo Hínodel
asegurando su ballesta al cinturón—. Soy la más rápida. Si uno de esos gusanos
me sigue lo pondré a su alcance.
Telperion quiso oponerse, pero
no era un mal plan. Sólo atinó a hacer una pequeña bendición con la mano a la
elfa. Ella tomó un frasco con agua de su mochila, dio un salto para alejarse lo
más posible del grupo y apenas cayó empezó a trotar, pero de inmediato tuvo que
correr, un montículo de tierra se había levantado detrás de ella y la seguía
muy de cerca.
Los demás corrieron tras ellos,
excepto Estrâik que se desvió del camino para ir por su cimitarra.
En un intento por engañar al
thoqqua, Hínodel se detuvo en seco y volvió corriendo sobre sus pasos. Cuando
pasó por encima del montículo éste se rompió levemente, liberando un chorro de
vapor. Bélial esperaba a la elfa con la espada en alto y cuando su compañera
pasó volvió a clavar la espada en la tierra pero falló. Koríntur cargó de nuevo
una bola de nieve mágica en su mano.
—¡Quieta! —gritó el hechicero.
Hínodel se detuvo y dejó que el thoqqua la alcanzara. Sintió la tierra punzar
bajo sus pies y quiso saltar en el último momento. Pero ya fuera por el
cansancio de la batalla o el exceso de confianza, ésta vez no pudo esquivar de
lleno el golpe del thoqqua surgiendo con furia como el simulacro de una
erupción volcánica. El cuerpo ardiente del gusano golpeó la pierna de la elfa y
ésta soltó un grito agudo de dolor. De inmediato, Koríntur descargó la bola de
nieve contra el monstruo. Telperion corrió hacia Hínodel y la protegió con el
cuerpo, mientras Bélial asediaba al thoqqua con la espada.
—¡Jactum magicus! —gritó Koríntur
y dos rayos azules surgidos de la mano del hechicero golpearon casi
simultáneamente al gusano. Mientras éste se retorcía de dolor oyeron acercarse
las pisadas de Baltho y Estrâik. Aún con la herida en la mano, el druida
sujetaba con fuerza ambas cimitarras y las descargó con toda su fuerza en una
estocada baja que cortó por la mitad al thoqqua. Como si de una lombriz se
tratase, ambas partes se retorcieron en ligeros espasmos mientras su piel se
hacía negra y dura.
Telperion había curado la pierna
de Hínodel con el mismo conjuro que había curado a Koríntur; el clérigo la
ayudó a levantarse y luego fue a revisar las manos de Estrâik. Bélial se acercó
a Hínodel.
—¿Todo bien?
—Dudé demasiado, pero estoy
bien.
—Ten más cuidado. Sería una pena
que… tú sabes.
Y luego el bardo se alejó.
Hínodel lo vio confundida y luego se miró la pierna curada, el thoqqua le había
abierto el pantalón hasta la altura del muslo. Negó con la cabeza e hizo una
mueca de enojo a espaldas de Bélial.
—No vuelvo a subestimar a un
druida —dijo Telperion revisando a su compañero—. Si pudiste empuñar una espada
con la mano así eres de una madera más fuerte de lo que creí.
Extendió el símbolo sagrado y de
nuevo una luz verdosa se expandió por la herida. Estrâik sintió como si la
hundiera en leche muy fría y aunque el dolor se había ido, las ampollas no.
—Gracias, hermano. Yo me
encargo.
Y con la cimitarra las reventó una
a una para evitar que éstas le estorbasen para sujetar la espada. Así de rústicas
eran sus manos acostumbradas a los callos del trabajo en el bosque.
—Adelante —Bélial volvía a
envainar la espada—. El último trecho será duro.
El bardo veía la elevación que
cerraba el valle, que era mucho más empinada que aquella por la que habían
bajado y también más alta. Los elfos bebieron mucha agua que convidaron con
Baltho y Skrath y luego empezaron a subir.
La labor no era sencilla, no
sólo combatían la altura y la inclinación, sino que en ese punto la tierra
estaba tan cubierta de cenizas y polvo de carbón que era difícil encontrar un
apoyo firme. Más de una vez resbalaron en su camino y dieron con el pecho en la
tierra, hasta el punto en que tuvieron que caminar en cuatro apoyándose de
algún tocón de árbol o una piedra bien enterrada. Baltho seguía a Estrâik con
esa férrea devoción de la que pueden ser capaces los canes y en ningún momento
dio indicios de querer quejarse o de intentar volver, sólo por ver el esfuerzo
que el mismo druida ponía a su marcha. Skrath, por el contrario, viajaba en el
hombro de su amo dándole instrucciones y una que otra palabra de ánimo que
parecían más burlas que una ayuda.
Hundían los dedos en la tierra
para apoyarse, lo que les había tiznado por completo las manos, el sudor les
bañaba la frente. Sabían que el cansancio había llegado demasiado rápido, de
manera incluso exagerada. Y es que el aire ya no era tan frío en ese punto, un
calor distinto y desconocido cruzaba la tierra, desde el otro lado.
Finalmente, después de un gran
esfuerzo, llegaron hasta la cima y apenas tuvieron tiempo de recuperar el
aliento.
Telperion no pudo cerrar la boca
y se acercó a la pendiente que daba a un segundo valle, mucho más pequeño que
el anterior. Sus compañeros se acercaron también.
Toda la tierra brillaba
iluminada por una luz roja incandescente, el aire se agitaba como si de la chimenea
de un horno se tratase y se sentía pesado, tan pesado y caliente que al
respirar en lugar de sentir que ganaban aire, sentían aspirar en el vacío. Un
inmenso anillo de fuego cruzaba el centro del valle, un río de roca fundida que
protegía la hoguera que habían estado buscando.
Dentro del aro, justo en el
centro del círculo se elevaba al cielo una sola flama inmensa cuyo fuego
bailaba extremadamente lento; en lugar de ser trémula e incorpórea, la hoguera
era sólida y nada podía verse a través de ella. Los brazos de la flama se
levantaban como si fueran las torretas de un castillo bañado en oro
incandescente. El magma chorreaba por las paredes, pero no caía, sino que
surgía de los mismos cimientos de la estructura y trepaba por los muros, hasta
perderse en las puntas de las torretas.
Ni una
sola puerta o ventana dejaban ver el interior del Palacio del Fuego.
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