Primera Historia - El Palacio del Fuego

"El Tirano Mestizo" es una narración dividida en varias novelas, o 'historias'.
Actualmente estás leyendo la Segunda Historia: el Reino de la Guerra.
Y así será mientras el castillo se vea en el fondo de pantalla.

jueves, 3 de enero de 2013

I. 14.- El yermo



Una extraña valentía que podía rayar en la temeridad les abrasaba el corazón. Regresaron cerca del lugar donde habían encontrado el cuerpo del druida y se sentaron a descansar y a comer como si no hubieran visto la hoguera del otro lado del valle, como si nada fuera a atacarlos en ese lugar. La batalla les había reafirmado la confianza en sus habilidades. Sin embargo no bajaban la guardia y Telperion aguzaba el oído en dirección al valle, esperando oír algún paso, el roce de una armadura o el crepitar del fuego.
Estrâik se comió en dos bocados una hogaza de pan entera y bebió de un trago más de la mitad de su odre de agua. Luego tomó una piedra del suelo y murmuró “Lux” y ésta empezó a brillar con un resplandor a medio camino entre el blanco y el verde. Ninguno dijo nada, pensaron que el druida tendría alguna buena razón para delatar de ese modo la posición de su campamento; una cosa era no temer un ataque próximo y otra muy distinta convocarlo.
Pero el druida sólo caminó alrededor de ellos con la piedra casi al nivel del suelo. Fue hasta donde había tomado la otra cimitarra que ahora le colgaba del cinturón y terminó de revisar el cadáver del druida. Sus compañeros lo observaron en silencio.
El druida dejó la piedra en el suelo, luego tomó la cimitarra y empezó a escarbar la tierra. Baltho se acercó y lo ayudó a cavar un agujero más o menos profundo. Estrâik tomó el cráneo que habían encontrado, vio las cuencas vacías y luego lo dejó caer en la pequeña fosa, pero no lo cubrió de tierra. Murmuró algo al lobo y éste se puso a olfatear en los alrededores mientras Estrâik recorría el terreno alumbrándose con la piedra. Luego lo vieron regresar a la fosa, con los ojos abatidos y otro cráneo en la mano. Baltho sollozó a lo lejos, había encontrado otro. Los elfos no sabían cómo reaccionar, pero entendieron que ése era el duelo de los druidas, un dolor profundo que sólo podía ser aminorado al sentir la unión con la naturaleza.
Telperion se levantó trabajosamente y su armadura tintineó mientras caminaba hacia la fosa; luego tomó el símbolo sagrado y lo acercó mucho a su boca mientras decía sus oraciones en una voz muy baja. El druida iba y regresaba, cada vez con un cráneo nuevo.
A pesar de la cordialidad con que Bélial se desenvolvía, no se había sentido en una verdadera comunidad hasta el momento en que todos compartieron el duelo de su compañero. Contaba cinco, seis, siete cráneos reunidos en la fosa. Las víctimas de un viejo ataque en ese lugar, la muestra de que los druidas habían tratado de detener el avance del fuego y la razón por la cual acudieron desesperados al clero de Ehlonna. Notó que Hínodel lo veía y que sus ojos claros buscaban algún consuelo; era el brillo lunar de quien no puede enfrentarse a la muerte o nunca lo ha hecho.
—Algunos creen que las hadas son inmortales —le dijo el bardo mientras veía trabajar a Estrâik—, pero pueden morir. O más bien, deciden cuándo morir. Saben su función sobre la tierra y cuando sienten que han vivido lo suficiente y han cumplido con su deber, simplemente se extinguen. Una vez vi el funeral de un hada, en Levecäesin. Vi a las fatas reunirse alrededor del lago en honor de una driada vieja como el mismo bosque. Las ninfas hicieron brillar el agua con sus lágrimas y los sátiros tocaban tamborcillos en una lenta marcha fúnebre. Y fatas y árboles cantaron su duelo con el viento del bosque.
El bardo se pasó la lengua por los labios y respiró hondo. Y empezó a cantar muy bajo, apenas un murmullo que llegaba a los oídos de todos, un canto que acompañó a las oraciones de Telperion y el trabajo de Estrâik y Baltho en el cortejo fúnebre a los druidas y que decía de este modo:

El árbol sigue en pie, las hojas lloran;
el viento inevitable canta fuerte;
la nube clara es negra por ahora;
la hormiga busca, el grillo se divierte;
la tierra nuestras voces atesora
y encierra los silencios de la muerte.
Vivir es un eterno sentimiento,
tu vives en mi voz porque te siento.
El lago parpadea con el cielo;
el cielo hace bailar a las estrellas;
estrellas, de mi pena son el velo;
un velo de lamentos de doncellas;
doncellas son las rosas bajo el duelo,
que visten duelo negro, espinas bellas.
Vivir es un complejo movimiento,
tú vives en mi pecho, así lo siento.
Quizás no te veremos, pero el viento
se siente y no se mira, y yo te siento.

Hínodel había seguido cada nota, buscó en cada palabra el truco, la clave de la magia y parecía más simple de lo que había creído, el canto era sólo la fuga de los sentimientos más profundos. La música del bardo obró en sus compañeros de un modo parecido que en la última batalla: fue escuchada con atención y estaban seguros de que una emoción les había entibiado el pecho desde los oídos. El sentimiento de la canción fúnebre distaba de la tristeza, pero tampoco era alegría. Era simplemente tranquilidad, paz. La armonía de haber comprendido el ciclo de la vida.
Estrâik echó el último de los huesos a la fosa y se les quedó mirando un momento, con una mano envuelta en el brillo de la piedra y la otra inmóvil, colgando. Koríntur lo observaba y pensó que de ese modo parecía un hombre débil y cansado, la cabeza baja y el orgulloso pecho hundido, pero con el gesto impasible; ni una lágrima asomó a los ojos del druida, pero parpadeaba más que de costumbre. Cuando Telperion dejó de orar, besó el símbolo sagrado; Estrâik sorbió la nariz y pasó el dorso de la mano vacía por la frente.
—Deberíamos dormir —dijo el clérigo tratando de sonar firme y conciliador a la vez.
Estrâik acarició la cabeza del lobo y asintió. Entreabrió la boca varias veces antes de hablar con voz ronca.
—Hoy yo no hago guardia.
Telperion sonrió.

Había un cielo claro, pero la tierra estaba seca, rojiza. En el horizonte podía verse el mar, una gruesa franja azul brillante. Ya ningún árbol impedía la vista. Hacía calor. Sabía que iba a caer un rayo, pero no dónde y lo buscó. Vio el rayo pero no que cayera en algún lugar específico, y escuchó el trueno. El cielo se volvió rojo y las nubes negras. Los truenos retumbaban en todo el lugar.
Koríntur se echó para atrás, hacia el Gran Roble, pero estaba demasiado lejos y el ejército de armadura negra se acercaba. Miles de sombras armadas marchaban, gruñían y gritaban. Sabía perfectamente lo que iba a pasar y buscó con la mirada al más alto de ellos. Caminaba al frente, más tranquilo, más lento que todos, y sin embargo no dejaba de estar a la cabeza.
Detrás de Koríntur se oía el trote de los unicornios. El Gran Roble estaba envuelto en llamas. El sol se oscurecía, una enorme silueta sobrevolaba el ejército, una silueta delgada con alas de murciélago. El hombre caminaba lento y vestía una armadura totalmente negra, la cara cubierta con un yelmo que no se distinguía bien, una imagen borrosa de la que salía una risa hosca, gutural, fría.
Koríntur estaba entre el ejército y el Gran Roble en llamas. Apuntaba al hombre en la armadura negra con su mano que veía brillante, resplandeciente; mientras él reía le apuntaba y le decía “tú no eres todavía el Tirano Mestizo. Voy a buscarte.”
El hombre se quitaba el yelmo y otro rayo negro lo deslumbró.
Se incorporó de golpe cuando Telperion le movió la pierna.
—Tranquilo —le dijo—, soy sólo yo.
—¿Qué pasa? —preguntó sin poder ocultar cierta preocupación.
—Nada —el clérigo sonreía—. Es hora de levantarse, eso es todo. ¿Tuviste un mal sueño?
—¿Tenemos fruta? —el hechicero se tallaba los ojos.
—Más seca que nunca —le contestó el bardo, abriendo el paño en el que guardaba una de su raciones.
—Todavía no sale el sol —dijo Koríntur lleno de pereza.
—Mejor aún —Hínodel se echaba un poco de agua en la mano y se frotaba la cara con ella—. Si no fuimos atacados en la noche fue pura suerte, pero no podemos quedarnos aquí más tiempo. Los incendios han sido por la tarde y por la noche, así que estamos a salvo a estas horas, cuando están menos activos.
—Puedo entender el por qué —dijo Koríntur sin reprimir un amplio bostezo.
Estrâik clavaba la última de varias cimitarras en la tierra, había cerrado la fosa de los druidas y usó sus armas para indicar que ahí habían visto la luz por última vez. Sólo tomó una, la primera que habían encontrado y la mantuvo con él, en el cinto y del lado opuesto a la suya.
Subieron al lugar donde el día anterior vieron al azer vigía y se detuvieron a la nueva visión del valle. Con la claridad de la mañana aquello ganaba soledad y melancolía, a la sequedad se sumaba esa desolación del frío matutino y la tierra tenía un color purpúreo y gris, como si todo fuera polvo, ni siquiera ceniza.
Empezaron a descender entre el ruido débil y crujiente del camino, pisando la grava finísima a la que todo se había reducido. Era una tensión distinta a la del bosque. Ya estaban cerca del objetivo y cada paso los acercaba a un peligro al que le habían temido incluso desde el viaje a Líbermond; estar en el centro de un valle tan extenso y a plena luz del día los convertía en blancos fáciles, pero a la vez les tranquilizaba poder ver sin problemas a su alrededor. En el bosque, el peligro podía al menos esconderse tras los árboles.
Ninguna amenaza podía llegar por sorpresa caminando ni volando.
Vieron frente a ellos un bulto de cenizas y carbón, un tronco informe protegido por una armadura de escamas. Era el azer que había caído la noche anterior, lo que les indicaba que ya debían estar a la mitad del Valle. Ahí se estancaba el aire frío de la mañana con tal calma que podía oírse muy lejano el cantar de un ave; era un clima que les hacía olvidar que el fuego era su enemigo.
—Es fácil entender por qué no atacan por las mañanas —dijo Bélial que sin tener que levantar la voz se hacía escuchar perfectamente.
—O tendrán sueño o tendrán frío, ya sabes, con esos gorros de fuego que llevan —dijo Koríntur cubriéndose la cabeza con la capucha.
—Están fuera de su entorno —dijo Bélial—. Imagina que has vivido toda tu vida en el desierto y despiertas una mañana con el frío del bosque. Esto es un invierno para ellos, necesitan estar cerca de su portal, de su “Palacio” para mantener el calor hasta que la temperatura aumente con el sol; de lo contrario, pierden fuerza.
—Por suerte, hoy el sol tardará en salir —dijo Estrâik apenas murmurando con su voz grave—. Está nublado.
—Si no fuera porque somos nosotros los que vamos hacia el Palacio —dijo Hínodel.
—Tan endeble es ese Palacio en nuestro plano, que han tenido que alimentarlo con árboles diariamente —dijo Bélial—. ¿Cómo habrá llegado el portal hasta aquí? ¿Y a un lugar tan bien elegido? No surgen de la nada, a menos que llevaran mucho tiempo enterrados. Y dado que es el bosque tan viejo…
Bélial se detuvo y se volvió hacia atrás. Hínodel caminaba detrás de él y tenía la misma expresión de miedo y sorpresa.
—¿Qué ocurre? —preguntó Telperion.
—La tierra —dijo Bélial viéndola.
—La sentí moverse —dijo Hínodel.
—¿Un temblor? —el clérigo estaba nervioso.
—No, era como… ahí está, otra vez —Hínodel se quedó inmóvil y Baltho empezó a gruñir, también lo sentía.
Bélial se echó al suelo y pegó una oreja al piso.
—Debe estar dando vueltas —dijo Bélial, atento a cualquier sonido—. Hace un momento… volvió…
Se quedó escuchando un momento. Tan preocupados estaban en ver al bardo que no notaron que un cúmulo de tierra se movía hacia ellos.
Bélial escuchó algo que se acercaba muy rápido. Baltho aulló y Hínodel reaccionó a tiempo para ver el montón de tierra. Saltó sobre Koríntur y lo empujó en el momento justo en que el terreno explotaba bajo sus pies.
Un cráter de cenizas se abrió escupiendo polvo y chispas por todos lados. La tierra se abrió de golpe y de ella surgió un chorro de roca fundida, roja e incandescente que en lugar de desparramarse cayó hacia un lado en una pesada columna sólida. Cuando los elfos se recuperaron de la sorpresa la vieron retorcerse y girar sobre sí misma; después se abalanzó contra Telperion y el clérigo apenas pudo reaccionar cuando recibió un golpe en el estómago. Cayó de bruces, sin aire y con un terrible ardor en el abdomen.
Estrâik desenvainó las cimitarras y se lanzó contra la columna de magma, que ahora que se retorcía en el suelo y giraba uno de sus extremos a modo de cabeza, parecía una lombriz inmensa y ardiente; el cuerpo segmentado exudaba un vapor constante que agitaba el aire a su alrededor. La “cabeza” del gusano era de un rojo más oscuro y estaba llena de pequeños orificios por los que salía un humo claro a cada respiración.
El druida amedrentó al gusano con ambas cimitarras, tratando de hacerlo bajar la guardia, pero era difícil saber si lo veía o no, pues no tenía ojos visibles.
Hínodel cargó la ballesta y apuntó al gusano, pero la tierra volvió a moverse; saltó hacia un lado y el bulto de tierra la siguió, así que echó a correr.
—¡Tengo un problema! —gritó, llamando la atención de Koríntur. El hechicero tomó su maza y soltó un golpe contra la tierra, pero el gusano se movía demasiado rápido y no dio indicios de ser golpeado.
Bélial protegía a Telperion, amenazando al primer gusano junto con Estrâik, pero igual que él, no sabía por dónde golpear. Cualquier tajo de espada era rechazado por una dura coraza de magma y un destello de chispas rojas era lo único que conseguían. El gusano se lanzó en contra de Estrâik y lo hizo trastabillar y soltar una de sus armas, le había quemado la mano izquierda.
Telperion se incorporó y vio correr a Hínodel. Notó el pequeño bulto de tierra tras ella.
—Bélial, ayúdala. Yo me quedo con Estrâik.
El bardo dudó un segundo, el gusano se había vuelto hacia él. Telperion se levantó lo más rápido que pudo y puso una flecha en el arco.
—¡Ve! —le gritó a Bélial. Éste corrió hacia Hínodel y cuando el gusano se iba a lanzar contra su espalda, Telperion disparó una flecha. El gusano se retorció mientras esperaba a que el proyectil ardiera en su cabeza. Estrâik tomó con la otra mano el muérdago de su cinturón.
—Crearis aqua —murmuró y un chorro de agua cayó sobre el gusano. Los agujeros en su cabeza empezaron a silbar con fuerza mientras el vapor salía apresuradamente; Estrâik tomó la cimitarra con la mano sana y la clavó en el cuerpo del gusano. Éste se retorció con fuerza y giró varias veces sobre sí, tratando de caer sobre el druida, pero una segunda flecha de Telperion lo calmó por completo, convirtiéndolo en un largo tronco carbonizado.
Cuando Bélial fue en auxilio de los hechiceros, sólo atinó a tomar la espada con ambas manos y a saltar hacia su compañera; siendo más ágil en las armas que Koríntur, enterró la espada en la tierra y el bulto se quedó palpitando donde estaba. Bélial gritó de dolor y cayó hacia atrás, la espada se había calentado de tal modo que incluso la empuñadora quemaba. Koríntur corrió hacia el bardo y lo arrastró hacia atrás de un jalón en el preciso instante en que la tierra volvía a abrirse y surgía un segundo gusano, con la espada de Bélial clavada en mitad del cuerpo.
Hínodel se detuvo y buscó rápidamente uno de los frascos de agua; se tomó un segundo para medir la distancia entre ella y el gusano, que ahora era distraído por Koríntur para que no se arrojara sobre el bardo. Hínodel lanzó el frasco, tomó la ballesta y disparó casi de inmediato. Tan certera era la vista de la elfa que la saeta quebró el frasco cuando éste iba a estrellarse contra el gusano; de nuevo en el valle se escuchó el silbido del vapor a presión, Hínodel sólo tuvo tiempo de cargar la ballesta una vez más y disparar al cuerpo indefenso del gusano, en ese momento caía el primero de ellos a manos de Estrâik y Telperion; Bélial se levantó rápidamente y se acercó corriendo al gusano, saltó sobre él tomando la empuñadura de su espada y, cuando estaba del otro lado, la sacó procurando hacer un segundo corte en el acto. El gusano de fuego no tuvo tiempo de dolerse o defenderse, Koríntur tenía ya una bola de nieve mágica en el puño y la liberó con todas sus fuerzas sobre la cabeza del monstruo que quedó inmóvil.
Los elfos se acercaron espalda con espalda y se quedaron inmóviles unos segundos, escuchando y sintiendo su alrededor, tratando de encontrar algún indicio de peligro. Baltho gruñó algunas veces y olfateó el suelo.
—Por la luz del sol, ¿qué ha sido eso? —murmuró Telperion.
—Thoqquas —dijo Bélial en el mismo volumen—. El calor les ayuda a excavar túneles.
—¿Crees que haya más?
—Es difícil saber, maese —Bélial examinaba todo el campo que estaba ante sus ojos—. Tal vez estaban solos. Tal vez haya uno o varios más que están esperando que revelemos nuestra posición.
—Sugiero ir a terreno elevado —dijo Estrâik viéndose la mano izquierda, enrojecida y cubierta de pequeñas ampollas—, corriendo. Si algo nos está esperando, de nada sirve quedarnos aquí.
—Iré primero —dijo Hínodel asegurando su ballesta al cinturón—. Soy la más rápida. Si uno de esos gusanos me sigue lo pondré a su alcance.
Telperion quiso oponerse, pero no era un mal plan. Sólo atinó a hacer una pequeña bendición con la mano a la elfa. Ella tomó un frasco con agua de su mochila, dio un salto para alejarse lo más posible del grupo y apenas cayó empezó a trotar, pero de inmediato tuvo que correr, un montículo de tierra se había levantado detrás de ella y la seguía muy de cerca.
Los demás corrieron tras ellos, excepto Estrâik que se desvió del camino para ir por su cimitarra.
En un intento por engañar al thoqqua, Hínodel se detuvo en seco y volvió corriendo sobre sus pasos. Cuando pasó por encima del montículo éste se rompió levemente, liberando un chorro de vapor. Bélial esperaba a la elfa con la espada en alto y cuando su compañera pasó volvió a clavar la espada en la tierra pero falló. Koríntur cargó de nuevo una bola de nieve mágica en su mano.
—¡Quieta! —gritó el hechicero. Hínodel se detuvo y dejó que el thoqqua la alcanzara. Sintió la tierra punzar bajo sus pies y quiso saltar en el último momento. Pero ya fuera por el cansancio de la batalla o el exceso de confianza, ésta vez no pudo esquivar de lleno el golpe del thoqqua surgiendo con furia como el simulacro de una erupción volcánica. El cuerpo ardiente del gusano golpeó la pierna de la elfa y ésta soltó un grito agudo de dolor. De inmediato, Koríntur descargó la bola de nieve contra el monstruo. Telperion corrió hacia Hínodel y la protegió con el cuerpo, mientras Bélial asediaba al thoqqua con la espada.
—¡Jactum magicus! —gritó Koríntur y dos rayos azules surgidos de la mano del hechicero golpearon casi simultáneamente al gusano. Mientras éste se retorcía de dolor oyeron acercarse las pisadas de Baltho y Estrâik. Aún con la herida en la mano, el druida sujetaba con fuerza ambas cimitarras y las descargó con toda su fuerza en una estocada baja que cortó por la mitad al thoqqua. Como si de una lombriz se tratase, ambas partes se retorcieron en ligeros espasmos mientras su piel se hacía negra y dura.
Telperion había curado la pierna de Hínodel con el mismo conjuro que había curado a Koríntur; el clérigo la ayudó a levantarse y luego fue a revisar las manos de Estrâik. Bélial se acercó a Hínodel.
—¿Todo bien?
—Dudé demasiado, pero estoy bien.
—Ten más cuidado. Sería una pena que… tú sabes.
Y luego el bardo se alejó. Hínodel lo vio confundida y luego se miró la pierna curada, el thoqqua le había abierto el pantalón hasta la altura del muslo. Negó con la cabeza e hizo una mueca de enojo a espaldas de Bélial.
—No vuelvo a subestimar a un druida —dijo Telperion revisando a su compañero—. Si pudiste empuñar una espada con la mano así eres de una madera más fuerte de lo que creí.
Extendió el símbolo sagrado y de nuevo una luz verdosa se expandió por la herida. Estrâik sintió como si la hundiera en leche muy fría y aunque el dolor se había ido, las ampollas no.
—Gracias, hermano. Yo me encargo.
Y con la cimitarra las reventó una a una para evitar que éstas le estorbasen para sujetar la espada. Así de rústicas eran sus manos acostumbradas a los callos del trabajo en el bosque.
—Adelante —Bélial volvía a envainar la espada—. El último trecho será duro.
El bardo veía la elevación que cerraba el valle, que era mucho más empinada que aquella por la que habían bajado y también más alta. Los elfos bebieron mucha agua que convidaron con Baltho y Skrath y luego empezaron a subir.
La labor no era sencilla, no sólo combatían la altura y la inclinación, sino que en ese punto la tierra estaba tan cubierta de cenizas y polvo de carbón que era difícil encontrar un apoyo firme. Más de una vez resbalaron en su camino y dieron con el pecho en la tierra, hasta el punto en que tuvieron que caminar en cuatro apoyándose de algún tocón de árbol o una piedra bien enterrada. Baltho seguía a Estrâik con esa férrea devoción de la que pueden ser capaces los canes y en ningún momento dio indicios de querer quejarse o de intentar volver, sólo por ver el esfuerzo que el mismo druida ponía a su marcha. Skrath, por el contrario, viajaba en el hombro de su amo dándole instrucciones y una que otra palabra de ánimo que parecían más burlas que una ayuda.
Hundían los dedos en la tierra para apoyarse, lo que les había tiznado por completo las manos, el sudor les bañaba la frente. Sabían que el cansancio había llegado demasiado rápido, de manera incluso exagerada. Y es que el aire ya no era tan frío en ese punto, un calor distinto y desconocido cruzaba la tierra, desde el otro lado.
Finalmente, después de un gran esfuerzo, llegaron hasta la cima y apenas tuvieron tiempo de recuperar el aliento.
Telperion no pudo cerrar la boca y se acercó a la pendiente que daba a un segundo valle, mucho más pequeño que el anterior. Sus compañeros se acercaron también.
Toda la tierra brillaba iluminada por una luz roja incandescente, el aire se agitaba como si de la chimenea de un horno se tratase y se sentía pesado, tan pesado y caliente que al respirar en lugar de sentir que ganaban aire, sentían aspirar en el vacío. Un inmenso anillo de fuego cruzaba el centro del valle, un río de roca fundida que protegía la hoguera que habían estado buscando.
Dentro del aro, justo en el centro del círculo se elevaba al cielo una sola flama inmensa cuyo fuego bailaba extremadamente lento; en lugar de ser trémula e incorpórea, la hoguera era sólida y nada podía verse a través de ella. Los brazos de la flama se levantaban como si fueran las torretas de un castillo bañado en oro incandescente. El magma chorreaba por las paredes, pero no caía, sino que surgía de los mismos cimientos de la estructura y trepaba por los muros, hasta perderse en las puntas de las torretas.
Ni una sola puerta o ventana dejaban ver el interior del Palacio del Fuego.

No hay comentarios:

Publicar un comentario